martes, 7 de diciembre de 2010

LOS GUARDIANES DEL CIELO


Jugaron a ser Judith frente a Holofernes; pero en este caso, sus malas artes de Mesalina no consiguieron traerles la cabeza sangrante del tirano. Más bien al contrario. Éste, viendo desde lo lejos el brillo deslumbrante del metal afilado, abrió la jaula a sus leones con el consabido resultado. Y es que ocurre que el peligro agudiza el más subterráneo instinto de supervivencia, en esa misma ecuación por la cual la necesidad asfixia la mansedumbre. Y de esos polvos, estos lodos. Estado de alarma por aquí, sediciones por allá. Puestos a agarrarse a la jerigonza belicosa, y aprovechando la coyuntura económica que nos coloca frente al rescate, podrían poner a sonar las sirenas antiaéreas y con la boquita pequeña, las orejas gachas y la mirada baja, pedir una suerte de Plan Marshall que nos sacase del ridículo bananero al que asistimos. Quedando tan pocos cartuchos en las cananas, qué mejor manera de aprovechar el tiro de gracia. Hay que atarse los machos y economizar hasta la pólvora.

Lo cierto es que el reloj de arena marca desde el sábado los quince días de estado de alarma en el que nos hallamos, un período durante el cual ni tan siquiera podrá disolverse el Congreso. Como si un violento maelstom hubiese arrasado nuestro país de costa a costa, comienzan a salir a flote los cadáveres, las miserias y las joyas que escondía la abuela bajo la alfombra. Y ese vicio tan español de hacer trampas en el solitario. De acuerdo a la tesis de Enrique Gimbernat, Catedrático de Derecho Penal, el planteamiento táctico llevado a cabo por el Ejecutivo tiene más de arreglo cortijero que de una auténtica jugada de acuerdo a los mecanismos de arrastre del Estado de Derecho. Como el niño pastueño y santo que, harto de cargarse a diario un buen desayuno de hostias en el colegio, decide una buena mañana dejarse las gafitas de empollón en casa y cornear al primer cabrón que inicie la piñonada, actuó el Gobierno ante el chantaje malicioso de los controladores aéreos. No era el momento, ni el lugar, ni la hora de recibir una sola más. Así fue que devolvió todas y cada una de las tortas que cada mañana le han ido soltando durante años por la gestión de la crisis económica y demás minucias. Y cuando la pasión y el acerbo pesan sobre la razón, todo vale. Máxime cuando tienes en tus manos las llaves del almacén del verdugo. Según el Catedrático Gimbernat, el incumplimiento deliberado de las obligaciones aéreas por parte de los controladores les hace incurrir en un claro delito de sedición, como bien señala la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea; pero como se trataba de devolver el mayor número de bofetadas en el menor tiempo posible sin que la navegación aérea se viese bloqueada, buscaron bajo tierra la posibilidad de tirar de controladores militares que ordenasen el espacio aéreo reteniendo a los controladores de AENA y al mismo tiempo dejar flotando la sombra del castigo. El militar en este caso, que siempre da más grima. Se trataba de crear ese ambiente servil y castrense en el que la desobediencia pudiese poner a los controladores civiles camino de Alcalá Meco de seguir con sus bravuconadas. Son esas reacciones barbitúricas las que pide la masa en momentos de sobrecalentamiento.

Ocurre, sin embargo, que el Cubo de Rubik no queda resuelto hasta que todas las casillas de cada cara queden homogeneizadas en color y forma. En caso contrario, hay que seguir dándole a las muñecas. Una vez declarado el estado de alarma, el tipo penal aplicable ha de ser el acorde a la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea y no lo descrito en el Código Penal Militar, según el catedrático, pues aquélla desplaza a éste en aplicación del principio 'lex generalis derogat lex specialis'. Además, ocurre que esa autoridad militar sería aplicable únicamente en casos de conflictos armados, por lo que el delito de desobediencia militar pareciera acercarse más a un una mera trampa de cuentos de brujas. El ejecutivo de Zapatero, en un intento desesperado por poner en línea las piezas de la manera más rápida posible cayó en errores de fondo y forma. Con la fusta militar en ristre tras la declaración del estado de alarma y los controladores civiles volviendo a poner las posaderas en sus puestos con la resignación de un monaguillo, todo parecía una victoria ganada a pulso con una furia que ni la del Saqueo de Amberes. Pero nada más lejos de la realidad. La declaración misma del estado de alarma tiene más grises que claros. Siendo ésta susceptible de ser declarada bajo situaciones de catástrofes naturales, crisis sanitarias y situaciones de desabastecimiento, sólo quedaba como asidero el punto de paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad; pero resulta que el apartado 4.c de la paralización sólo es aplicable en relación con uno de los puntos anteriores, por lo que la declaración del estado de alarma resulta, cuanto menos, forzada con cola de pegar. Aquellos que se plantaron ante los micrófonos con los redaños de un arcabucero cabreado hablando de secuestro por parte de los controladores civiles a los ciudadanos, redoblaron la villanía usando los mecanismos de defensa de un Estado de modo arbitrario y caprichoso. Y es que, a falta de escrúpulos éticos y estéticos, que prime la máxima del bueno de Don Alejandro el Grande frente al nudo gordiano, según la cual lo mismo da deshacerlo que cortarlo. De eso se trató. Había que salir del cuadrilátero antes de besar la lona para reincorporarse al instante a la lucha con renovados bríos.

Y frente a los militares de armas tomar, se hallaron en la otra orilla del tablero esos otros guerreros de terracota que solamente con su silencio e inmovilismo acollonan a la ciudadanía más que mil cañones. Unos controladores civiles que reaccionaron ante el Real Decreto del viernes con la misma razón que emplearía un trilobite paleozoico. Lejos de las bravatas de Semana Santa y verano, esta vez optaron por jugársela al todo por el todo. Pero se olvidaron de que, a veces, no sólo falla el cálculo estratégico a la hora de elegir el momento de abrir la andanada, sino que falla la razón misma. Con una sociedad cabreada ante esta nueva aristocracia que se mete en el bolsillo trescientos cincuenta mil euros anuales, cobrando así el doble que sus compañeros europeos y conformando tales emolumentos el setenta por ciento del coste de prestación del servicio aéreo de navegación, la batalla se antojaba poco más que complicada para los gendarmes del aire.

Con ese lenguaje tramposo y meloso con el que se intenta convencer a los demás cuando se camina sobre el filo de la mentira, trataron de hallar la pena penita en la masa adocenada a base de repetir mantras y letanías victimistas respecto a la explotación laboral que venían sufriendo. Denunciaban que muchos de los controladores llegaban a trabajar entre ciento ochenta y doscientas horas mensuales, lo que a ojo de buen cubero les salía por una media de siete u ocho horas diarias. Semejante situación produjo de repente unas alteraciones metabólicas que ni el agua de Chernobyl, cayendo en graves depresiones, tan fáciles de colarlas al médico encargado de firmar el certificado. Sin embargo, tal explotación laboral no resultó ser tan dañina cuando esa misma cantidad de horas trabajadas se cobraban a precio de pepitas de oro en el mercado de las horas extras. Así, venían trabajando desde 1999 alrededor de seiscientas horas extras al año sin que sus fluidos vitales se resintieran lo más mínimo; pero como a raíz del Santísimo Decreto la gallina dejaría de poner huevos dorados permitiéndoseles un máximo de ochenta horas extras, sus cuerpos dijeron basta. Y todos a la vez. Fuerte tuvo que ser la reacción y el dolor. Esa suerte de convenio colectivo vitalicio del que disfrutaban desde hacía una década y por el cual gobernaban los cielos junto a AENA incluso respecto al número de controladores precisados y sus condiciones, tuvo que caer por su propio peso como caerían los privilegios feudales siglos ha.

Se atribuyeron el papel exclusivo de Guardianes del Aire sin que nadie ni nada pudiera interponerse, pues, a fin de cuentas, son miles los ciudadanos cuya seguridad depende directamente de sus servicios; pero resulta que también requieren de los servicios de las enfermeras, los cirujanos, los médicos, los panaderos y hasta de las depuradoras de agua. Ya lo escribió Adam Smith: «Mercado abierto, fomento de baratura». Todo monopolio o estructura gremial se ha mantenido a lo largo de la historia en base a la centralización y el hermetismo del Estado, obstaculizando cualquier proceso de libre intercambio. En el mercado, el salario se determina de acuerdo a lo que el empleado produce, por lo que es un coste de producción más como la electricidad o el agua utilizada. Todo cambia cuando a falta de libre circulación de trabajadores se crean las condiciones óptimas para la creación de la endogamia profesional, como ha terminado ocurriendo en el caso de los controladores civiles. Obvio es que les importa una aljofifa la seguridad. Es más, cabría evaluar cuántos de los controladores civiles acabaron sentados en una torre de control por pura vocación y no por el peculio. Por ello, llegó el momento de agarrar la maza y hacer ciscos el imponente Moloc que levantaron en cada una de esas torres de control a las que la competencia no puede llegar por culpa de esas fronteras laborales que han levantado, ladrillo a ladrillo, hasta convertirlas en feudos inexpugnables. Pero nada es para siempre. Torres más altas cayeron y así luce Pompeya.

Keith Joseph, el Ministro del Pensamiento, como conocían al que fuera asesor de Margaret Thatcher, llamaba «los hombres de la úlcera de estómago» a los grandes empresarios que pasaban sus días caminando con los pies desnudos sobre el filo de la navaja de la incertidumbre. Las razones eran obvias. Son esos ciudadanos que viven en esa fina línea que separa lo previsible de lo aleatorio, el todo y la nada. Pueden ganar mucho dinero, sí; pero la fortuna camina en sentido diametralmente opuesto a la seguridad. En el caso de los controladores aéreos, viven bañados en oropeles y con una vida al margen de los riesgos y peligros de la competencia. Ahora, con el nuevo Decreto, hablan de explotación y de un servicio exprés por el cual han de estar disponibles para cuando AENA los requiera. Sus ábacos han dejado de funcionar. Las cuentas no terminan de cuadrarles. Ignoran que lo llevan en el sueldo. Sería el momento de mirarse una buena mañana al espejo y preguntarse si están en el lugar adecuado, allá donde siempre quisieron estar; y elegir si preferirían permitir la entrada de una libre competencia en el puesto que irremisiblemente tiraría los salarios a la baja o, por el contrario, cerrar las bocas evitando así que las moscas busquen el olor flatulento de la mierda. Soplar y sorber a la vez no puede ser.

lunes, 22 de noviembre de 2010

martes, 16 de noviembre de 2010

LA OTRA MEMORIA HISTORICA: LOS GAL



I

El lunes 9 de Mayo de 1994, un día después de la comunión de su hijo, el hasta entonces número dos de Interior, Baltasar Garzón, anunciaba su dimisión como secretario de Estado del Plan Nacional contra la Droga con el rostro de aquel a quien le roban las joyas de delante de sus ojos para ser arrojadas a una piara de marranos: «Felipe González me engañó y me utilizó como un ardid electoral el pasado 6 de junio. Las promesas que me hizo de luchar contra la corrupción y a favor de la regeneración democrática no se han cumplido por la actitud pasiva del presidente. Quienes predijeron que me estaba usando para dar una imagen de lucha contra la corrupción y predijeron este desenlace en mi carrera política han acertado en gran medida», dijo con voz temblorosa. Finalizaba así la luna de miel de lo que, a todas luces, parecía ya en sus orígenes un matrimonio de conveniencia. Fueron muchos los que respiraron con alivio y destensaron el nudo de sus corbatas tras la dimisión del superjuez de Torres. La nube negra se esfumaba.

Apenas un año antes, el 4 de junio de 1993, Garzón demostró en el mitin de cierre de campaña en la Casa de Campo que no estaba solo. Al menos de puertas afuera. Y es que, aquel que diera carpetazo a los GAL un mes antes para dar el salto a la política, se situaba en las encuestas del CIS por delante de Aznar e incluso Felipe González en cuanto a popularidad, según le advirtió su mentor y lazarillo político, José Bono. Una encuesta que jamás vería la luz de las portadas de los periódicos gracias a las virtudes taumatúrgicas de Alfredo Pérez Rubalcaba. Pero Garzón siempre tuvo claro que no había dejado la Audiencia Nacional para convertirse en el abrepuertas de González. No le bastaba con ser un Apóstol: venía en calidad de Mesías. Tal es así, que según narró Juan Carlos Ibarra en el juicio por el secuestro de Segundo Marey, Baltasar Garzón no se había colgado el paracaídas para saltar al campo de la política como un diputado raso –como le advirtió el presidente autonómico que ocurriría– sino que el juez se hallaba plenamente convencido de que sería Ministro del Gobierno. «Sé que voy a ser ministro. Si Felipe no me hace ministro, se va a acordar toda la vida». Para entonces, Garzón ya había pegado el aldabonazo en Moncloa como sereno del vecindario para darle el parte médico de los GAL al Presidente. Dejaba así los bártulos de la Audiencia Nacional y se iba con la música a otra parte. Como el ratoncito del cuento, le prometió a González pasarse las noches durmiendo y callando, dejándolo todo atado y más que atado en los cajones de la Audiencia de modo que no pudiera reabrirse el caso GAL.

«Esta es una cuestión de cojones. Aquí no se puede echar a nadie, hacer ningún tipo de limpieza, porque todo el mundo tiene cogido a todo el mundo por los cojones», le espetaron desde Ferraz a Garzón. Y es que el juez que años atrás se encargara de poner entre barrotes a Amedo y Domínguez, se presentaba ahora como el paladín de la corrupción. Siendo el PSOE la casa de Tócame Roque y un coladero de ratas de alcantarilla, no dudaron en levantarse en armas contra el encumbramiento político de Garzón. Los Húsares de la Muerte del guerrismo abandonaron el campamento de invierno tras el estéril enfrentamiento entre los dos brigadieres sevillanos a razón de los escándalos del Vicepresidente y su hermano. José Barrionuevo, por su parte, no se mostraba dispuesto a compartir laureles con aquel que encarcelara a sus zapadores durante la guerra sucia, amenazando con su dimisión frente a González. No fue el único. Como hormigas africanas en hilera, se sumaron José Luis Corcuera, Rafael Vera y Eligio Hernández. Y es que temían a Garzón más que a la fiebre amarilla. Razones no les faltaban.

Tanto González como Garzón poseían esa altanería casi castrense del mediocre que es aupado hasta la cima sin más virtud que la del carisma. Vanidad de vanidades; pero como el carácter es destino, ambos habrían de desenfundar sus espadas más temprano que tarde. Los días pasaban y las promesas del Presidente no se materializaban. Al contrario, el jienense no hallaba más que puertas cerradas y una suerte de ley del silencio a su alrededor. Su olfato de comadreja le decía que algo sucio se cocía en las oscuras cocinas de Ferraz. Quien se viera a sí mismo como portada del partido no dejaba de ser una mera caricatura en las páginas interiores. Lo primero que hicieron fue colocarlo como delegado del Plan Nacional contra la Droga, adscrito al Ministerio de Sanidad y Consumo. «Yo no he venido aquí a dispensar metadona y jeringuillas», le inquirió al Vicepresidente del Gobierno a la sazón, Narcís Serra. A las pocas semanas, el Plan Nacional contra la Droga pasaba a competencias del Ministerio de Asuntos Sociales, hecho que le siguió molestando profundamente. Sin quererlo, se había convertido en un simple alfiz sobre el tablero del ejecutivo. Por ello, protestó ante Felipe González viendo de la manera que estaba siendo ninguneado por el Partido. No había salido por piernas de la Audiencia Nacional para convertirse en un Gólem de barro al servicio del Presidente. Finalmente, terminaron pasando el Plan al Ministerio del Interior, donde las dagas afiladas comenzarían a rozar cuero.

José Luis Corcuera, Ministro del Interior en agraz, conocía el interés de Garzón por desmochar al Partido Socialista como ya anunciara durante la campaña electoral. También sabía que había pedido a González su propia cabeza y la de Solchaga por los escándalos con los fondos reservados y el caso Ibercorp. No obstante, en Interior le mandaron a dirigir la lucha contra la droga y el crimen organizado. Los planes que Garzón presentó a Corcuera eran, lisa y llanamente, la creación de una guardia pretoriana independiente de Interior al más puro estilo KGB o Gestapo, en la que él fuera el máximo responsable. Dicho cuerpo debería funcionar con un mando único, un presupuesto ilimitado y un único confesor: Felipe González. El Litri –como conocían a Corcuera en la intimidad por su pasado de electricista– no necesitó consultar su horóscopo para conocer la carta de navegación que trataba de desplegar Baltasar Garzón. Sabía que darle manga ancha al Mesías sería tanto como darle una tuneladora en medio de un monte plagado de cardos, que es lo que era a fin de cuentas el Partido Socialista. «Yo te doy el dinero de las multas de tráfico y tú te administras como puedas», fue lo máximo que consiguió del titular de la cartera de Interior. Agua de borrajas. Pero el viento cambió de rumbo con la dimisión de Corcuera a finales de 1993. Antoni Asunción, su sustituto en el cargo, vio con buenos ojos el programa de Garzón; pero al juez le duró apenas un suspiro el ensalmo. La fuga de Roldán en abril de 1994 forzó la dimisión de su mecenas, Asunción. Poco antes, sin embargo, firmó como medida profiláctica el decreto que convertía a Garzón en Secretario de Estado de Interior con mando en plaza para coordinar todo el aparato represivo. Felipe González, viéndole las orejas al lobo, dio un giro de timonel fusionando las carteras de Justicia e Interior, colocando al frente de semejante portaviones a su palafrenero Juan Alberto Belloch. Y éste, como era de esperar, no tardó en lanzar a Garzón por el derrocadero. «Me dice Belloch que quiere tu dimisión. La quiere ahora mismo», le expuso lacónicamente Margarita Robles. Jaque mate.

Durante el debate del Estado de la Nación ni siquiera aplaudió la intervención de Felipe González. Su afrenta era toda una declaración de intenciones. Apenas dos semanas después tiraba la toalla. Su mente estaba ya de nuevo en los cajones del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. Y dos nombres concretos aparecían como burdos ectoplasmas: José Amedo Fouce y Michel Domínguez Martínez.

II

A cencerros tapados, cuando el Sol ya comienza a caer y los pasillos de la Audiencia Nacional se encuentran vacíos, entraba un coche de la Policía Nacional en el garaje de los juzgados sin ni siquiera identificar a sus ocupantes. Ni el servicio de información de la Audiencia Nacional ni el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Ocaña tuvieron conocimiento del excarcelamiento relámpago. Michel Domínguez llegaba en son de guerra. Tanto él como el ex subcomisario de Información de Bilbao, José Amedo, llevaban cinco años pudriéndose en prisión de los ciento ocho a los que habían sido condenados. Venía dispuesto a darle un ultimátum al juez que en escasos días abandonaría los juzgados para dar el gran salto a la política de la mano de González. La reunión parecía más un encuentro de borrachuzos acodados en la barra de un bar al cierre de la noche que una declaración. Ni secretaria, ni acusaciones particulares, ni su abogado Manrique, ni fiscal. Solos en la calma chicha del atardecer. Domínguez se decidió por fin a templar las cuerdas de su lira y cantó: «Si el asunto no se lleva esta misma semana al Consejo de Ministros, habrá sorpresas». Le sugirió, además, que tanto él como Amedo poseían pruebas que comprometían a altos cargos del Ministerio del Interior, incluido a José Luis Corcuera. También recordó la manera en la que fueron engañados, cuando su anterior abogado, Gonzalo Casado, les aseguró que Felipe González les tendría preparado el indulto para 1993. En Interior sabían que Amedo y Domínguez eran como un puñado de minas enterradas en el suelo. En cualquier momento podrían estallar armando la de San Quintín. De ahí que, ante el temor a que delataran, incluso planearan esa suerte de fuga circense según la cual debían dejarse barba, hacer gimnasia a diario en el patio y que un furgón los llevara a Portugal para lanzarlos después hasta Costa Rica.

Así las cosas, entre puños sobre la mesa, amenazas y la sombra gris de una familia hecha ciscos, con su mujer recién operada de cáncer y unos hijos que llegarían a cuestionarse un buen día si su padre fue un asesino, le puso una a una todas las cartas sobre la mesa al juez Garzón. Éste, con la sangre corriendo por sus venas a ritmo de tantán ante las revelaciones de Domínguez, le aseguró que se presentaría a las elecciones como número dos del PSOE por Madrid y que sería nombrado ministro, por lo que le sugirió con la calma de un encantador de serpientes que callasen durante una temporada más. Venía a prometerle en ese lenguaje inefable de miradas y gestos que su silencio valía un indulto si seguían sin comprometer al Ejecutivo. Garzón entraba así en política con una bala dorada en el tambor de su pistola que podría disparar si Felipe se atrevía a utilizarlo. Y así fue.

En Mayo de 1994 colgaba las botas, aún lustradas y brillantes tras sus escasos minutos de juego en el campo de la política, y ya en Julio abría la veda de la caza del zorro. Por su mente sólo volaba la idea de la venganza. Y por almudes. Una aciaga tarde de Julio, el bueno de Michel Domínguez hizo fonda en un restaurante al regreso del Santo Sepelio de su padre y por el cual obtuvo un permiso penitenciario. Al salir, se encontró con la cerradura de su coche forzada de una manera limpia. En su interior todo se encontraba en orden. Tan sólo había desaparecido una pequeña libreta en la que anotaba información personal sobre los GAL así como apuntes de sus cuentas corrientes. A los pocos días, aparecía en la redacción de El Mundo un alma seráfica que, casualmente, encontró la libreta en el banco de un parque. El destinatario era Melchor Miralles, aquel que hallara el segundo zulo de los GAL en Col de Corlecou casi diez años atrás. El 25 de octubre, por esos azares de la vida, los astros se alinearon de manera que Garzón se dirigió a Pedro Jota en una providencia: «Requiérase al Sr. Director del periódico El Mundo para que facilite a este Juzgado cualquier dato que obre en su poder publicado o no publicado, siempre que no se quebrante el Secreto profesional en relación a José Amedo y Michel Domínguez y su vinculación con los G.A.L. y su presunta participación en el Secuestro de Segundo Marey»

Al tiempo, el titular del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional viajaba por su cuenta a Ginebra para revolver junto a sus colegas europeos la posibilidad de ir a tiro hecho e investigar los Fondos del Ministerio del Interior en Suiza a fin de coger con las manos en la masa a Corcuera o Barrionuevo. Logró averiguar que las mujeres de Amedo y Domínguez poseían cuentas abiertas en Suiza a las que llegaban cantidades millonarias desde los fondos reservados del Ministerio del Interior a manos del secretario de Rafael Vera y el Guardia Civil Félix Hernando –quien sería ascendido con los años a General de Brigada de la UCO tras su padrinazgo con el confidente Zouhier antes del atentado del 11-M –. La suma, aproximada a los quinientos millones de pesetas, no había sido tocada aún. El juez propuso a Amedo que sacaran el dinero de modo que sólo implicaran a Interior; pero tanto el ex subcomisario como Domínguez eligieron no rozar una sola peseta de sus favores y silencios. A su regreso, Baltasar Garzón reabría los sumarios por el secuestro de Segundo Marey y los cuatro asesinatos en el restaurante Mon Bar de Bayona. Como hilanderas, iba trenzando poco a poco las fibras que más le convenían para dejar bien atada su cruzada personal. No sólo quedaba claro que se usó el dinero de los fondos reservados para financiar la guerra sucia de los GAL, sino que, según se iba alumbrando, eran muchos los que vieron en ello una mina de oro que ni las del Perú. Por esta razón, sabía que colocándole el horcate en el cuello a Amedo podría tirar de la carreta de Interior dándole la del palo y la zanahoria.

III

José Amedo Fouce, subcomisario de la Brigada de Información del Cuerpo General de Policía de Bilbao durante los años del GAL, era la figura arquetípica, el molde de arcilla del policía chulesco y altanero para el que los fines siempre justifican los medios. De mirada penetrante, rasgos sombríos y pose hierática, podría pasar por una escultura románica tallada en mármol de Rosetta si no fuera por su destreza de movimientos en la noche. Aficionado a los prostíbulos y a los casinos, llegó a gastar hasta nueve millones de pesetas en un solo año apostando al black jack en el Hotel Londres de San Sebastián. Un dinero que le quedaba grande a un simple funcionario de la Policía. Y un dinero con el que se hospedaba en el Hotel Ritz de Lisboa, lugar donde contrataba personalmente los servicios de unos mercenarios de segunda con más ganas de cobrar que de apuntar. Por pura chabacanería o provocación macabra, en su documento de identidad falso no figuraba escrito su nombre auténtico, sino el de Genaro Gallego Galindo.

Con Amedo se toparon las investigaciones a través del hallazgo del segundo zulo en Col de Corlecou, donde hallaron pelucas, armamento correspondiente a una partida exclusiva de la Policía y documentos que vinculaban a los mercenarios con el segundo nivel operativo de los GAL. Así fue que, en Diciembre de 1987, la Audiencia Nacional citaba a declarar por primera vez a José Amedo por su participación en la creación de los Grupos Antiterroristas de Liberación. Meses después, tanto él como Michel Domínguez, un pobre inspector de policía hijo de inmigrantes suizos que se vería en medio del Dédalo tan sólo por hablar francés, pondrían sus pies por vez primera en la Prisión Provincial de Logroño. El nerviosismo se adueñaba de la cúpula del Ministerio del Interior. Ante el temor a que delataran a sus superiores en el organigrama del GAL, pusieron en marcha el famoso plan de las cartas portuguesas. Con él, se trataba de comprar la rectificación de los mercenarios presos en Portugal. Para ello debían declarar por escrito que inculparon bajo presiones a Amedo y Domínguez. Al poco tiempo se demostraría que no fue más que un montaje más propio del cine B que del enorme aparato encargado de controlar los cuerpos de represión del Estado.

Los años pasaban y los dos policías seguían cumpliendo con su papel de cabezas de turco. Viendo que ninguno de los indultos prometidos, ni el de González ni el del Garzón-Político, llegaba, decidieron inflarse el pecho de valor y pinchar el hueso de Interior. En Febrero de 1994, Amedo le enviaba una carta de cinco folios a Juan Alberto Belloch que concluía: «Me consta que de no tener respuesta inmediata en los próximos días, ella [su consorte] junto con la esposa del señor Domínguez, pondrán en conocimiento de Su Majestad el Rey la situación que en esta carta le manifiesto a usted, ampliando circunstancias que indudablemente resultarán desagradables para el Jefe del Estado».

Posteriormente, tanto Amedo como Domínguez consiguieron declarar ante Garzón como testigos protegidos, de modo que optaron por soltarse la correa y contar todo cuanto sabían de los veintisiete asesinatos de los GAL y lo que serpenteaba por las cloacas del Estado. Incluso se encargaron de mantener informados a José María Aznar y a Pedro Jota Ramírez. Todo valía con tal de cubrirse bien las espaldas. Mientras tanto, el CESID husmeaba el aire como un perro de presa en busca de cualquier rastro de Amedo. Los cachorros de Manglano trataron de grabar la entrevista que tuvo lugar en la sede de El Mundo entre el abogado de Amedo y Domínguez, Jorge Manrique, y el que fuera Secretario General del PP, Francisco Álvarez Cascos. Incluso llegaron a vigilar a Manrique desde el piso contiguo al suyo.

Al tiempo, en vísperas de la Navidad de 1994, un terremoto sacudiría las bóvedas de Interior. El juez Garzón sacaba de la madriguera a un buen puñado de zorros para ponerlos esa misma noche entre rejas como aviso a navegantes. El Jefe Superior de Policía de Bilbao, Miguel Planchuelo; el ex Jefe del Mando Antiterrorista, Francisco Álvarez; los agentes de la Brigada de Información de Bilbao, Julio Hierro y Francisco Sainz Oceja; y su primer gran trofeo de caza mayor: Julián Sancristóbal, Gobernador Civil de Vizcaya. Usando a Amedo y Domínguez como correas de transmisión, había conseguido poner en movimiento todas aquellas fuerzas centrífugas que le acercarían al pináculo del Ministerio del Interior, y así, peldaño a peldaño, poder incluso cazar con sus propias manos a su archivillano particular: el Señor Míster X.

IV

Como si de una chica Almodóvar se tratara, el juez Garzón le pasó en su despacho a Amedo el guion que le tocaría interpretar minutos después ante el Fiscal de la Audiencia Nacional aquel 16 de Febrero de 1995. «Señor Amedo, ¿quién le entregó a Julián Sancristóbal el millón de francos franceses para financiar el secuestro de Segundo Marey?», interpeló el Fiscal. A lo que el ex subcomisario respondió con gesto hosco y seco: «Rafael Vera, secretario de Estado de Interior». No hizo falta más. Mate ahogado. Rafael Vera mordía el polvo y pasaba esa misma noche ladrando a la Luna en la prisión de Alcalá Meco.

Mientras, tanto Planchuelo como Sancristóbal pasaban las noches de duermevela entre rejas con una corazonada que les llegaba hasta el tuétano de los huesos del alma. Garzón estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de subir peldaños hasta llegar a Felipe González. Por tanto, sabían de la manera que se las estaba gastando con los alevines del organigrama como Amedo a fin de lanzar el arponazo definitivo que le trajera a Corcuera, Barrionuevo y Belloch. Necesitaba pruebas y no meros indicios. Por la condición de aforados de todos ellos, Garzón debería dejarlo todo perfectamente atado a la hora de inhibirse y pasar el caso a manos del Tribunal Supremo, que sería a quien le correspondería enjuiciarlos en ese caso. Por ello, el que fuera número dos de Felipe por Madrid, jugaba a correr una suerte de Tribunal de los Tumultos condenando a Sancristóbal y compañía más a la crucifixión del remordimiento y la carga de conciencia que a la pena de los barrotes. Sabía que así, tarde o temprano, delatarían a sus superiores al ver cómo éstos se salían de naja.

A Planchuelo la sangre se le volvió pura lava al enterarse que el PSOE había pagado los doscientos millones de pesetas de fianza a Rafael Vera. Quedaba claro que el Gobierno de González había abierto un cortafuegos que separaba a los suyos de los policías. A los unos les salvaría el culo a cualquier precio mientras que a los otros los dejaría marchitarse como una hoja seca. Así las cosas, cargaron sus baterías de cañones y se decidieron a declarar de nuevo contando todo lo que sabían de sus superiores. Una vez más, a Garzón no le fallaron los cálculos de su ábaco. De nuevo sus cajones se convertían en la Caja de Pandora que un buen día abriría.

Tanto Planchuelo como Sancristóbal cantaron con el alma en los labios todo cuanto sabían, al igual que ya hiciera Amedo y Domínguez, alzando sus acusaciones hasta el piso superior de Interior. Incluso declararía el ex Secretario General del Partido Socialista de Euskadi, Ricardo García Damborenea, quien le dijo al juez con esa mordacidad tan suya: «La decisión de una respuesta activa frente a ETA la tomó personalmente el Presidente del Gobierno Felipe González en la primavera de 1983 […] Esto es así de claro y no admite matizaciones. Yo no habría dado aliento político a los Grupos Antiterroristas de Liberación si no hubiese tenido claro, sin la más mínima duda, que González lo quería». Para Garzón, semejantes declaraciones fueron como miel sobre hojuelas. Obtenía así el salvoconducto que le permitiría cruzar la frontera para llegar al Alto Tribunal.

A finales de Julio de 1995, Garzón le remitía al Tribunal Supremo una exposición en la que implicaba a José Barrionuevo, Txiki Benegas, Narcís Serra y Felipe González Márquez. Con esa autosatisfacción de mantis resentida que consigue zamparse a su consorte de un bocado, presentó la acusación de pertenencia a banda armada en grado de fundador que le correspondía a Felipe González. Era el momento de subirse a lomos de su Rocinante para acudir a la Sala Segunda del Tribunal Supremo y pasarle el relevo al Presidente, Fernando de Cotta y Márquez de Prado.

De todos los comienzos posibles, el suyo fue el peor. Sus predicciones de vieja sibila chocaron contra el malecón de los fiscales. Tanto que el Fiscal General del Estado se opuso a la tramitación del sumario de los GAL porque, según su interpretación, «no se dan las condiciones para adoptar la decisión de solicitar el suplicatorio e interrogarle como imputado [a González]». Sí aconsejaron en cambio que pidiesen el suplicatorio al Congreso para interrogar a Barrionuevo. Pero los peñascos se sucedían en el camino. Las irregularidades eran al sumario de Garzón lo que las espinas a las rosas. Repleto de declaraciones sin firmar, tomos sin numerar, pruebas de dudosa legalidad y otras tantas irregularidades, el sumario parecía más bien el trabajo de plástica de un parvulario. Descorchado por completo, terminaron optando por empezar de cero y llamar a declarar nuevamente al rebaño de chivos expiatorios. Todos se mantuvieron ternes en sus posturas. Al rosario de testimonios añadidos al sumario se sumaba el de Eduardo Luengo Garallo, quien fuera Jefe de Seguridad de La Moncloa. Según sus declaraciones, el Jefe de escolta del Presidente le confió un buen día: «Se va a crear una estructura clandestina en el País Vasco español y en el sur de Francia. Felipe González está dispuesto a ir a por todas».

De esta manera, a comienzos de 1996, el Tribunal Supremo dictaba un auto contra José Barrionuevo, ex Ministro del Interior, imputado por un delito de detención ilegal en el caso Segundo Marey. Garzón, como perro rabioso, pataleó bajo su baldaquino al enterarse de la resolución. Y es que José Barrionuevo no había tenido más que pasar por caja y pagar la fianza para seguir disfrutando de la libertad. Días después, tras reunirse con el instructor en casa del Presidente del Alto Tribunal, Fernando de Cotta y Márquez de Prado, el magistrado Eduardo Moner decidía ampliar los delitos a Barrionuevo e imputar además a Felipe González. Les atribuía los delitos de integración en banda armada en grado de dirigentes, detención ilegal y malversación de caudales públicos.

«Indicios y pruebas para incriminar a González existen hasta la náusea. Lo inverosímil, peregrino y fabulatorio para un tribunal es creer que José Barrionuevo, Rafael Vera, Julián Sancristóbal, Francisco Álvarez y Miguel Planchuelo creasen, organizasen, financiasen y coordinasen una banda terrorista sin el conocimiento y el consentimiento de Felipe González», escribió el juez Joaquín Navarro Esteban, que otrora fuera miembro del Partido Socialista Popular. Sin embargo, los vientos soplarían en sentido contrario con la victoria del Partido Popular en Marzo de 1996. El instructor sacaba entonces su botiquín de primeros auxilios, se enfundaba los guantes de látex esterilizados y, aguja en mano, se dispuso a coser chapuceramente las heridas. En un nuevo auto, le endosaba a la Audiencia Nacional los mochuelos de los nidos de la «creación, organización y financiación de los GAL», remitía el caso de los fondos reservados a la justicia ordinaria y le colocaba el mono de trabajo a Garzón para que siguiera instruyendo los asesinatos de dirigentes etarras en Francia.

Las acusaciones particulares, sin salir de su asombro, en un intento desesperado por cruzar el río aun tanteando las piedras, pidieron una serie de careos con José Barrionuevo a fin de conseguir que él mismo se pillara los dedos y comprometiera a González.

Con todo esto, el juez Moner levantaría la alfombra dejando a la luz todo lo que bajo ella se escondía; pero no la del Ministerio del Interior, sino la del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. «Retuvo siete meses el sumario sobre el secuestro de Segundo Marey para impedir que la causa fuese de inmediato al Supremo. […] Allí las declaraciones no se hacían como aquí. En la Audiencia Nacional nos reuníamos previamente con el juez y pactábamos lo que íbamos a decir y lo que no. […] En mi primera conversación con él, le dije que no iba a comprometer a ningún policía de mi rango. Garzón se encogió de hombros y me dijo: Eso no me importa, lo que yo quiero es tirar para arriba. […] Sí, me amenazó a mí y también a mi mujer [si no decía en cada momento lo que él quería]», fueron algunas de las palabras de Michel Domínguez a Eduardo Moner. El juez Garzón quedaba así al desnudo y poniendo en peligro el procedimiento mismo. De esta manera, se cerraba por fin el sumario pasándole la patata caliente a la Sala Segunda del Tribunal Supremo para su enjuiciamiento. Más de un acusado se pasaría las noches frotando con pasión su lámpara de aceite esperando a que se apareciera el Genio Maravilloso. Lo que no sabían es que, a veces, los milagros suceden.

V

El 22 de Enero de 1995, Rafael Vera mantenía una conversación con un magistrado del Tribunal Constitucional en la cual le confesaba, ruborizado como un infante enamorado, que deseaba un encuentro en su alcoba con José Augusto de Vega para que se hiciera cargo de su caso. Desbordado por la pasión, cayó en los brazos de la fiebre que le producía aquel provecto señor que fuera miembro del CGPJ gracias a los votos socialistas así como candidato propuesto por el PSOE para presidir la Audiencia Nacional. El puño y la rosa los unía como el poder unió a Marco Antonio y Cleopatra. Pero no era el único admirador secreto. No resultaba así casual que la plana mayor del partido descorchara sus botellas aquel Noviembre de 1996 en el que José Augusto de Vega fue nombrado Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, ocupando el trono de Fernando de Cotta y Márquez de Prado, ya jubilado. El ménage à trois estaba en sus fases preliminares.

«Tras una discusión muy jurídica, muy detallada y muy completa, la sala ha decidido por mayoría de seis votos a cuatro que los aforados no sean citados a declarar», sentenció de Vega ante los medios en la madrugada del 6 de Noviembre de 1996 en la que se reunieron para determinar si Felipe González debería comparecer como imputado.

La resolución del Supremo les daba alas a las rapaces de Interior. Según la misma, las declaraciones de Sancristóbal eran «una mera suposición» y las de Damborenea unas afirmaciones «carentes de corrobación objetiva». Además, la guerra sucia del ojo por ojo era para el Supremo «una infracción del orden social» que debería dirimirse en el Congreso. Argumentó también que para que existiera banda armada se precisaba una estructura y un número de miembros que Amedo y Domínguez no tenían. La resolución, expuesta por Cándido Conde Pumpido, ponía a tender al Sol la famosa y ridícula teoría de la estigmatización, según la cual se sustraía que citar a una persona como imputada ante indicios de comisión de delito podría manchar la respetabilísima honorabilidad del César, algo que no casaba muy bien con la estética cortijera del Partido, donde los señoritos habrían de mantener intacta su aura providencial. Cuatro magistrados se levantaron en armas ante la teoría en cuestión, entre ellos Roberto García-Calvo, para quienes inculpar no presuponía indicios de responsabilidad penal, sino que incrementaría las garantías de defensa del declarante, otorgándole una mayor transparencia a los representantes políticos. Con todo, la Sala Segunda del Tribunal Supremo echaba la llave a la posibilidad de pedir los suplicatorios para llamar a declarar a Serra, Benegas y a Felipe González. Con estos mimbres, la resolución tomaba los perfiles de la sentencia misma.

En junio de 1998 se producía la vista oral en la que Felipe González se personaba como testigo de Barrionuevo y no como imputado. Tras ella, José Barrionuevo y Rafael Vera serían asaetados públicamente y condenados a trece y diez años de prisión respectivamente. Garzón, escarnecido y humillado nuevamente por González, necesitaba, como el cachorro la leche, la manera de llegar al segundo asalto en el que apalear los riñones del Presidente.

VI

El 22 de Noviembre de 1999, con la ropa aún mojada por el chaparrón de hostias que le cayera años atrás a manos del Supremo y el chamizo de paja y adobe rodando por el suelo, Garzón no era más que un alma en pena y aherrojada. Así que, aprovechando la debilidad de sus horas más bajas, no dudaron en zarandearlo como al niño chivato en el colegio. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le devolvía envuelto en papel de regalo el sumario con el que intentaba cazar por segunda vez a Felipe González.

«No es lógico que, con los mismos argumentos, vuelva a implicar a Felipe González en los GAL por segunda vez», dijo el Fiscal Ignacio Gordillo. Y es que Garzón se lanzó a la yugular con un sumario que, en esencia, era un reflejo del anterior. Además, una vez más, había caído en el charco de las irregularidades. El principio de la «cosa juzgada» impedía que el ex Presidente fuera procesado por la Audiencia a no ser que se presentaran pruebas e indicios sustancialmente distintos. Con la desclasificación de los papeles del CESID a comienzos de 1997, creyó encontrar el cepo perfecto con el que González tropezaría en cualquier momento.

Cuando el Jefe de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales del CESID, Juan Alberto Perote, abandonó el centro de inteligencia, desplegó sus redes de arrastre y arrasó con todo lo que pudo. Antes de poner sus pies en la calle, el espía hizo copias a las microfichas donde quedaba en negro sobre blanco toda la información disponible acerca de los GAL, escondiendo en sus alforjas más de mil doscientos documentos clasificados, así como la famosa cintoteca. Sabía que desde ese momento caminaría con los pies desnudos sobre el filo de la navaja. No importaba. Removería cielo, tierra y archiveros con tal de implicar a los auténticos pastores de los GAL. Ver cómo sus amigos Sancristóbal y Francisco Álvarez se consumían en una celda mientras sus superiores se escondían bajo la mesa le encendió las luces de emergencia de las entrañas. Sabía, además, que el CESID montó bases clandestinas en Burdeos, Bayona y Hendaya y que le pasaba información a los mercenarios.

Con la filtración de algunos de los pinchazos telefónicos al diario El Mundo, Perote sería condenado a prisión por los tribunales militares. Pero llevaría consigo la Piedra de Rosetta de los GAL: las microfichas y documentos que supondrían el acta fundacional de los GAL, y los cuales implicaban a Narcís Serra, Alonso Manglano y Felipe González.

En ese momento, Baltasar Garzón agarró sus varillas de zahorí y se dispuso a remover la escombrera del CESID a fin de encontrar, esta vez sí, la forma de cazar a González. Antes de la desclasificación de los documentos, Garzón ya los había rastreado extraoficialmente, al igual que se había encargado de interrogar al que fuera casero del CESID, el General Manglano. Lo tenía todo más que atado. Había creado pruebas que vinculaban directamente a Manglano y González con la dirección de los GAL, a raíz del cuerpo de escritura que sustrajo de su encuentro con Manglano y que añadiría al sumario para ser cotejado con otros escritos del General.

El 18 de Noviembre de 1999, enviaba el escrito a la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Los vientos comenzaron a soplar fuertes y helados, como una galerna salvaje. Cuatro días después, la Sala de lo Penal le daba la espalda. Oliendo que el juez convirtió la cacería de González en algo personal, y con ese tufillo de venganza irreconciliable que desprendía, bloquearon toda posibilidad de hacer caer al que, a la luz de las declaraciones de sus inferiores así como los distintos documentos, fuera director de orquesta de la época más negra de nuestra democracia; esa en la que quienes tenían la obligación de salvaguardar los derechos de los ciudadanos y perseguir el crimen con las herramientas del Estado, se decidieron por trazar una bisectriz entre la Democracia y la Tiranía, enfundándose sus capuchas de verdugos y aplicando el ojo por ojo.

Felipe González Márquez pasaría el resto de sus días en la más absoluta impunidad, demostrando que las ratas, a veces, son más rápidas que el felino.

VII

Como el león que ruge levemente mientras duerme para aparentar que sigue en alerta, hablaba Felipe González para El País el pasado 7 de Noviembre. En sus declaraciones venía a sostener con esa autosuficiencia tan suya que podría haber machacado a la cúpula de ETA con el almirez de la guerra sucia; pero no lo hizo. Estaría en condiciones de competir así en beatitud con el mismísimo San Agustín, demostrando que pudo pero no quiso. Aunque los hechos tomaran perfiles distintos tras los asesinatos de dirigentes etarras como Txapela o Arenaza, así como Santiago Brouard, líder del brazo político de ETA, HASI. Por una de esas macabras casualidades de esta vida nuestra, tuvo que ser el Día de la Constitución en los pasillos del Congreso de los Diputados cuando Felipe González le increpó a Pedro J. Ramírez aquel 7 de Diciembre de 1987: «Lo que estáis publicando sobre los GAL es terrible, y si quieres que te diga esto por escrito, te lo diré por escrito. Lo único que tengo que negociar con ETA es que si ellos dejan de matarnos a nosotros, nosotros dejaremos de matarlos a ellos».

En este punto, chocan los deseos con la realidad como dos piedras de sílex. Ahora que es el momento de negociaciones en la sombra y trapisondas de cortijo, se hace más necesario que nunca conocer nuestra Historia más reciente a fin de no caer en el saco de la manipulación. Una época en la que los paladines de la democracia se pasaban por el Arco del Triunfo los derechos y garantías más elementales y donde el poder judicial se metía las evidencias allí por donde nunca sale el Sol. El bueno de González se fue de rositas, pero es obligado remarcar con trazo grueso que mientras daba protección a los suyos, dos policías al servicio de sus inferiores en el escalafón serían condenados a pudrirse en la cárcel durante ciento ocho años con muchos menos indicios de responsabilidad de los que gozaba el Corleone sevillano. Más de treinta atentados. Veintisiete asesinatos, varios de ellos con víctimas inocentes. Tan sólo tres de ellos fueron aclarados. Esta es la otra Memoria Histórica. Olvidar es tanto como perdonar. Es el momento de recordar. De lo contrario, todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

domingo, 31 de octubre de 2010

¡REMEDIOS VENDO QUE PARA MI NO TENGO!


Se fue por la escalera de incendios y con el alma agujereada como un queso de Gruyère. Choi Yoon-Hee, conocida en su país por sus más de veinte libros escritos sobre la felicidad y la esperanza, además de múltiples apariciones en televisión, se suicidó hace apenas unas semanas a los sesenta y tres años de edad. Su muerte linda entre lo aleatorio y lo previsto; entre lo arbitrario y lo causal. La Sacerdotisa de la Felicidad –como bautizaron a la buena de Choi– no supo agarrar por las solapas a la depresión con la misma fuerza que pregonaba en su apolillada Tabla de los Mandamientos de la Autoayuda. Su muerte encierra ese leve vientecillo frío de justicia poética. El alguacil alguacilado. En una carta de despedida, reconoció que sus padecimientos pulmonares y cardiacos le hicieron descender al sótano de las oscuridades del alma para nunca más regresar. De nada sirvieron sus propias lecciones. El dolor y la muerte que a todos nos igualan. Peaje y paso obligado de las Termópilas. En su epitafio cabría escribir a modo de inocente colleja: «¡Remedios vendo que para mí no tengo!»

Y es que si hay algo que manejan con manos de alfarero todos estos vendedores de cantos de sirena son los números. Los de la cantidad de libros vendidos en el mercado de la mal llamada autoayuda, claro está. Esa que predica con la inapelabilidad de un oráculo chino que la fe mueve montañas; que te levantes dos veces por cada talegazo que pegues; que riegues con mimo de madre primeriza los parterres del pensamiento positivo para acabar con tu enfermedad… Mantras y consignas repetidas hasta la nausea que descansan sobre los anaqueles de las librerías aguardando a que un pobre y lastimero corderito mueso se lance sobre ellas en busca de un poco de árnica para las heridas del alma. Y ocurre que a veces no sólo son del alma. Extendido el positivismo desaforado como una mancha de aceite, se cuela incluso entre los finos y lentos arroyos de la ciencia médica. Con el mundo de la pseudociencia en ciernes y el orientalismo ramplón mordiendo conciencias, no resulta extraño que hasta por las hendiduras de la puerta del despacho del oncólogo se cuele el humo de incienso que ventean los turiferarios de la peste New Age.

El cáncer, como bien escribiera el ensayista británico Christopher Hitchens en un artículo para Vannity Fair en el que detallaba su descenso al infierno de los moribundos, ya no se trata de una desgarradora enfermedad, sino de un pulso. «Incluso está en los obituarios de los que perdieron la lucha, como si uno pudiera razonablemente decir de alguien que ha muerto después de una valiente y larga lucha contra la mortalidad». Puro travestismo de la corrección política. Olvidamos así que la espada corta por igual en ambos sentidos. Tan nocivo es el exceso de pensamientos negativos como el de un optimismo alejado de la realidad. Así, entre las fases de negación, ira y aceptación que acompañan la enfermedad, parecen querer calzar a la fuerza una etapa inquebrantable de guerra y pensamiento positivo. Todo ello visto desde la barrera. Y así, a toro pasado, que todos terminemos corriendo una suerte de Manolete. Las cosas cambian cuando el morlaco se cuela por la puerta trasera de casa. «Déjenme informarles, sin embargo, que cuando uno está sentado en una habitación con otros finalistas, y gente amable trae una bolsa transparente de veneno y la enchufa en tu brazo, y uno lee o no un libro mientras el veneno se introduce en tu organismo, la imagen del ardoroso soldado o del revolucionario es la última que aparece. Uno se siente hundido en la pasividad, se disuelve en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua», añade Hitchens. Negar el dolor y la desgracia es negar la propia naturaleza humana. Y por tanto, glasearlo con un positivismo casi infantil linda pared con pared con el farragoso mundo de lo obsceno. Una cosa son las plumas de pavo real frente a los pequeños problemas del día a día y otra muy distinta es pavonearse con la insolencia del niño a quien le sale barba frente a los demonios y trasgos de la enfermedad. La periodista Milagros Pérez Oliva metió hace tiempo el dedo en la llaga preguntando al oncólogo José Ramón Germá: «Se está repitiendo tanto que la actitud frente al cáncer es crucial, que muchos enfermos, cuando se sienten deprimidos, cansados o desanimados, además de sentirse mal, encima se sienten culpables de no ser suficientemente optimistas, de no tener más ánimos. ¿Alguien puede asegurar que el estado de ánimo está separado de lo que ocurre en el organismo? ¿No podría ser una manifestación más del proceso biológico? ¿No le parece injusto ese mensaje para los que no pueden hacer nada por dejar de estar deprimidos?» A lo que el oncólogo que jugaba a ser San Pantaleón respondió: «Honestamente, he de decir que no había pensado en ello […] Desde luego, al oncólogo le va mejor que el paciente tenga una actitud positiva»

Vamos, que a la niñera le conviene que el bebé cagón deje de patalear y llorar no porque sea mejor para sus evacuaciones, sino porque así mantendrá sus preciosos dedos alabastrinos limpios y perfumados. La genealogía de toda esta nueva psicoterapia aplicada al cáncer la saca a colación con minuciosidad de relojero el psicólogo Gustavo Pérez Domínguez. «Respecto al caso concreto de la psicoterapia y su supuesto efecto médico, hace más de 20 años se asume por el público general y a veces por algunos oncólogos la supuesta eficacia de la misma para alargar la expectativa de vida. Los dos grandes iconos de esta tendencia son los estudios de Spiegel et al (1989) y de Fawzy et al (1993). Coyne et al, (Psychotherapy and Survival in Cancer: The Conflict Between Hope and Evidence) denunciaron las carencias metodológicas (muestras pequeñas, selección inadecuada de pacientes), los errores de interpretación estadística y, finalmente, atribuyeron el beneficio del grupo psicoterapéutico a tasas anormalmente negativas de evolución del cáncer en los grupos control (adicionalmente recogían varios metanálisis que no hallaban efecto médico alguno)» Botox y silicona contra el paso de los años. Cal blanca para las humedades. ¿Conviene confundir la realidad con el deseo? La mera voluntad es a la salud lo que la gestualidad a la economía. Humo de paja. La diferencia estriba en que los deseos apoyados única y exclusivamente en la sugestión mental pueden llegar a chocar con la afilada bayoneta de la realidad. El hecho mismo de barnizar al paciente con el tierno romanticismo de la batalla y la lucha mientras la enfermedad avanza a matacaballo no es sólo tramposo, sino altamente perjudicial. Podemos encontrarnos con un escenario donde el paciente, incapaz de afrontar la pelea dado el deterioro físico y emocional, opte por la culpa y la autodestrucción. «El planteamiento la-mente-es-la-leche puede ser ineficaz respecto a la progresión de la enfermedad, pero aun considerándolo un placebo bienintencionado, ¿qué mal hay en potenciar una creencia positiva? Pues que tiene un reverso negativo: la persona que cree que mantener un estado de ánimo óptimo o visualizar células tumorales en autodestrucción puede influir directamente en la progresión de su cáncer, muy probablemente asuma que no hacerlo (tener un día de mierda y no querer luchar o sentirse exhausto, rabioso y desmotivado a hacer la técnica) la lleva en el camino contrario: sentir que provoca su propia destrucción, hacia la culpa en suma, sin contar el efecto dominó en los allegados. Es decir: los significados también tienen su propia iatrogenia», concluía el psicólogo.

Pero como el Diablo nunca camina sólo en la noche, aun caben mayores perversiones. Alrededor de la cama del hospital se apiñan en macabro aquelarre todos aquellos espíritus malevos que dejan como fiesta menor a la Noche de Walpurgis en la cima del Monte Blocksberg. Los hay de todas formas y colores. Sanadores que aseguran curar el cáncer con sus propias manos; Venus esteatopígicas practicantes de la ayurveda; aguas milagrosas y raw food; Apóstoles del Reiki redirigiendo energías inteligentes; Essiac, flores de Bach, sonidos mágicos… Todo un mercado de abasto de charlatanería. Mientras tanto, el Instituto Nacional del Cancer de los Estados Unidos, con un presupuesto de cuatro mil ochocientos millones de dólares y como dependencia principal del mundo en la investigación del cáncer, jugando al ratón y al gato con una enfermedad que, al parecer, no necesita más que buenos pensamientos y unas manos bien colocadas para su sanación. Con la tranquilidad del que recoge la cartera del suelo al pobre abuelito para entregársela con una sonrisa de Mona Lisa al tiempo que se guarda en el bolsillo el pobre montante, prometen una sanación –previo paso por caja– que no llega. Miles de científicos en el mundo se devanan las entrañas del alma buscando la solución final al problema del cáncer refutando una y mil veces hipótesis que no terminan de dar respuestas, mientras otros tantos cantamañanas se dejan las preguntas para el entierro sentenciando con insobornable suficiencia tener en sus manos el deseado extintor que acabe con las llamas del infierno de la enfermedad.

Volviendo a las frías sábanas del hospital, entre engaños y medias verdades se suceden las palmaditas en la espalda, los punzones escribiendo planes de futuro en la tabula rasa del mañana, las sonrisas enmohecidas, los deseos y voluntades plastificados. Y «el humor tonto y repetitivo» del que habla Hitchens, siempre recubierto de ese burdo patetismo que se le dispensa al benjamín griposo. Hasta que llegan la resignación y el contrato. «La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos pocos años útiles, uno accede a someterse a la quimioterapia y después, si tiene suerte con eso, la radiación o incluso la cirugía. Así que éste es el trato: usted se queda un tiempo más, pero a cambio vamos a pedirle unas cosas. Estas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Parece un intercambio razonable». Pero también asoma, de tapadillo y a contrapelo, el desafío da la Guadaña, siempre tan crudo y alejado del romanticismo de la lucha. De igual que el animal herido de muerte se entrega a la derrota y al abandono hasta perecer en soledad bajo la sombra de una acacia, no queda más lucha que la resistencia pasiva. O lo que es lo mismo, la pura resignación y el «que Dios mande».

El Siglo XXI quedará marcado en la ruleta de la historia científica como el siglo de los avances en el estudio de la genética y, sobre todo, de la neurociencia. En el primero parecen perfilarse los contornos de un ser humano mucho más previsible y parcelado de lo que podríamos suponer. Tal es el caso del mismo dolor, pues según distintos estudios de la Harvard Medical School publicados en Nature Medicine así como los llevados a cabo por la Fundación Günenthal, «heredamos el punto hasta en que sentimos dolor», lo cual demuestra, con los datos en la mano, que la capacidad de soportar y sufrir distintas dolencias la traemos envuelta en papel de regalo desde nuestro nacimiento. De igual ocurre en el huerto de la neurociencia, cuyos avances demuestran que los tomates demasiado verdes o picados de nuestra compleja psicología no son más que el fruto de desequilibrios químicos. Toda una coctelera donde el exceso o defecto de garrafón, de aromas y distintas especias determinan incluso nuestra capacidad de relacionarnos o afrontar las adversidades, lo que deja en el cementerio de elefantes a la propia psicoterapéutica.

Con estos mimbres, resulta casi ofensivo que, marcados con la calza en la patita de la cuna a la tumba, nos imbuyan los sacristanes de la parroquia de lo correcto con los sucios mandamientos del onanismo optimista. Como dijera Milagros Pérez Oliva, detrás de tanto buenismo se encierra una de las mayores trampas e injusticias de la corrección política; esa que nos obliga a enfrentarnos sin temor «a Lestrigones y a Cíclopes, o al airado Poseidón» aun llegando al mundo desnudos, sin espadas y sin redaños suficientes para tal empresa. Es por ello que sean los predicadores del positivismo de charol los primeros en saltar del barco junto a las ratas cuando los mástiles comienzan a arder, como hiciera la buena de Choi Yoon-Hee. Otros tantos como Hitchens acabarán amaneciendo un buen día con el eco bordoneo de ese pasaje de Los Miserables que susurraba: «Soñé que mi vida sería / Tan diferente de este infierno en el que vivo / Tan diferente ahora de lo que parecía / Ahora la vida ha matado el sueño que soñé». Las trampas se pagan, incluso en la timba de los hospitales.

viernes, 8 de octubre de 2010

DOPAJE: ¿LEGALIZACION Y LIBERTAD? (III)


Cruzas el umbral de la puerta tarareando una canción de moda. Con uno de esos gestos chulescos y despreocupados que necesariamente viste en una película americana y que ahora repites, lanzas las llaves sobre el cenicero de la mesa del salón. Te felicitas por tu buena puntería al tiempo que te acicalas de pasada frente al espejo del zaguán. Frunces el entrecejo mientras aguzas las pupilas para asegurarte de la hora que marca el reloj de cuco de la pared. De puta madre. Arrastrando los pies como un moribundo caminando hacia la luz, te plantas en la cocina. Una vez allí, te frotas el mentón, erguido, hierático como una de esas figuras egipcias, simulando pensar que piensas. Te lamentas profundamente por haberle prestado a los programas de cocina fácil la misma atención que las vacas del campo le dispensan al paso de los trenes. Ninguna. Te auto convences de que el movimiento se demuestra andando…y el hambre cocinando –apuntalas con resignación de monaguillo– Aún no has empezado a creerte Adriá cuando clavas tu mirada en el fregadero. Una de esas imponentes hachas de cocina besa el frio acero del lavadero. Te acercas parsimoniosamente, como si no quisieras despertar a lo que a todas luces recién acaba de finalizar una carnicería. Toda ella está empapada en sangre. Mientras tragas saliva, te asalta la mente con maldad de trasgo la noticia del periódico de hace tres días –¿o cuatro?– que alertaba a la población de la fuga del Chupacabras, macabro sobrenombre con el que la prensa limón bautizó a uno de los asesinos más perseguidos de nuestro pequeño país. No contento con gozar de un Honoris Causa en las malas artes del matar, se le sabe Docto en esto del trueque, cambiando órganos por armas allá donde la leyenda sitúa a Vlad Tepes El Empalador: Rumania. Sin entrar en razones, miras en cada una de las habitaciones sin encontrar rastro de vida, salvo la del gato-marmota que sería capaz de presenciar un Hiroshima sin enarcar una sola ceja. Se te hace un nudo marinero en la garganta. Dando por sentado que el Ed Gein de La Bética ha hecho fonda en casa llevándose alguna que otra víscera a modo de suvenir escarlata, abres la nevera en busca de la botella de agua a fin de humedecer los labios y templar los ánimos. A tu perversa imaginación le caen las hostias por almudes. Junto al agua hay un enorme tupperware azul chillón con un letrerito que suena a armisticio: «Hemos ido al pueblo. Aquí tienes hígados de pollo en salsa y arriba alitas. Pon el lavavajillas».

De repente, toda esa densa nebulosa de elucubraciones de Elm Street se condensa en cuatro pequeñas gotas de rocío. Pasamos de lo abstracto a lo concreto, de lo etéreo a lo tangible. Bienvenido a La Barbería de Guillermito, especialista en corte y afeitado a la vieja usanza con la famosa Navaja de Ockham. A saber: no expliques por lo más lo que puedes explicar por lo menos. O lo que es lo mismo, pon tus cuartos sobre el tapete apostando doble sobre sencillo cuando dos teorías en igualdad de condiciones se partan la cara, quedándote con la más simple.

Alberto Contador, en su segundo día de descanso, decide jugarse a la pídola el protocolo del equipo. No suelen comer carne en los días de descanso puesto que no la queman; pero desde Irún le traen una carne exquisita que no puede dejar para los gusanos. No importa que al día siguiente toque hacer más de alpinista que de ciclista al tener que escalar el Todopoderoso Tourmalet. Farfolla. Es tal la obsesión por el filetón que se lo tienen que preparar en el autobús del equipo dado que los cocineros del hotel no pueden. El bueno de Vinokourov se queja porque tuvo que comer una carne «pésima». Contador, por su parte, se pega el festín los dos días de descanso con el solomillo para «no desperdiciar una carne tan buena» que le han traído expresamente desde un supermercado de Irún que, por cierto, nadie recuerda. Tal es así que Paco Olalla, quien fuera cocinero del Astana durante el Tour a instancias de Contador, le hizo el encargo del solomillo a José Luis López Cerrón, actual organizador de la Vuelta a Castilla y León, pues este «iba a venir al Tour». Sin embargo, resulta que ni Olalla ni Cerrón saben dónde está el dichoso supermercado. En este punto de la película, cabe entrar en publicidad previa encuesta que pregunte: ¿Somos tan tontos como parecemos? ¿O es que Olalla y Cerrón son demasiado listos?

Y es que resulta que cuando lanzas flechas al cielo nunca sabes dónde caerán. Así, la Asociación Española de Empresas de la Carne ha recordado que el uso del clembuterol está prohibido en España. No obstante, se han puesto en contacto con científicos expertos en toxicología para medir las posibilidades reales de que el consumo de carne con clembuterol pudiese provocar un positivo. La Organización Interprofesional de la Carne de Vacuno Autóctono de Calidad, por su parte, ha afirmado que «el sector de vacuno español es uno de los más controlados, saneados y reglamentados en todo el mundo». De acuerdo, cada uno habla de la feria según le va en ella. Quizás no sea todo tan algodonado como nos venden a troche y moche las asociaciones implicadas; pero sí conviene tener más en consideración las palabras de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos, quien ha recordado lo que Contador, Olalla y Cerrón quizás no quieran ni deban saber. Y es que han señalado cómo el sistema de trazabilidad permite seguir el recorrido que ha hecho la carne desde el lugar de nacimiento hasta el despiece del animal, pasando por el lugar de cebo. Unos datos que el mismo carnicero debe conservar incluso después de la venta de la carne. ¡He ahí la madre del cordero! O ternero, en este caso. Es lo que ocurre cuando después de un crimen se tira el arma al río. No todo queda ahí. Para algo están los informes balísticos y, a partir de ahí, a tirar de la madeja de hilo de Ariadna. El mismo perro distinto collar. ¿Por qué no devanarse las entrañas de la memoria en busca del dichoso supermercado a fin de salvarle el culo a su serafín? ¿No será que no les conviene señalar de donde proviene la exquisita carne?

La semilla de la discordia, el hecho germinal, la simiente de toda esta película no es otra cosa que el positivo por clembuterol en dosis infinitesimales. Zas, zas. Navajazo por aquí, navajazo por allá. Fuera barbas. Positivo. Lisa y llanamente. Pedro Manonelles, secretario general de la Federación de Medicina del Deporte explicó que el positivo por clembuterol no depende de la cantidad de sustancia hallada, sino de que encuentren o no el compuesto, sea en la proporción que sea. De hecho, el mismo laboratorio de Colonia encontró en una muestra de la vallista Josephine Onya menos cantidad de clembuterol que la hallada en la de Alberto Contador. Y nadie se levantó en armas. Dos años de sanción. Mucho se habla de la presunción de inocencia del ciclista, como si este se hallara bajo la luz del halógeno de uno de esos cuchitriles donde un policía orondo y con bigote berrea en tu cara hasta sacarte la declaración que le venga en gana. Por un lado van las leyes universales y por otro los reglamentos internos. En el momento que un deportista firma el informe previo a la realización de la prueba de dopaje, admite explícitamente que toda sustancia que pueda ser hallada en el control es exclusivamente responsabilidad suya. Por otro lado, se habla también del hecho mismo de la cantidad hallada en relación al escaso o nulo rendimiento que produciría en el deportista. Según la definición del COI, dopaje es la «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados, o la presencia en el organismo del atleta de una sustancia o la prueba de la aplicación de un método que figure sobre una lista adjunta al Código Antidopaje del Movimiento Olímpico». No habla exclusivamente de aumento del rendimiento, sino que se refiere también a la peligrosidad de la sustancia. Y/o. Hace dos días se hizo pública la sanción de seis meses que le ha sido impuesta a la campeona mundial y olímpica de 100 metros lisos, Shelly-Ann Fraser, por un positivo por oxicodona, un analgésico que llegó a tomar la velocista jamaicana para calmar los intensos dolores dentales que sufría. El dopaje no sólo encierra la mejora del rendimiento; pero en España, los medios no saben qué más hacer para poner sus manos desnudas sobre la hoguera en un acto más de devoción que de profesión a fin de salvar a su queridísimo ciclista, como si el dopaje no fuera con nosotros. Ya lo vivimos con Alberto García y Paquillo.

Entre la panoplia de armas que andan sacando del trastero los defensores de Contador se encuentra también el hecho de que antes, durante y después fue sometido a pruebas antidopaje que dieron negativo. Ya uno no sabe si el razonamiento simplemente es engañoso o si es que se ha hecho del engaño el único razonamiento. El ex ciclista Kohl reconoció que de cien pruebas a las que fue sometido llevando sustancias dopantes en su cuerpo, sólo en una fue pillado. O sea, noventa y nueve veces pasó por el ojo de la aguja sin rozar el metal. No es casual que el mismo Kohl dude que los controles atemoricen a los deportistas. Es lo que ocurre cuando el ratón es más rápido que el gato. Y son más. El velocista británico Dwain Chambers admitió haber tomado un coctel de más de trescientas drogas en un año. «En octubre, consumí sustancias 21 veces. No sólo usaba THG, EPO y HGH, sino también testosterona para ayudar con el sueño y a reducir el colesterol. También me inyectaba insulina, tres unidades en la parte baja de mi estómago tras una sesión de levantamiento de pesas». Exactamente el mismo programa llevado a cabo por Marion Jones y su pareja por entonces, Tim Montgomery, pues todos ellos siguieron los programas de dopaje de Víctor Conte. Sin ir más lejos, a Marion Jones jamás llegaron a cazarla en un control antidopaje. Ella misma se autoinculpó en 2007.

No obstante, conviene valorar el dopaje mismo con los pies en el suelo y sin caer en trampas intelectuales pensando que cuatro inyecciones te dan la corona de laureles por puro ensalmo. Tal fue la frustración de Chambers, quien coceaba como caballo rabioso al ver que los años pasaban sin rebajar su marca personal en más de una decima usando ya sustancias dopantes. Nada que ver con la buena de Marion. En una entrevista en el programa de Oprah Winfrey llegó a declarar: «De vez en cuando, vuelvo a revivir en mi mente las competiciones de Sidney y me pregunto si habría ganado limpia…y normalmente me respondo que sí. Aún pienso que habría ganado. Nada era esencialmente diferente. Me sentía fuerte, me sentía poderosa, como siempre me he sentido. Desde pequeña, he sido consciente de que poseía algo que nadie más tenía». No es puro narcisismo. Son los números: estudiante de secundaria que mas rápido ha corrido los 200 metros lisos en la historia del atletismo; una marca entre las veinte primeras del mundo con quince años; elegida como reserva para Barcelona 92 con dieciséis años… No hay más. Claro que poseía algo que nadie más tenía: nació con un boleto ganador en la lotería genética. Lo demás… ¡sólo Dios sabe lo que pesa!

Así, volviendo al caso de Contador, seguramente ganara el Tour limpio como una patena; pero el caso es que ha dado positivo. Con todo, quizás no sea lo más idóneo poner como chupa de dómine a los laboratorios que llevan a cabo los análisis, como vienen haciendo muchos de los medios locales, sino empezar a cambiar el enfoque del problema. El Fiscal Antidopaje de Italia ha considerado esta semana la legalización del dopaje. «No soy el único que lo dice. Últimamente, todos los ciclistas que he interrogado han dicho que todo el mundo se dopa. Mientras más estoy involucrado en esto, más me sorprendo de la difusión del dopaje», dijo golpeándose el pecho. Y es que existe en el deporte de élite una suerte de código de samuráis que silencia a los deportistas en base a un proteccionismo casi castrense. Algo así como las chuletas en el colegio: en el examen, la mayoría se dispone a copiar; pero siempre existe ese pacto entre pequeños caballeros mediante el cual nadie se cubrirá las vergüenzas de su caza acusando al resto de la clase que copia su examen con paciencia de monje amanuense. Proteccionismo que se puso de manifiesto en la velocidad también con el caso de los laboratorios BALCO. Cada una de las miradas que los atletas se cruzaban en los preliminares del pistoletazo de salida encerraba esa complicidad muda que recuerda que todos van en el mismo barco. Kelly White dijo con el tiempo que todas sabían a qué nivel estaba la difusión del dopaje durante aquellos años gloriosos.

Quizás sea cierto lo que dice Alberto Contador acerca de los fallos del sistema. Lógico. El sistema mismo confunde la realidad con el deseo al plantear como premisa primera que solamente una pequeña parte de los deportistas de élite tropiezan con el dopaje. Y a partir de ahí, que comience la andanada. Sin embargo, los deportistas seguirán moviéndose como topos bajo tierra trazando sus propios caminos mientras los granjeros del COI se lamentarán desde lo alto del maizal al contemplar cómo los pequeños mamíferos salen a la superficie para llevarse los frutos de la Gloria bajo tierra. Quizás las cosas cambiarían menos de lo que pensamos sobre la arena del circo romano con unos programas de dopaje asistido en los que los filetes de cerdo o las botellas de agua del público no fuesen armas del crimen, sino simplemente lo que son: obscenos ardites con los que salir airosos de la penosa cacería levantada por aquellos que, sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes, pasan la guadaña de la hipocresía a fin de sembrar un bosque en el que ningún árbol sea más alto que otro. Mientras tanto, el dopaje seguirá siendo algo natural, como las rayas negras sobre el tigre.

Coda: aquellos que ponen la mano en el fuego por un deportista en base al número de controles antidopaje que pasa, podrían encontrar en el siguiente documental el desencanto del niño que descubre que los Reyes son los padres. Especialmente ilustrativo a partir del minuto 4:45.

domingo, 26 de septiembre de 2010

AFRICA


Dambisa Moyo es lo que suele llamarse una rara avis. Nació en Zambia, no hace tantos años como su trayectoria profesional pareciera insinuar. Doctorada en Económicas por la Universidad de Oxford, posee además la corona de laureles del Máster en Desarrollo Internacional por la Universidad de Harvard. Es también licenciada en Química por la Universidad de Washington D.C, donde engordaría su currículum al mismo tiempo con un Máster en Dirección Empresarial. A sus cuarenta años, ha hecho carrera como consultora en el Banco Mundial, entre otras instituciones de alto coturno. Colaboradora habitual del Financial Times y The Economist, ha sido engalanada como una de las cien personas más influyentes del Planeta Tierra. Al margen de semejante pertrecho académico y personal, la economista del ébano es autora de una de las diez obras más vendidas en los Estados Unidos: Dead Aid (El fin de la ayuda). Con ella encontraría el punto de ignición definitivo con el que prender los yermos arrozales de la corrección política y el tercermundismo. La obra es en sí una declaración de intenciones, un toque de espuelas a los caballos que galopan quemando herraduras hacia el abismo junto a quienes ella misma llama los cuatro jinetes del Apocalipsis africano: la guerra, la enfermedad, la pobreza y la corrupción. Y es que esta economista africana lleva años dedicándose en cuerpo y alma a señalar que el Emperador se pasea desnudo con un cinturón de explosivo sobre el pecho a punto de detonar, poniendo en el grave peligro de saltar por los aires a todo el Reino Africano. O lo que de él queda.

La buena de Dambisa repite como un mantra maldito en los distintos artículos y entrevistas que concede cómo los planes de ayuda económica internacionales no es que sean solamente estériles, sino que son además profundamente dañinos. Un cáncer en plena metástasis, una peste negra corriendo a matacaballo por las arterias y vías de África, barriendo todo lo que encuentra a su paso. Y así, prendiendo la pólvora de los datos y los números, convierte en blanco de sus fuertes críticas a las ayudas exteriores con las que los distintos gobiernos occidentales tratan de pasar el peine desde Cabo Blanco a Cabo de las Agujas. Se refiere a los 50.000 millones de dólares que llegan anualmente al continente africano; o lo que es lo mismo: un trillón de dólares en los últimos sesenta años. Unas cantidades que, aun causando vértigo, caen en saco roto año tras año, como cae al mar la mercancía del bergantín herido de muerte.

Son muchos los países y organizaciones que se postran de hinojos frente al Grifo de Oro de los Estados Unidos y el Banco Mundial suplicando un Plan Marshall para África, como es el caso de la Organización de la Unidad Africana. Ignoran entre lamentos y letanías que las ayudas recibidas por el continente africano desde el inicio de su lento proceso de descolonización equivalen a tres planes Marshall, como señalara Revel en su ensayo La obsesión antiamericana. Además, si pasamos los números por el tamiz, veremos que entre 1960 y 2000, los países africanos recibieron cuatro veces más créditos que América Latina o Asia. Unos préstamos concedidos en condiciones sumamente ventajosas y muy a largo a plazo. Y unos préstamos que, con todo, terminan siendo perdonados con el tiempo a los distintos gobiernos africanos.

Con todo, siempre hay a quien le parece poco. Pudimos comprobarlo en la pasada Cumbre de las Naciones Unidas en Nueva York. Obama, en su condición de Mago Berlín, anunció la puesta en marcha de un Plan Global de Desarrollo que, como el Bálsamo de Fierabrás, acabará con el reumatismo agudo que mantiene postrada en la cama a la criatura africana. Pero como no hay Quijote sin escudero, no tardaron en abrirse paso los buenos de Sarkozy y Zapatero, apostando por la aplicación de la Tasa Tobin con la que gravar las transacciones financieras internacionales con objeto de erradicar la pobreza y el hambre. Y a repetir ruegos y canticos sagrados, como si de un molinillo de oración tibetano se tratara. Sin embargo, el propio James Tobin debe hallarse sorprendido bajo tierra con el asombro de aquel que paga con un billete azul y le devuelven uno rojo. Y es que el economista, en una entrevista publicada en Der Spiegel hace años, no sólo se mostró claramente molesto por la veneración rendida por los antiglobalización, sino que, además, llegó a lamentarse profundamente por la manera en que fue instrumentalizada su criatura. Su teoría, desarrollada en los años setenta, fue rescatada del oscuro sótano donde descansaba para ser reutilizada como hacha de guerra a día de hoy, un hecho que, según palabras del autor, le pareció algo totalmente «anacrónico», pues el mundo ha cambiado demasiado como para poder zamparse la Tasa Tobin sin sufrir un corte de digestión. Carne podrida. Y lo dice el propio matadero. El grupo de arqueólogos encargado de desenterrar la Tasa Tobin y ponerla al servicio de la causa antiglobalización fue el colectivo ATTAC, capitaneado por el director de Le Monde Diplomatique, I. Ramonet, y en el que militan, entre otros destacados brigadieres, Carlos Jiménez Villarejo y Noam Chomsky. Un colectivo con el que el Premio Nobel de Economía, Tobin, no quiso tener ningún acercamiento en vida, hasta el punto de rechazar un encuentro en Paris con miles de enfervorecidos defensores de unas posiciones «bien intencionadas pero mal pensadas». Una confrontación que puede ser algo más que zanjada con su rotundo: «Mire usted, soy economista, y, como la mayoría de los economistas, partidario del libre comercio. Además, estoy a favor del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de la Organización Mundial de Comercio. Abusan de mi nombre».

Y es que la Tasa Tobin, como todo tipo de inyecciones artificiales, entre otros muchos efectos secundarios descritos en el prospecto, generaría una gran inflación, pues un violín no soporta más de cuatro cuerdas. Es el caso, por ejemplo, de Zimbabue, con una hiperinflación que ha llegado a alcanzar el 250.000.000%, y donde el Gobierno imprime billetes de hasta 100 billones de dólares. Para hacerse una idea, en Zimbabue los precios se duplican cada veinticinco horas. Nada nuevo bajo el Sol, por otra parte, pues viene siendo práctica habitual entre los distintos gobiernos africanos el utilizar los fondos de ayuda externa para imprimir dinero. Con ello, resulta evidente que los programas de ayuda exterior tengan la misma eficacia a la hora de trasladar la riqueza que la sola idea de querer hacer un trasvase de agua con las propias manos. Por lógica al cuadrado, la inmensa mayoría del agua se escapara entre los dedos. Según Dambisa Moyo, solamente las ayudas del Banco Mundial han corrompido 100.000 millones de dólares al perderse por el camino en busca del amanecer africano. A pesar de ello, los gobiernos occidentales siguen cargando con el delito de la complicidad aun sin darse cuenta de ello al contar con el beneplácito de sus conciencias. Nada peor que un Pepito Grillo saciado de bondades. Pensar que con la sola idea del bien acabarán con el problema como si fueran auténticos taumaturgos, no es sólo primitivo, sino además, destructivo e infantil. Máxime cuando se trata de leche vieja en botella nueva.

No pensemos que toda esta legión de alfareros creadores viene de nuevas. Todo lo contrario. Como salidos de una de esas cámaras de criogenización que conservan los cuerpos a cientos de grados bajo cero, resurgen los apóstoles del desarrollo. Ya en los años 50, con la resaca de la Segunda Guerra Mundial, una plaga de economistas bienintencionados trató de poner en pie a una África recién destetada de su madre imperial, aun adocenando la propia ciencia económica. Así, economistas de la talla de Hirschman o Arthur Lewis hicieron de la causa tercermundista su propia cruzada. Sus vidas reflejaban lo que el mismo Hirschman denominó los «calamitosos descarrilamientos de la Historia». Era la generación que vivió y sufrió la Guerra y, por ello quizás, terminaron cambiando la compleja ortodoxia de la economía por los merengosos dictados del corazón. Todo un gazpacho de desmanes. Creyendo que la economía se crea o destruye según soplen los vientos de la voluntad, tuvieron su primer descalabro con la India de Nehru. El cientifismo hiperracionalista con el que se diseñaron los planes de desarrollo como si de meras ecuaciones matemáticas se tratara no hizo cosa mayor sino ensanchar la brecha aun sangrante. Asistieron al macabro espectáculo de una descolonización que terminó favoreciendo la creación de más pobreza y mayores desigualdades. Fueron, además, comadronas en el nacimiento del Banco Mundial para la Reconstrucción y el Desarrollo. Reconstrucción de Europa y Desarrollo de África. Un desarrollo que se vería truncado una y otra vez debido a la connivencia de los gobiernos occidentales con los dictadores africanos que agarraron el cetro de sus distintos países.

Anverso y reverso de la misma mano. Cara y cruz de idéntica moneda. Ayer, como hoy, la ayuda directa a los máximos mandatarios de los países africanos no consigue otra cosa que crear una situación de dependencia absoluta del exterior. Mientras el dinero siga cayendo del cielo como Maná celestial, los distintos gobiernos africanos no hallarán más incentivo que el de seguir pidiendo mayores esfuerzos a occidente. Según la propia Moyo, quien conoce África de la cruz a la bola, dos ideas elementales se sustraen de todo este modelo de ayudas. La primera, que la ayuda directa de gobierno a gobierno no tiene capacidad para generar puestos de trabajo reales. Y en segundo lugar, que los africanos quieren exactamente lo mismo que los occidentales. La empresa es el corazón de una sociedad y el trabajador la sangre que riega un país. Mientras no se den las condiciones favorables para la creación de empresas y la entrada de capital extranjero, los mercados quedan paralizados o son inexistentes. Por ello, la solución pasa por la creación de gobiernos transparentes y un sistema jurídico independiente que garantice el derecho a la propiedad privada. El Profesor Huerta de Soto, quien transpira la rigurosidad de un taxidermista y la locura de un poeta, escribió un artículo pragmático y bello al mismo tiempo para la revista TIME en el que subrayaba la indisolubilidad del Imperio de la Ley y el desarrollo de la riqueza de un país. Cuenta cómo el Gobierno de Indonesia lo invitó como asesor para realizar un trabajo de localización de los activos del sector extralegal, en el que vivía el 90% de la población. Paseando por los arrozales de Bali, se percató de que al entrar en una propiedad distinta le ladraba un perro diferente. Entonces, dijo a sus acompañantes con esa inapelabilidad de oráculo chino que posee: «Aprendan por escuchar los ladridos de los perros» Y es que los chuchos, aun sin conciencia de la propiedad, conocían perfectamente los limites de los activos económicos de sus dueños –los arrozales en este caso–. Es ese el primer paso para crear una sociedad de propietarios. La casa no ha de ser casa por ser refugio, de igual que los activos económicos no han de estar delimitados por los ladridos de un perro. Son los títulos de propiedad garantizados por un sistema jurídico transparente los que permiten el salto del taparrabo y la aldea a la civilización y el pantalón vaquero.

A pesar de las evidencias, no son más que mensajes en una botella arrojada al mar de la sordera, señales de humo indescifrables para una claque política que sale del atolladero como buenamente puede tirando de corazón y no de razones. Optan por agarrarse a sus propios espejismos quijotescos con los que dibujar un mundo mucho más justo sin mayor esfuerzo que el de la voluntad política. Tartarín de Tarascón haciendo kilómetros en balde. Y no caminan solos en este viaje. La crítica al modelo de ayudas le ha supuesto a Dambisa Moyo todo tipo de ataques y cacerías por parte de las ONG. Son estas organizaciones quienes, al alimón, realizan el trabajo sucio de Cirineo de los gobiernos occidentales arrojando sobre los surcos de tierra arriscada de África las semillas de la pobreza y la corrupción. Según la economista ni siquiera le sorprende, pues le parece bastante lógico que se deshagan en críticas sobre su persona aquellos que han hecho de la causa tercermundista su propio trabajo y modo de vida. No tienen más. Es por ello que, con todo, resulte cómico que sean las propias ONG las primeras en evadir cualquier tipo de debate serio sobre el problema de la pobreza y el hambre en el continente africano. Incluso no dudan en mirar para otro lado en cuanto crecen las flores silvestres entre tanta tierra quemada. Es el caso de los famosos Tigres Asiáticos –Singapur, Malasia e Indonesia– quienes poco a poco levantan el vuelo tras décadas de inmovilidad, al igual que una Corea del Sur convertida en paradigma del desarrollo para todo aquel que tenga ojos en la cara: un país que en los años 50 quedó completamente calcinado y destruido tras la Guerra con Corea del Norte, encontrándose entre los más pobres del mundo con un PIB Per Cápita que no superó los 100 dólares hasta 1963 y que hoy se halla en primera línea de batalla. De ahí que el Profesor Ezra Voguel, experto en asuntos asiáticos y uno de los instructores del verdadero salto de Deng Xiaoping, llegara a decir: «Corea del Sur no tiene parangón ni siquiera en Japón, con respecto a la rapidez con que pasó de no tener, prácticamente, tecnología industrial, a ocupar un sitio entre las naciones más industrializadas del mundo. Ninguna nación ha ido con tanta rapidez, yendo del artesanado a la industria pesada, de la pobreza a la prosperidad, de líderes sin experiencia a modernos planificadores, directivos e ingenieros».

Pero lo más llamativo es cómo en la misma África se está alumbrando uno de los mayores milagros gracias a la libertad económica y no a los programas de ayuda directa: Botswana. Un país que, desde 1968 mantiene una tasa de crecimiento del 7% y que disfruta de unos índices de libertad económica perfectamente homologables a los países occidentales. Sin ir más lejos, Botswana figura en el puesto número 28 en el ranking mundial de libertad económica, por encima de España, Noruega o Republica Checa, entre otros. La prueba del algodón definitiva de cómo los programas de ayuda al desarrollo no cumplen la función que se les asigna sobre el papel y cómo, en cambio, una política económica que incentiva la creación empresarial y el derecho a la propiedad privada termina convirtiéndose en la auténtica madera que alimenta las calderas del tren del progreso y la prosperidad. Pero la hipocresía y el cinismo se han convertido en las autenticas institutrices de la política africana. Denuncia Dambisa Moyo la manera en que se ha implantado la lógica circular de creer que si no hay ayudas no se saldan las deudas, y sin estas deudas satisfechas África no podrá salir de la pobreza. De esa manera, la ayuda perpetúa todo el ciclo de desmanes y corruptelas; pero, por encima de todo, lo que se perpetúa es la pobreza.

Un cinismo que se vuelve lancinante cuando la Unión Europea bloquea mediante barreras la entrada de productos agrícolas africanos mientras envían miles de millones de modo que, no solamente destrozan la economía exterior de África, sino el propio mercado nacional. Moyo utiliza el ejemplo de las mosquiteras: «En una localidad, una pequeña empresa se dedica a la fabricación de redes ‘anti-mosquito’. Tiene 10 trabajadores, que mantienen a sus familias, un total de, digamos, 150 personas. De repente, una donación extraordinaria del exterior reparte 100.000 redes gratuitamente. ¿Qué sucede? Desaparece la empresa productora local, que no puede competir con las redes gratuitas, así que estas 10 familias pierden sus ingresos. Además, las redes, tras dos años, dejan de ser útiles, pero ya no se pueden volver a comprar, porque la industria desapareció, así que la situación acaba siendo peor que antes de que llegara la ayuda exterior» Viva estampa de lo que ocurre cuando se bloquea un proceso natural de mercado. Bienvenido a África.

Sin embargo, la buena de Dambisa Moyo podrá sentarse en lo alto de una colina a contemplar cómo la mitad de África es devorada por sus propias termitas gracias a las ayudas económicas de los gobiernos occidentales mientras otra mitad se pone en pie y aprende a caminar por sí sola gracias a un modelo económico que los gerifaltes europeos y las ONG desprecian. En este punto, cabría encerrar otro mensaje en una botella con las palabras de Valle Inclán como aviso a navegantes: «Hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos». A la economista africana siempre le quedará bracear con la desesperada esperanza del náufrago hasta que su querida África despierte de este cuento de brujas. Y que las ONG y activistas varios den con sus pezuñas donde buenamente puedan...

jueves, 2 de septiembre de 2010

DE CUERNOS Y ESTOQUES


El fin de cada una de las cosas es su naturaleza. Así, de igual que el hombre es por naturaleza un ser social, existen razones para pensar que la naturaleza del animal doméstico es el servicio al hombre. El animal doméstico tiene una naturaleza más refinada que el animal salvaje, en tanto que sirve y obtiene así la seguridad del hombre. No obstante, mientras el buey de labranza alcanza cierta seguridad a cambio de trabajar la tierra del hombre, el reino animal sigue imponiendo su régimen de autoridad de acuerdo a su propia naturaleza. De nada sirve la voluntad del hombre en ese punto del prisma: el macho animal será superior a la hembra. A partir de ahí, que giren los cangilones de la noria, pues indefectiblemente interpretará cada cual su santo guión.

Es por naturaleza, pues, que el hombre tienda a la integración y no a la fragmentación. La ciudad está en el fin del hombre, pues el todo es anterior a las partes, según escribiera un tal Aristóteles en el segundo capítulo de La Política. Así, en su afán integrador consigue el servicio de los animales levantando cada uno de los peldaños que conformen la compleja escalera que nos conduce como seres sociales a la civilización. Sin embargo, ¿nos da esa posición de autoridad razones para agarrar el botafuego y prender la santabárbara del buque cada vez que nos plazca? ¿A partir de qué punto se rompe el equilibrio? ¿Cabe en nuestra propia naturaleza, entendida como el fin mismo, viciar y llenar de vitriolos los distintos estratos sobre los que levantamos nuestra evolución humana?

Así las cosas, se antoja más que caprichoso que el hombre disponga del animal doméstico para fines ajenos al servicio y la alimentación de la prole. Es el caso del toro de lidia. Se escudan los defensores de la Fiesta Nacional bajo el paraguas de la biodiversidad. Sostienen es sus letanías la indisolubilidad de la conservación de la dehesa y el mantenimiento del toro bravo. O sea, se sustrae que nos hallamos irrevocablemente ante el trágico dilema de tener que apostar por las corridas de toros o nuestra biodiversidad se desplomará como lo hace un trenecito de fichas de dominó. Lejos de la importancia del toro en la conservación del ecosistema adehesado, hay que señalar que de los seis millones y medio de hectáreas de dehesa de las que goza España, tan sólo trescientas mil son dedicadas a la cría del toro bravo. Es decir: apenas el cinco por ciento. De acuerdo al Profesor Ruíz Abad, se necesitan del orden de entre una y seis hectáreas por cabeza. Subraya además cómo al exceso de recursos naturales necesarios para su explotación se añade como segundo factor de producción el enorme capital humano requerido, doblegando al previsto para el vacuno de carne en extensivo. Es por ello que la explotación del toro de lidia sea económicamente deficitaria, aun gozando de numerosas subvenciones. No conviene esconder con un ejercicio de prestidigitación que la Fiesta Nacional nos cuesta en materia de subvenciones en torno a los 565 millones de euros aunando las ayudas de las distintas administraciones del Estado y la PAC. Según Isabel Bardají Azcárate, Catedrática de la ETS de Ingenieros Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid, nos encontramos ante un mercado claramente distorsionado e intervenido, desde los precios o la protección al exterior, pasando por las ayudas directas por hectárea de cultivo o por cabeza de ganado. Todo ello al socaire de un sistema de compensaciones sustraído de las regulaciones de la Agenda 2000, a partir del cual comenzó a tejerse una maraña de primas y concesiones beneficiando notablemente a las explotaciones de vacuno de lidia por su carácter de extensivos y en ciclo cerrado. Con estos mimbres, resulta ser una evidencia palmaria que en base a lo estrictamente económico, desde el punto de vista liberal, el agua donde se cuece la Fiesta Nacional sea, cuanto menos, algo más que turbia y sucia.

Claro que la ignorancia no quita pecado; pero, aun contando con ella, ¿qué andamiaje le queda a la defensa de la tauromaquia? Pase que el ganadero se juegue los cuartos apostando a caballo perdedor en base a su propia libertad. Pase también que la PAC y las distintas Administraciones del Estado abran el grifo de las subvenciones para inundar los parterres y jardines de la socialdemocracia en un ejercicio de hipocresía y centralización obscena. De acuerdo, estamos acostumbrados y damos pulpo por animal de compañía. Podrá argüirse que se trata de una manifestación cultural de enorme raigambre, arte en estado puro y, además, una tradición que nos abandera Pirineos arriba. Lejos de querer banalizar la tauromaquia ni caer en trampas infantiles, huelga señalar que el famoso mingitorio de Duchamps está engalanado con los laureles de una de las obras del siglo. O sea, que arte termina siendo todo aquello que se bautice como arte. Acercándonos en esencia a la tauromaquia, los hay que defienden que el boxeo tiene una genética más artística que deportiva. ¿Dejamos el arte a la sublimidad o podemos pasar por la Pila Bautismal todo aquello cuanto queramos convertir en arte según nuestras impresiones subjetivas? Así, podría añadir que para mí, personalmente, arte puede ser la rectitud, la forma, la cadencia dolorosamente mecánica con la que Michael Johnson –conocido como la Locomotora de Waco por el parecido sobre el tartán– orillaba a sus adversarios en las curvas del cuatrocientos, destrozando de manera insultante las leyes de la física y la propia biomecánica. No cabe duda que es estético y emotivo. De igual el toreo. Nadie en su sano juicio podrá negar la grandeza estética del toreo, e incluso lo poético, como perfecta alegoría del enfrentamiento del hombre a la vida y la muerte en medio de un baile macabro. Eros y Tanatos. Guerra de símbolos. Contemplar la fiereza del toro embistiendo mientras se le escapa la vida gota a gota, la lucha hasta el último estertor, el cruce de miradas, los silencios que se cortan con navajas, convierten la faena en pura épica, coronada con el trágico triunfalismo de la derrota del animal –o del hombre, pues ambos luchan hasta el final: toreros heridos que vuelven al ruedo a finalizar la faena y toros agonizantes que matan toreros–. Contando con ello e incluso rebozándolo en la harina de lo majestuoso, ¿lo convierte necesariamente en Arte?

Otro de los puntos que hace tambalear la línea de flotación de la defensa del toro es su origen. Mucho se ha escrito acerca de la genealogía del toro de lidia actual. Se trata del descendiente más directo del uro, a partir del cual se buscarían distintas modificaciones fisiológicas y temperamentales a fin de convertirlo en un animal idóneo para las corridas de toros. La bravura y acometida natural, la musculatura híper desarrollada, las astas hacia adelante, son todas ellas características buscadas y encontradas. Se puede decir, por tanto, que fue creado a voluntad del hombre para tal fin. Pero, ¿está justificada la tortura del animal en el duelo a vida o muerte por una simple cuestión genética? ¿No nos acerca más a la involución que al refinamiento estético y moral? Es tanto como sostener que las peleas de dobermans debieran permitirse en tanto que es un animal buscado igualmente mediante distintos encastes y modificaciones a fin de acentuar su firmeza y agresividad. Y así, con todos los animales modificados habidos y por haber, pues a fin de cuenta somos los seres humanos quienes tenemos las tornas de alfarero que nos permiten correr una suerte de Dios, alterando la creación misma. Y es ahí, precisamente, alrededor de la creación divina, donde orbita una de las contradicciones más flagrantes e hirientes del mundo de la tauromaquia. Se podrá estar de acuerdo o no con la cuestión de la conservación de la dehesa, de igual que podremos agarrarnos a la razón de la propia génesis del toro bravo para justificar la Fiesta Nacional; pero es el hombre de fe quien menos razones debiera hallar para justificar las corridas de toros, pues sería caer en desconsideración con la relación entre la inmoralidad y el alejamiento de Dios. ¿No es acaso el animal fruto de la creación de Dios? Si la Biblia prohíbe poner bozal al buey que trilla, ¿qué se pensaría de la tortura en la plaza? ¿No enseñó Jesús la preocupación por los animales e incluso la reconciliación con los animales salvajes que representan el pecado? ¿No reza el Libro que "nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte"? No es casual que la Historia esté repleta de execraciones hacia el mundo del toreo. Sólo hay que hurgar un poco.

«En 1565, un concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, declaró las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y en 1567, el Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando con la excomunión a quienes las apoyara; En 1585, Sixto V volvió a remarcar la inmoralidad del toreo y su esencia anti-cristiana; Felipe V, por su parte, prohibió las llamadas “fiestas de los cuernos”; En 1778, mediante la Real Orden del 23 de marzo, el Conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III y presidente del Consejo de Castilla, estableció la prohibición de las corridas de toros de muerte en todo el reino; Años más tarde, en 1785, en base a la “pragmática-sanción en fuerza de ley” del 9 de noviembre de 1785, se prohibieron las ultimas excepciones para el toreo; En 1786, con el Decreto del 7 de septiembre de 1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal o perpetuo a cualquier organismo; En 1790, otra “Real Provisión de los señores del Consejo”, erradicaba no sólo la versión espectáculo de la recién inventada “corrida moderna”, sino cualquier celebración que tuviera al toro como víctima protagonista, en virtud de la cual se prohibía “por punto general el abuso de correr por las calles novillos y toros que llaman de cuerda, así de día como de noche”; En 1805, Carlos IV firmó el Real decreto de Carlos IV, con el que se producía la abolición de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar»

Con estas cartas sobre el tapete, cabría pensar que el retorno del toreo, más que la conservación de una tradición, es una involución, una manifestación residual y atávica de lo que otrora fuera mera fiesta popular ya barrida en su día. No es precisamente azaroso que su segundo alumbramiento tuviera lugar con Felipe VII, primero, y Felipe González, más tardíamente, haciendo el papel de matronas advenedizas. Mientras el Rey Felón se merendaba a La Pepa y encendía de nuevo la pólvora de la Inquisición, brindaba tardes de circo a sus corderitos muesos con la regeneración del toreo; de igual que fuera con Felipe González ya cómodamente apoltronado con quien se firmara el Real Decreto 145/1992 con el que se reglamentaba con todas las de la Ley el mundo de la tauromaquia. Y entre el uno y el otro, circo romano en estado puro, morfina para las heridas del tomate, aceite entre hierros. Para muestra, el botón de la edición del lunes 14 de febrero de 1898 de La Vanguardia. Silencio, se rueda: Nerón, un elefante de cinco toneladas, tímido sobre el ruedo como el niño pequeño que pisa un colegio nuevo, correteando por la plaza cándidamente en busca de las naranjas que le arrojan desde el tendido. Al tiempo, resuenan las pezuñas de Sombrerito pisando la arena con la fuerza del mar que golpea el rompiente. Pistoletazo de salida. Se inicia así la pelea entre el toro y el elefante encadenado que no hace otra cosa que huir mientras Sombrerito le embiste. La suerte está echada. Bestialismo desnudo, las entrañas del circo, el retorno a la caverna. Dado el éxito de afluencia, los organizadores piensan en idéntico enfrentamiento con un cocodrilo. Es lo que ocurre cuando se abre la veda al salvajismo. No obstante, el espectáculo no se repetirá ya que al público, entre pitadas y abucheos, le ha parecido algo descafeinado, demasiado light. Apagamos las cámaras. y recogemos los bártulos. Hemeroteca pura y dura. Prueba manifiesta de cómo la sangre consuela al tonto. Por suerte, no es el mismo tipo de sadismo el que se persigue en la tauromaquia. Obvio es que nadie se sienta sobre el acolchado a contemplar el sufrimiento del toro, sino un enfrentamiento desigual en las formas, pero neutro en el fondo. Ambos se juegan la vida. La diferencia encuentra su fulcro en el hecho mismo de la racionalización del peligro. El torero se enfrenta heroicamente a la muerte de acuerdo a su libertad. No así el toro. Es ahí donde conviene abrir otro ruedo en el que batirse a lanzadas: el de la moral.

Todos los actores de la Fiesta, directos o indirectos, obran de acuerdo a su libertad: el ganadero, el mayoral, el veterinario, el empresario de la plaza, el ciudadano que abona la entrada, el torero, el picador, el banderillero, el mozo de espadas, el apoderado. Todos. En teoría no habría objeción posible que no estuviera basada en pura pasión ciega. Miles de personas ejerciendo su libertad. El problema de fondo, la masa mollar, el nudo gordiano se halla en el hecho mismo de la libertad. El pensador liberal y uno de los máximos defensores de la Libertad a lo largo de la Historia, Alexis de Tocqueville, llegó a la conclusión de que el enemigo más peligroso de la libertad no es el gobernante rapaz, sino la inmoralidad. De ahí que llegara a sentenciar que «nada es más fértil que el arte de ser libre, pero nada es más duro que el aprendizaje de la libertad» La pregunta sería en ese caso: ¿sabemos ejercer la libertad? Nadie pone en duda que aquel que roba rebasa el límite moral de la libertad. De igual manera cuesta imaginar que la tortura animal, en cualquiera de sus formas, quepa dentro de esa Libertad suprema, pues socaba la exigencia moral de la Libertad. La consecuencia más directa de esa erosión no es otra que el relativismo moral y, por ende, el todo vale.

Sin embargo, buscar en la prohibición de la Fiesta Nacional la solución no hace sino sobredimensionar el problema, pues dispara por igual a la moral de la libertad y a la libertad misma, ya que ambas han de ser indisolubles. Cabría señalar que puede ser inmoral, primitivo, atapuercuense si cabe, pero es una porción de esa sociedad libre la que ejerce su libertad a vivir con pasión una tradición de gran arraigo y que, como muchas otras tradiciones, sobrevive sin tener que rendir cuentas ni moral ni intelectualmente. Ya se sabe: las tradiciones pesan más que las razones. No obstante, parece de natura que el mundo del toreo tienda a derrumbarse poco a poco hasta desaparecer. Se trata de un atavismo convertido en estandarte y nicho de mercado para unas minorías que lo sostienen con pinzas, pues parece claro que la sociedad española no es taurina. No es demoscopia de cafetería. Los números lo avalan. Según una encuesta Gallup –aquellas que reducen al mínimo los niveles de parcialidad– publicada, entre otros, por la Universidad de Columbia, se pone en negro sobre blanco cómo la evolución histórica del interés por las corridas de toros ha pasado del 55% en 1971, al 31% en 2002. Dado que sólo el 0,2% no mostró ninguna opinión, se puede deducir el alto nivel de opinión formada sobre ese tema. Pero hay más. «Las diferencias entre hombres y mujeres respecto al interés en las corridas de toros es notable. El 34% de los hombres están interesados en el tema, mientras que entre las mujeres el porcentaje es del 28%. Respecto a la edad, las diferencias son también significativas. Son los mayores de 55 años los que se declaran más interesados (más del 44%), especialmente los mayores de 65 años, cuya proporción es del 51%. Este interés desciende claramente con la edad: son los menores de 24 años los menos interesados (17%). En general en todos los tramos de edad hasta los 55 años, ha descendido la afición a los toros desde 1999»

Es por ello que resulte falso que España sea un país gozosamente antitaurino, pero más aún que lo sea taurino. Yendo más lejos, cabría preguntar a muchos de esos que muestran interés sobre el papel, a cuántas plazas han asistido en los últimos tiempos o cuantas corridas siguieron por televisión. De igual cabría preguntar a muchos de los antitaurinos cuánto conocen el mundo del toro y en base a qué criterios forman su opinión. Un gran número de los que se decantan por un lado u otro de la balanza lo hacen por pura ideología, importándoles una aljofifa la tauromaquia o el sufrimiento animal, según la orilla que defiendan. En mi caso particular, no podría calificarme de taurino, pero aún menos de antitaurino. Del uno huyo y al otro no llego. Es más, estaré a más distancia de los segundos que de los primeros precisamente por su autoritarismo. Por ello, el mayor enemigo del toreo no es el movimiento antitaurino, sino, quizás, la inmoralidad de los taurinos de raza que desligan la verdad moral de la libertad. Será pues el refinamiento estético y moral de las generaciones venideras los que consigan que el toreo caiga en mejor vida como la cáscara seca de un fruto. De esa manera, la libertad no se verá bloqueada por la autoridad alterando mediante la fuerza lo que de sí es una evolución natural, un proceso irreversible, un destino escrito en la tabula rasa del mañana: la muerte del toreo.

Todo lo demás será ladrar a la Luna. La costumbre por mera costumbre ni levanta ni refina los atributos distintivos del ser humano, llámese tortura por costumbre como la costumbre misma de prohibir. No es casualidad que en Estados Unidos no haya derramamiento de sangre en las corridas de toros mientras que en España seguimos el modelo mejicano. A lo oscuro por lo oscuro…