jueves, 28 de enero de 2010

LA SHOAH

Yehiel Mintzberg nació en Radom, Polonia. Vivió en el gueto de la ciudad hasta que, en 1942, fue trasladado al campo de exterminio de Treblinka en una de las tantas marchas de la muerte llevadas a cabo por el Régimen Nazi. Tenía diez años cuando fue introducido en una cámara de gas. Su único pecado fue el de haber nacido marcado por la religión judía. Ese mismo año se convocaba la Conferencia de Wanesse, en la que se pondrían a remojar las ideas y métodos de ejecución de la Solución Final del problema judío. Hasta la fecha, los judíos eran fusilados en bosques y edificios vacíos cercanos a las fosas comunes previamente cavadas. Era un proceso demasiado lento. Además, resultaba que los fusilamientos masivos tenían un efecto dañino sobre las propias tropas. Cosas de la naturaleza humana. Así que se decidió llevar a cabo un proceso de ejecución mucho más planificado, incluso podría decirse que industrializado. La principal diferencia entre los anteriores campos de concentración y los nuevos campos de exterminio estribaba en que, en los primeros, se llegaba al exterminio por medio del trabajo, mientras que a los campos de exterminio llegaban en cantidades industriales, como corderos camino del matadero, con el único fin de ser asesinados.

El proceso era sencillo y las órdenes claras. Las fuerzas policiales y las fuerzas del orden judía se presentaban en los guetos y organizaban grandes redadas. Los judíos eran conminados a dirigirse a una zona cercana al apeadero, donde les esperaban los trenes de ganado. Como ratas siguiendo al flautista de Hamelín, corrían los judíos al socaire de las órdenes y latigazos de los mandos policiales. En pocos minutos, los vagones de los trenes cargaban una multitud abigarrada de judíos. Durante el viaje carecían de agua y casi de oxígeno. Ahí comenzaba la primera de las torturas. A veces el viaje duraba días. De pie y con el aliento helado, la sed se hacía insufrible. Como describiera Primo Levi, superviviente de Auschwitz y autor de Si esto es un hombre, durante el viaje el aliento se les helaba literalmente del frío, con lo que soplaban sobre los perros del vagón y raspaban la escarcha blanca que se formaba para conseguir unas pocas gotas con las que humedecer los labios. Muchos alcanzaban el último estertor en el propio vagón de tren. Sobre todo los niños.

Al llegar a su destino se separaban en tres grupos: hombres, mujeres y niños. La Tramoya alemana comenzaba a funcionar desde ese instante. En el matadero de Treblinka, nada más poner los pies en el suelo, los judíos se encontraban con un paisaje idílico, rodeado de bosques y casas de madera. El propio apeadero se asimilaba a los de los pequeños pueblos polacos, con reloj incluido. Un reloj que siempre marcaba las tres. Venían a trabajar. O eso creían. Conforme avanzaba la caterva judía se iban topando con más trampas. Divididos por grupos, eran llevados a una sección donde debían desnudarse y dejar sus pertenencias a un lado a fin de ser desinfectados. Los objetos eran apiñados para luego ser enviados a unas barracas que apodaban “Canadá”, donde eran clasificados para su posterior envío a Alemania. Tras desnudarse y dejar sus pertenencias, les extendían un cordel para que anudaran sus zapatos, creando así la falsa ilusión de que tal operación sólo podía ser una garantía de seguridad y orden. Finalmente, eran conducidos a las duchas comunes en medio de un caos organizado. Y es que, como el pastor que garrotea a las cabras para que vuelvan al redil, los judíos recibían idénticos trallazos para sembrar cierto pánico y que se adentraran a las duchas con premura. El fin no era otro que el de acelerar el ritmo de la respiración para que inhalasen más aire dentro de las cámaras. Así, desde el techo comenzaban a caer las famosas cápsulas de Zyklon B, que se convertían en gas venenoso en contacto con el aire. En un minuto el suelo estaba repleto de cadáveres que posteriormente eran llevados en un montacargas a los hornos crematorios.

La operación se repetía día y noche. Desde Auschwitz a Treblinka, pasando por Majdanek, las fábricas de la muerte funcionaban a pleno rendimiento asesinando a miles de judíos diariamente. Tal es así que Kurtz Franz, el segundo con mando en plaza en Treblinka, se ufanaba de poder acabar con la vida de seis mil judíos en tan sólo setenta y seis minutos. No era el único de los enfermos mentales que movían los hilos de la Solución Final. Conocido es el caso del Doctor Mengele, quien no debió interiorizar muy bien el Juramento Hipocrático con el que desde la antigüedad se han comprometido los médicos de toda laya a actuar en beneficio del ser humano y no en su detrimento, apartándolos del prejuicio y el terror. Y es que la principal obsesión de Mengele fue la esterilización masiva de los judíos y la perpetuación de la raza aria. Para conseguir lo primero luchó con denuedo, hasta que abandonaron el programa por una simple cuestión matemática: el proceso era demasiado lento. Era preferible pasarlos por el matadero. Muerto el perro… Para lo segundo hizo todo lo que estuvo en sus manos. Fue tal la obsesión que muchos de los niños que bajaban de los vagones de tren pasaban por sus laboratorios para correr una suerte de conejillos de india. Especialmente trabajó con los gemelos, a fin de establecer las causas genéticas del nacimiento de gemelos para poder llevar a cabo un programa que doblara la tasa de nacimientos arios. Una buena muestra de cómo la ideología, aun siendo tan perversa, cabe en la ciencia cuando se desmocha la propia deontología.

Y así, uno por uno, fueron perdiendo la vida hasta llegar a los seis millones de judíos muertos. Considerando que en 1933 el número aproximado de judíos en Europa era de nueve millones, cabe imaginar la magnitud que alcanzó el Holocausto. Dos de cada tres judíos murieron en un programa de neurosis institucionalizada donde se apagaron las sonrisas de miles de Yehiel Mintzberg, figura arquetípica del inocente cuyo único pecado mortal fue el de haber nacido marcado por la religión judía. Una religión perseguida a lo largo de los siglos. Desde la Varsovia del 39, pasando por la aljama de Sevilla en el Siglo XV, retrayéndonos hasta la Diáspora, así como las lanzadas de Nabucodonosor y el cautiverio babilónico, la historia se repite en un bucle maldito para los judíos. Y los ecos de tanta humillación y escarnio llegan hasta nuestros días.

A las diez de la mañana, las sirenas aéreas sonaron durante dos minutos en todo Israel el día de ayer. Como todos los 27 de enero tuvo lugar la triste Shoah. Es el día del recuerdo oficial a las víctimas del Holocausto judío. Durante dos plúmbeos minutos el aire se vuelve más denso, casi irrespirable. Los transportes públicos se paralizan y los transeúntes se detienen mostrándose hieráticos para alzar sus rezos y memorias. Los locales y comercios cierran. Todo Israel se vuelve de piedra. Una piedra fría como la de los muros levantados en los más de cuarenta campos de concentración y seis de exterminación.

La Shoah conmemora el día en el que los soldados del Ejército Rojo entraron en el campo de Auschwitz-Birkenau, dándose de bruces con un espectáculo dantesco. Seis mil hombres esqueléticos deambulaban de un lado a otro a lo largo y ancho del campo. Solos. Conforme los alemanes iban dando la guerra por perdida, Auschwitz se convertía en el matadero oficial. La SS se encargó de dinamitar la mayoría de los campos de concentración a fin de cubrir sus vergüenzas de cara a la comunidad internacional, pues durante la Guerra los Aliados expresaron su intención de procesar a los responsables de crímenes contra la humanidad. Sin embargo, los prebostes del Nazismo se fueron por la puerta trasera, la del suicidio. Una puerta que cruzan los más cobardes y débiles, al igual que detrás de cada proyecto megalómano y personalista hay un hombre empequeñecido que sale al mundo real bajo la máscara del endiosamiento. Tal era el caso de Hitler y Himmler, alfareros de la Alemania Nazi. Todo el mundo hubiese sentido cierto alivio al verlos salir de un búnker subterráneo con aspecto famélico tal como ocurriría décadas después con Saddam Hussein; pero su cobardía fue mayor. Al menos queda el consuelo de imaginarlos sufriendo ese difícil pulso que es el de enfrentarse a uno mismo hasta acabar con la propia vida.

Finalizada la Segunda Guerra mundial, los judíos que se libraron de ese descenso al Infierno de Dante que fue el Holocausto emigraron en su inmensa mayoría a Estados Unidos, Canadá y Australia. Muchos de ellos formaron grandes campamentos en Alemania con la ayuda de los Estados Unidos. Se produjeron a su vez éxodos masivos a la Tierra de Israel, a fin de encontrar la paz robada durante tantos años y ver hecho realidad el sueño de la comunidad judía. El 14 de mayo de 1948 se proclamó el Estado Independiente de Israel en el territorio otorgado por las Naciones Unidas. Con el Holocausto aún en la retina, los judíos fueron expulsados de los territorios árabes y se inició una nueva persecución que dura hasta nuestros días. Se trata de arrojar a los judíos al mar. De esta manera, el escarnio y la pesadilla se prolongan. No obstante, no son pocos los que escupen pestes sobre los judíos y el Estado de Israel, ignorando su pasado más reciente. Muchos de ellos llegan al extremo de negar el Holocausto inclusive.

Son capaces de tomarse la licencia de aleccionar al común de los mortales ufanándose de antisemitas mientras trituran al Nazismo. Olvidan que, como bien detallara Hayek en Camino de servidumbre, el nacionalsocialismo no fue un socialismo desvirtuado; más al contrario, fue el socialismo en su máximo esplendor. Echamos el telón sobre los hechos históricos ignorando que la teoría y la práctica del socialismo que llegara a Inglaterra encontró sus raíces en la propia Alemania. Que una generación antes de llegar a Inglaterra, Alemania contaba con un Partido Socialista con gran tradición en su Parlamento; y que el desarrollo doctrinal se llevaba a cabo en la misma Alemania, mucho antes de llegar incluso a Rusia. De ahí que el propio Hitler llegase a declamar que fundamentalmente nacionalsocialismo y marxismo son la misma cosa. Es más, las teorías liberales encontraron su principal obstáculo en la figura del propio Hitler. A fin de cuentas, conviene destacar que los primeros que pisaron los campos de concentración fueron los liberales. Así, se olvida que el socialismo es lo contrario a la libertad y en sus orígenes ya demostró ser una ideología de tintes totalitarios. Más sangrienta mientras más se ajustara a la doctrina misma. Como escribiera Raymond Polin: "[...]Los valores de libertad son valores de individualidad y diferenciación, mientras que los valores de igualdad lo son de asociación y socialización, hasta de homogeneización. Ambos van por vías de sentido diametralmente opuestas. Sostener derechos iguales a libertades iguales es ya un poderoso factor de desigualdad."

Y a partir de ahí, a tirar del hilo. Y a dar puntadas...

http://www.youtube.com/watch?v=pfn-G_AjvlQ&feature=related

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