lunes, 20 de febrero de 2012

GARZÓN



«Los presuntos delitos cometidos en Chile ocurrieron la mayoría hace veinticuatro años. Teóricamente, de acuerdo con las leyes penales chilenas, es muy dudoso que puedan ser perseguibles. ¿Les habría gustado a ustedes que cuando Adolfo Suárez estaba realizando la Transición política nosotros hubiéramos detenido a Santiago Carrillo y lo hubiéramos juzgado por los asesinatos en masa cometidos en tres días en Paracuellos del Jarama, delitos muy superiores a los ocurridos en Chile en cinco años, según el Informe Rettig?». Quien así se expresaba era el auditor general del Ejército chileno, Fernando Torres Silva, a quien su Presidente, Eduardo Frei, envió como heraldo a la Audiencia Nacional para exponerle así sus razones al fiscal Eduardo Fungairiño. Corría el año 1997. De las palabras de Torres Silva se sustraían dos elementos de juicio indiscutiblemente veraces. Por un lado, el reconocimiento cuantitativo de represaliados por parte de la Junta Militar chilena desde septiembre de 1973 hasta marzo de 1978, periodo durante el cual intervinieron a sangre y fuego hasta aniquilar a la oposición comunista, cifrada, según el Informe Rettig, realizado por la Comisión Verdad y Reconciliación -una suerte de Causa General chilena elaborada por múltiples juristas y que recogía las 3.550 denuncias presentadas-, en 1.151 muertos y 979 detenidos desaparecidos, frente a los 2.750 fusilados acreditados sólo entre los días 7 y 8 de Noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama y los 20.000 presos políticos, periodo durante el cual fue Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid Santiago José Carrillo Solares. Y por otro lado, el insobornable aspecto jurídico y moral, pues ni la Audiencia Nacional gozaba de competencia para erigirse en un conato de Corte Penal Internacional -de acuerdo al Estatuto de Roma ya existían tres tribunales especiales de ese orden- ni se podía olvidar que una Transición democrática debía roturar ese terreno arriscado del perdón y el olvido a fin de evitar futuros revanchismos, tal y como ya ocurría en Chile, donde según el decreto-ley 2191 «si algún elemento de un sumario judicial tendía a demostrar que un prisionero político había sido ejecutado o torturado en ese periodo de tiempo, había que aplicar la Ley de Amnistía».

A miles de kilómetros de distancia, las cosas eran muy otras. En Madrid, desde que la Audiencia Nacional pasara por la pila bautismal y se autocolocara la mitra real por la cual se convertía en una suerte de Tribunal Universal por el que podrían procesar al mismísimo Dios una vez dejara sus labores de gobernanza, se tomaron muy en serio la posibilidad de aplicar justicia allende los mares hasta poner entre rejas a los distintos genocidas del globo, siempre que la pata de palo estuviera anclada a su miembro derecho. En 1996, la Unión Progresista de Fiscales interpuso una denuncia en el Juzgado de Guardia de Valencia contra Augusto Pinochet Ugarte y un rosario interminable de generales y responsables políticos y militares. Detrás de la denuncia estaba el abogado socialista valenciano Joan Garcés, presidente de la Fundación Presidente Allende, cirineo de Salvador Allende mientras éste vivió. En poco tiempo, la denuncia demudó en querella criminal hasta acabar en la Audiencia Nacional. Allí, el instructor Manuel García Castellón incorporaría al auto el Informe Rattig, eje de coordenadas de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, además de remitir una comisión rogatoria para solitar información de la Junta Militar. Fue entonces cuando el otrora ingeniero hidráulico, Eduardo Frei, y ahora segundo Presidente de la recién alumbrada democracia chilena, envió a Torres Silva a ponerle sobre la mesa a Fungairiño los riesgos que suponían para los cimientos democráticos del país, aún húmedos, el hecho de sacudir el recuerdo y la memoria de los muertos de la dictadura. La presencia de Torres Silva en la Audiencia Nacional no trascendió en importancia más allá de la que le otorgan las vacas del campo al paso de los trenes: visto y no visto.

Fue entonces cuando apareció, Tizona en alto, nuestro Cid Campeador a lomos de su caballo: Fernando Baltasar Garzón Real, Juez Instructor del Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. Descontento con el trabajo realizado por su compañero Manuel García Castellón, decidió, junto al palafrenero de Allende, Joan Garcés, ejecutar una maniobra más propia de trileros a fin de engañar con la bolita a sus superiores en la jerarquía judicial y hacerse con el caso Pinochet, viendo que Castellón no arañaba el auto lo suficiente como para poder procesar al provecto Augusto. El ardid utilizado por Garzón consistió en desglosar el sumario en tres piezas separadas hasta investigar el Plan Cóndor, donde entibaría la investigación sobre los crímenes llevados a cabo por el ex dictador Pinochet. Así, una vez robado el sumario a su compañero de armas, García Castellón, comenzó a trenzar querellas criminales, testimonios y adhesiones al proceso de instrucción como la Fundación Salvador Allende o la Agrupación de Detenidos y Desaparecidos de Chile. El malabarismo no pudo salirle más a la carta. Sin embargo, a 14.000 kilómetros de distancia de Madrid, en pleno Chile, a alguien se le volvió pura lava la sangre de sus venas al enterarse de la noticia. «¿Se habrá visto mayor robo?», sentenció el juez Juan Santiago Guzmán Tapia con el desconcierto de quien ve cómo le roban sus propias joyas para arrojarlas a una piara de cerdos.

Y es que, por entonces, el bueno de Guzmán Tapia llevaba ya instruidos más de cincuenta mil folios, enlazando como cuentas de abalorios testimonios de familiares y denuncias del Informe Rattig, e incluso deteniendo y procesando al número dos de Pinochet, el general Arellano Stark y cincuenta y nueve militares, con el objetivo de escalar hasta la cima del Everest de la Junta Militar y cazar al ex dictador Augusto Pinochet. Ocurría, además, que los denunciantes de Garzón eran los mismos que tiempo atrás declararon ante Guzmán Tapia. Garzón, con su estilo de Barbarroja, había decidido saltarse a la pídola las más elementales normas de ética jurídica, violando el principio de territorialidad por el cual la autoridad competente en la instrucción de una causa es el juez natural de donde se han cometido los delitos, así como ignorando a sabiendas que una persona no podía ser procesada dos veces por los mismos hechos. El paroxismo del despropósito se alcanzó cuando el propio Guzmán Tapia pudo comprobar que el sumario de Garzón reproducía textualmente folios enteros de las declaraciones al juez chileno y la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Así, Garzón no sólo prevaricaba al por mayor al atribuirse competencias que no le correspondían, al tiempo que le pisaba la manguera a su compañero Manuel García Castellón, sino que la labor del rutilante juez de l Audiencia Nacional no iba más allá de pasar por la fotocopiadora y choricearle el trabajo a Guzmán Tapia, un juez de raigambre aristocrática y orgullosamente de derechas que se propuso sentar en el banquillo a la Junta Militar de Chile al completo, incluido el ex dictador Augusto Pinochet.

Al poco tiempo, el juez Baltasar Garzón, orondo como un odre de vino, albos los cabellos y con sus quevedos de cerca, se sentaba delante del ordenador en su despacho de la Audiencia Nacional y redactaba una orden internacional de busca y captura contra Pinochet, sabedor de que acababa de aterrizar en Londres, lo que, para un ducho en la caza mayor como Garzón con más pertrechos que puntería, suponía la oportunidad de su vida para hacerse la foto con los honores de Capitán Planeta y aparecer en la misma como el juez más famoso del Universo. Para ello -recordaría Fungairiño- esperó a que la Audiencia Nacional estuviera vacía, un fin de semana, «sin dictar orden de detención ni procesarle antes ni nada». Se trataba de llegar y besar al Santo. O demonio, tanto monta.

Tres días después, entre exhortos a Interpol y Scotland Yard, Augusto Pinochet era detenido en el hospital donde le operaron. A Garzón no le podían relucir más sus colmillos de ofidio. La presa estaba atenazada bajo el cepo tendido. Sólo faltaba montarlo en un avión y enviarlo a la Audiencia Nacional para ser procesado en lo que supondría el primer triunfo de la Justicia Universal impuesta por un tribunal especial español como era la Audiencia Nacional. Sin tomarle declaración siquiera como ordena la Ley de Enjuiciamiento Criminal, comenzó a articular los resortes necesarios hasta que, después de quinientos días de idas y venidas, quiebros y requiebros, e incluso aparecer en la Cámara de los Lores cual paladín justiciero, finalmente, en marzo de 2000, el Gobierno de Tony Blair, considerando que «a sus ochenta y cuatro años, su salud está quebrantada y las razones humanitarias deben prevalecer sobre cualquier cosa» decidió no extraditarlo a España para escarnio y recreo de un Juez ególatra con una vanidad que a duras penas cabría en el Taj Mahal, y optó por enviarlo a Santiago de Chile como se envía a las suegras-sayones: sin billete de vuelta. Allí, Guzmán Tapia conseguiría que le levantaran la inmunidad parlamentaria al arrugado anciano, a fin de sentarlo en el banquillo; pero poco o nada le duró el sortilegio. La Corte de Apelación decidió sobreseer el proceso contra el ex dictador por razones humanitarias y carecer de un discurso coherente. Sin embargo, Guzmán Tapia, cual Ave Fénix, resurgió de sus cenizas sin trapisondas ni malabarismos como ya hiciera Garzón, sino con la Ley en la mano, hasta conseguir sentarlo en el banquillo por la Operación Cóndor. Sentarlo, sólo eso. No era más lo que pedía la sociedad chilena para un anciano de noventa años inválido, en silla de ruedas y con la mente perdida por el desagüe de los años. Y así fue. En diciembre de 2006, Augusto Pinochet se desinflaba como un globo de helio abandonado hasta fallecer. La Justicia Divina, a modo de Ordalía, decidiría su destino en el Más Allá. Mientras, en el Más Acá, Juan Salvador Guzmán Tapia se llevaba la corona de laureles de haber sido el único juez del mundo capaz de sentar en el banquillo a esa lastimera y lastimosa caricatura de sí mismo que era ya por entonces Augusto Pinochet. No lo sentó ninguno de los jueces belgas, suizos o de otros tantos países que trataron de sentarlo. Ni mucho menos lo consiguió Baltarsar Garzón, quien trató de tocar la flauta antes de tallarla al abrir uno de sus macrosumarios ebrios de ideología. Claro que las cosas parecían hallarse en las antípodas de la realidad a la luz de los distintos comentarios y valoraciones que suscitaba el súperjuez de Torres entre la fauna mayor y menor de admiradores de la izquierda española, pues no dejaban de ver en Garzón el gran triunfador de la Justicia Universal, fruto de un acuciante astigmatismo ideológico, claro está. Y fue él, el propio Garzón, quien se dedicó a vender su historia, como sacada de un cuento de los Hermanos Grimm, a 100000 dólares la conferencia, repitiendo una y otra vez la misma ponencia, con esa autosatisfacción de Pigmalion adorando su propia obra. Muerto Pinochet, el balón estaba ahora en el tejado de casa. Y como cada cosa tiene su momento y los nabos en adviento, Garzón vio el momento de juguetear con el pasado nuestro a fin de seguir imponiendo su cosmovisión de buenos y malos. Franco y Carrillo volverían a los telediarios.

En 1977 se aprobó la Ley de Amnistía en nuestro país a fin de cerrar las heridas del pasado más reciente y mirar hacia el futuro. La revancha no cabía ni moral ni jurídicamente en nuestro ordenamiento jurídico y civil. De igual que Argentina y Chile, España tenía su Ley de Punto Final. Con todo, en diciembre de 1998, la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas de Paracuellos del Jarama presentó una querella criminal contra Santiago Carrillo, el Partido Comunista de España, el PSOE y el Estado español. Según el texto, en virtud del artículo 134 del Código Penal, el delito de genocidio no prescribía nunca, por lo que exigían la investigación y juicio a Carrillo. A lo que añadía que «lo hacemos con fundamentos ratificados por el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Aspiramos a que de forma análoga se aplique el delito contra los genocidas a Santiago Carrillo, aun no existiendo la norma a aplicar en el momento de ocurrir los hechos, ya que tampoco figuraba en el derecho positivo español cuando ocurrió el Golpe de Estado de Chile». Lo que venían a pedir era, lisa y llanamente, que se aplicara la misma vara de medir a todos los genocidas, fueran de izquierdas o de derechas, sin distinción de colores. El escrito, entre otras cosas, subrayaba con trazo grueso que los crímenes de Paracuellos, cometidos en tan sólo tres días, superaban a los de toda una dictadura militar como la chilena, operativa durante años. Además, de igual que ya ocurriera con los distintos autos chilenos, la querella de la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama contaba con el peso moral, y no sólo testimonial, de cientos de familiares de las víctimas. Por esas macabras casualidades de la vida -causalidades, diría Jung- o alineación de los astros y constelaciones, la querella cayó en el Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional o, lo que es lo mismo, en manos de Baltasar Garzón. La casualidad iba más allá de lo anecdótico por dos razones bien diáfanas: primero, porque darle a Garzón un caso de crímenes de tonalidad escarlata era como darle a un perro una caldera de cabezas de pescado, sabiendo de antemano que ni la olería; y, en segundo lugar, porque evitaban precisamente ese juzgado, ya que la neutralidad de Garzón quedaba más que en cuarentena al haber sido miembro del PSOE en el año 1993, como Secretario de Estado durante el Gobierno de González, cuando la querella iba dirigida subsidiariamente contra el mismo Partido Socialista Obrero Español al que el ahora juez perteneció. Pero como no sabemos si se convirtió antes el capullo en rosa o la rosa en capullo, lo que siguió a la presentación de la querella dejó claro que al juez Baltasar Garzón no le interesaban las víctimas, sino el color de éstas, y que nunca, desde que volvió a enfundarle la toga tras su paso por el mundo de la política, dejó de hacer aquello que realmente le mueve y que no es otra cosa que eso mismo: pura política garbancera.

En poco menos de tres folios despachaba el bueno de Garzón la querella contra Santiago Carrillo y compañía, al no acreditarse la personalidad jurídica de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama. Lejos de permitirle a su equipo de abogados que sacara la caja de herramientas y puliera los posibles defectos formales, el juez Garzón añadía, para escarnio y vergüenza de la Asociación, que dicho fallo «vicia irremediablemente la acción intentada y la querella debe rechazarse ad limine ya que, por otra parte, los querellados individuales no especifican el tipo de acción que pretenden ejercitar, particular o popular, por lo que carecen de capacidad jurídico-popular. [...] Por lo demás, no teniendo carácter de parte los que presentan el escrito al concurrir defectos insubsanables, no existe la posibilidad de darles entrada por la vía del recurso». Añadía, además, a fin de cauterizar el asunto de Paracuellos, que se disponía a «dejar constancia de la mala fe procesal y del abuso de derecho y fraude de ley en la formulación de la querella». Al poco tiempo, la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, presentó una recusación contra Garzón al entender que «es notorio y conocido que fue candidato número dos por la lista del PSOE por la circunscripción de Madrid, y al ser el PSOE uno de los coquerellados debe abstenerse de instruir la causa al tener amistad o enemistad manifiesta con cualquiera de las partes». Presentaron también un recurso de apelación contra el auto de inadmisión de la querella, al no haber dado el plazo preceptivo de diez días para subsanar los defectos existentes, yendo tal rechazo frente a cualquier intento por remediarlo contra la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Sin embargo, Garzón acabó por hacer oídos sordos para no resolver el recurso ni elevarlo a la sala, quedando acreditada su mala fe y su naturaleza prevaricadora. Pero como el mal siempre tiene un paso más por delante, Garzón, tras la insistencia de los abogados de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, sacó su trabuco y disparó como zuavo atrincherado contra ellos. Según él, los fusilamientos de Paracuellos estaban ya amnistiados por la Ley de Amnistía de 1977. Del mismo modo, añadía que el término genocidio no apareció hasta 1944, recordando que no se podría juzgar retroactivamente, pese a que en Nuremberg y Tokio se aplicó en 1945 y 1947, de igual que la Audiencia Nacional ya lo hizo con Pinochet en 1998 por crímenes cometidos en 1978. Es decir, se daba la paradoja, teñida de vileza, de que el mismo juez que trató de sentar a un dictador de derechas saltándose la Ley de Amnistía de su país y aplicando retroactivamente la doctrina Núremberg contra los delitos de genocidio, se pasaba por el Arco del Triunfo la querella que buscaba, punto por punto, muerto por muerto, lo mismo, exactamente lo mismo, solo que respecto a un grupo de asesinos de izquierda. Se demostraba así el maniqueísmo lancinante que estaba dispuesto a aplicar Baltasar Garzón en su lucha contra los crímenes contra la humanidad y las violaciones de los Derechos Humanos. La pregunta era: ¿Se trataba de algo puntual a fin de cubrir las vergüenzas del que fuera su partido o estaba dispuesto a tratar con la misma paternal indulgencia a las distintas dictaduras en activo siempre que fueran de izquierdas? La respuesta estaba en el aire.

A finales de 1998, la Fundación Nacional Cubano Americana, al alimón con la Fundación de Derechos Humanos de Cuba, presentó una querella criminal en la Audiencia Nacional por la muerte de nueve personas, al tiempo que acusaban al régimen cubano de haber aniquilado a 18.000 personas desde su instauración, en enero de 1959, y de las cuales 800 eran españolas. La querella pedía el procesamiento de Fidel Castro, Presidente de Cuba; Raúl Castro, Vicepresidente y Ministro de Defensa; Osmay Cienfuegos, Ministro de Turismo; y Carlos Amat, Embajador de Cuba en Ginebra, recordando, claro, que tanto Fidel como los otros tres querellados formaron parte del aparato represor del castrismo. Según los firmantes de la querella, el castrismo atentaba contra la Declaración Universal de Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966; la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; y la Convención contra la Tortura.

Pese a semejante rosario de atropellos totalitarios, el juez Garzón no tuvo pasión ni devoción por resarcir las heridas de los 18.000 asesinados por el castrismo ni restaurar el honor y la dignidad humana de los más de 2.500 presos políticos que en el momento de la denuncia reconocía Amnistía Internacional, en el cuarto país del mundo con mayor población penal, con cien mil presos repartidos entre las cerca de doscientas cincuenta cárceles del régimen. La demanda de la Fundación Nacional Cubano Americana cayó en manos del Juzgado de Instrucción Número 2 de la Audiencia Nacional, la cual fue despachada con el desdén de aquel que pica billetes a las puertas del vagón del tren. El tribunal sentenciaba que «España no es competente para juzgar a jefes de Estado ni de Gobierno en activo». Todo ello pese a que el Convenio para la Represión de la Tortura incluía a Jefes de Estado y funcionarios en activo. Pero no fue la única denuncia arrojada a papelera, ya que el juez Baltasar Garzón hizo lo propio con las muchas querellas presentadas en su juzgado por las distintas asociaciones cubanas, las cuales fue encestando una por una en el cubo policromado como si del mejor Reggie Milles se tratara. Quedaba así claro que el afán justiciero del jiennense requería dos condiciones previas para salir al campo de batalla con adarga y espada listo para desarmar tiranos: la primera, ser de derechas; y en segundo lugar, tener un pie en el otro barrio. El cubano sólo cumplía la segunda. Y tal era su grado de seguridad e impunidad que llegó a sentenciar cual Guevara en flor: «soy revolucionario y moriré siéndolo». Por lo que así sería. El 31 de mayo de 2006, el tísico revolucionario Fidel Castro le pasaba las llaves de la Isla a su hermano, Raúl Castro, convirtiéndose en el nuevo Jefe de Estado de la Isla de Cuba. Nada cambiada, salvo una cosa: Fidel Castro ya no era Jefe de Estado en activo. Como al niño que explota el dolor de muelas durante una semana para no ir al colegio, a Garzón se le acabaron las excusas y los salvoconductos para no imponer su afamada Justicia Universal en la Isla de Transilvania. Era el momento oportuno para aterrizar con una ristra de ajos en una mano y una estaca de madera en la otra a fin de atrapar a ese Vlad Tepes inválido y arrugado como una pasa de Corinto que tanto seguía haciendo sufrir. Pero lo que era por entonces mera hipótesis que serpenteaba por los pasillos de los órganos judiciales, acabó por convertirse en teoría cabal y empírica. A saber: Garzón sólo estaba dispuesto a ponerle el cascabel a los felinos de derechas. Para él, la sangre derramada, los niños huérfanos, las viudas condenadas al dolor y la ausencia, la violación de los Derechos Humanos así como la falta de libertad, sólo eran dignos de atender cuando los llevara a cabo un ancianito en retirada -o fallecido- y con mano diestra. De nada importaban las continuas denuncias de Human Rights Watch o el Consejo de Relatores de Derechos Humanos de Cuba, con presos embadurnados en excrementos para no ser violados, como sí hacían con muchas de las mujeres, mientras otros eran encerrados y torturados en jaulas con el famoso método Shakira -como denuncia el CRDHC- consistente en atar al preso con sus miembros retorcidos por el cuerpo en posiciones imposibles. Agua de borrajas. Fidel Castro seguiría gozando de su retiro caribeño con la conciencia tranquila, como si hubiera sido el mismísimo Fray Bartolomé de las Casas caribeño y no un asesino liberticida.

Atrincherada entre Camerún, Gabón y el Congo, se halla la minúscula Guinea Ecuatorial, el país más corrupto del Mundo después del Congo, según el FMI. Un país que invierte el 1% en sanidad, pese a recibir 3.000 millones de dólares por la explotación petrolífera, de los cuales más del 90% acaban en la cuenta personal del octavo hombre más rico del mundo: Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial desde 1979, tras el Golpe de Estado que derrocó a su propio tío, Macías Obiang, y cuyas elecciones dizque democráticas viene ganando desde entonces con el 99,5% de los votos emitidos. A Teodoro Obiang no sólo se le atragantó el poder de su tío, sino sus propias vísceras. De él se dice que se come a sus opositores políticos, su tío Macías incluido, de acuerdo a ciertos rituales religiosos de Guinea, Congo, Nigeria o Camerún, impuesto por hechiceros y brujos que creen que al alimentarse de los rivales se adquiere la fuerza y sabiduría de éstos. A Obiang se le atribuyen más de cien crímenes contra adversarios políticos, al margen de la plúmbea represión llevada a cabo contra el pueblo guineano, uno de los más pobres de Africa. Obiang enlaza directamente con la ristra interminable de dictadores africanos que, desde la descolonización, vienen imponiendo el famoso «socialismo africano» de los Nyerere, Kenyatta, Nkrumah, Sekou Toure y compañía.

Escondido en Toledo se hallaba el periodista y líder del opositor Partido del Progreso de Guinea Ecuatorial, quien ratificó la teoría del canibalismo del Presidente de Guinea Ecuatorial. «Si un día me muero y mi cadáver lo llevan a Guinea para darme sepultura, sé que mandará desenterrarlo para comerme, y no precisamente a la parrilla, sino crudo», dijo el opositor del Ed Gein africano. Por ello, sabedores de la imposibilidad de exigir justicia en su propia tierra, el letrado Fernández Goberna dio el aldabonazo a las puertas de la Audiencia Nacional para exigir Justicia Universal. El bueno de Goberna ya sabía cómo se las gastaban los chicos de la Audiencia, pues tiempo atrás mantuvo un duelo a espadas con los jueces de la misma después de que le denegaran por activa y por pasiva las distintas querellas presentadas contra el vecino Hassan II, responsable de la muerte y desaparición de 60.000 personas. Al igual que con Fidel Castro, la razón del juez Garzón fue la de la inmunidad de Hassan II como Jefe de Estado en activo. Por ello, el rey alauí pudo ser enterrado en 1999 sin habérselas visto con esa Audiencia Nacional que nada tenía de audiencia y poco de nacional, pues era más importante imponer justicia a 14.000 kilómetros de distancia que en la propia España y su patio trasero, Marruecos.

Así que, con estas cartas en la baraja, se dispuso Fernández Goberna a denunciar a Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial; Teodorín Nguema Obiang, ministro de Bosques e hijo del Obiang canibal; Armengol Ondo Nguema, tío de Teodorín y director general de la Seguridad Nacional; y al ex ministro del Interior, Julio Ndong Ella Mongue, acusados todos ellos de genocidio. El caso cayó en el Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, templo de Baltasar Garzón. La razón para proceder al archivo de la denuncia fue la de siempre: «Al menos uno de los denunciados es jefe de Estado y goza del derecho a la inmunidad». Al menos uno. Fernández Goberna, agotado de ver cómo Garzón interpretaba las leyes según soplara el viento, recurrió el auto de archivo alegando que «nos oponemos a que la figura de Obiang se emplee como paraguas que abarque a otros para amparar un delito de genocidio, de torturas y de desaparición de personas, delito éste último que no prescribe, pues cada día que la persona desaparecida sigue sin dar señales de vida y sus familiares y amigos continúan con su búsqueda, el delito en lugar de desaparecer, se renueva». Garzón, haciendo suyo el pensamiento de Maquiavelo de estar «dispuesto a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal, caso de necesitarlo», metió sus pies en el tiesto del mal a fin de seguir medrando social y profesionalmente a fuerza de perseguir las dictaduras diestras y no tocar las zurdas, esas a las que tanto se les acariciaba el lomo desde occidente. Por tanto, acabó por hacer una pelota de papel con el recurso de Fernández Goberna y anotarse otro triple en su papelera. La familia Obiang, una de las más sanguinarias del último siglo de Africa, seguiría haciendo fortuna en la pequeña Guinea mientras parasitaba a una población de apenas un millón de habitantes que sobrevive con menos de dos dólares al día.

En junio de 2006, Marcos Carmona, presidente de la Comisión Permanente de Derechos Humanos, presentó una denuncia contra ex dirigentes sandinistas, entre ellos el por entonces presidenciable Daniel Ortega. Las acusaciones, de genocidio y crímenes de lesa humanidad contra indígenas misquitos, abarcaban un total de 64 asesinatos, 13 torturados y 15 desaparecidos. Por entonces, el embajador de Nicaragua, Reinaldo Velázquez, ya le había sacado los colores al juez Garzón, al preguntarle públicamente en la Organización de Estados Americanos, en Washington: «Señor Garzón, ¿debemos esperar de usted que persiga con el mismo celo que lo hizo con los militares argentinos y chilenos a otros violadores de derechos humanos, como Fidel Castro en Cuba o Daniel Ortega en mi país, Nicaragua, dos individuos que han atropellado los derechos humanos desde hace décadas y están condenados por las Naciones Unidas y la Corte Iberoamericana?». Como la escena final de una película tantas veces vista, las razones esgrimidas por el charrán de Garzón para no hacerse con el caso ya podemos presuponer cuáles fueron. Y así fue. El Capitán Planeta también se negó a impartir justicia en el país centroamericano.

«Soy un hombre conocido por su sentido del humor, pero me da la sensación de que ahora afronto la vida de otra manera, como un enfermo que se ha curado, pero al que se le tuerce el gesto con las bromas. Porque todo esto ha dolido mucho [...] Yo no le guardo rencor a nadie, pero le debo una experiencia como esta a Baltasar Garzón». Quien así hablaba no era una víctima de ETA, ni del castrismo, ni un resurrecto desenterrado en Guinea Ecuatorial por Teodoro Obiang para hacer hamburguesas con él. Se trataba de Miguel Durán Campos, abogado y empresario bilbaíno que presidió la ONCE y Telecinco, entre otras. Ciego desde los once años, era más que conocido por su sentido recto de la justicia, sus brillantes exposiciones y un carácter alegre y vivo. Hasta que se le cruzó en el camino el juez Baltasar Garzón dispuesto a pasarle por encima como si de una manada de bisontes americanos se tratara. Era 1998 y Garzón le acababa de imputar un delito de fraude fiscal. De la noche a la mañana, a Miguel Durán le embargaron sus bienes, le pidieron catorce años de cárcel, cien millones de fianza y otros cien de multa. «Con cuarenta años que tenía y con una trayectoria dicen que brillante... Estaba en la flor de la vida y, de golpe y porrazo, vienen unos sheriffs justicieros y...». Siendo Garzón el patrón del barco, no costaba imaginarse el desenlace. Después de diez años de procesos, cien mil folios instruidos, una familia destrozada y un honor arrugado como una aljofifa de limpiar ventanas, la Sección Primera de lo Penal de la Audiencia Nacional absolvió a Miguel Durán Campos de todos los delitos de los que se le acusaba. El sumario, instruido por el juez Baltasar Garzón, aseguraba que Durán y siete empresarios más elaboraron «un entramado jurídico-empresarial ficticio» para encubrir la violación de las leyes de televisión privada por las cuales una empresa extranjera no podía tener más del 25% del total de la empresa española, acusando a Finnivest, cuyo accionista principal era la ONCE, de poseer el 80% de Telecinco. El fin de Garzón no era otro que el de elaborar uno de sus macrosumarios arrimándose al árbol que más sombra mediática pudiera darle. Vanidad de vanidades. Así, hilvanó el Caso Telecinco hasta llegar a Silvio Berlusconi, acusado de seis delitos fiscales y otros seis de falsedad documental, para quien pedía veinte años de cárcel. Sin embargo, la presa se le escapó de entre las manos como se escapa un puñado de arena, ya que en 2001 fue nombrado Primer Ministro de la República de Italia, adquiriendo así la inmunidad parlamentaria y por lo cual el proceso quedó suspendido. Cinco años después, pese a seguir siendo miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo Europeo, Garzón levantó la suspensión a Berlusconi por el caso Telecinco. Nada que ver con el dictador Castro, Santiago Carrillo y la ristra interminable de asesinos de izquierdas, a quienes, bajo el paraguas de la inmunidad, cubrió hasta que, abandonado el cargo presidencial, los dejara escapar como quien devuelve al río a la trucha recién pescada. A Berlusconi, empresario y político orgullosamente de derechas, no pensaba soltarle el anzuelo de la boca. Lejos de justificar sus tropelías, caso de existir, lo que quedaba claro era el doble rasero de Garzón, al presumir encantado de sí mismo ante los medios de haber sido el único juez capaz de hacer declarar por partida doble al mismísimo César Berlusconi, mientras un buen puñado dictadores de izquierdas se iban de naja. Una vez hecha la foto, lo de menos fue la justicia. Igual que nada importaba el daño causado a inocentes como Miguel Durán o López de Coca. Silvio Berlusconi volvió a la política, a sus velinas y a su fanfarronería burda del lechero que deja de ordeñar vacas por que aprende a hacer quesos.

Años después, al juez Garzón le abrieron tres procesos distintos, acusado de prevaricarión y haber cometido un delito de cohecho impropio. La Sala de pleno del Tribunal Supremo decidió apartar a Garzón durante once años por prevaricar al autorizar las escuchas del Caso Gurtel. La sentencia, plagada de referencias a los Derechos Humanos que el juez de Torres violó, dejaba claro por unanimidad que un personaje de esa ralea no cabía en un mundo como el de la Justicia ya que, precisamente, el fin no ésta no es otro que el de hacer valer y respetar las normas de un Estado de Derecho. La sentencia exponía que Garzón se valió de métodos más propios de los regímenes totalitarios, además de recordar que a la verdad no se puede llegar a cualquier precio, obviando que en un Estado de Derecho, hasta el mismísimo Monstruo de Amstetten tiene derecho a una defensa justa. Con el tiempo, de nuevo la sala del Supremo exoneraba a Garzón por el caso de los cobros del Santander, advirtiendo que los delitos de cohecho habían prescrito, pues pasaron los dos años preceptivos desde la última denuncia, pero dejando claro que el delito existió. «Una censurable estrategia de persuasión», añadía el auto de inadmisión, lo que no hacía sino ensanchar el ojo de la aguja por el que colar al orondo Garzón, ya que el delito de extorsión -que es lo que se sustrae del auto que existió- no prescribía hasta tres años después. Pero aceptando pulpo como animal de compañía, no quedó otra que acatar. Pendiente quedaría por resolver el asunto del franquismo, el más ruidoso. Nada que decir. Visto lo visto del pasado más reciente del juez Garzón, cada uno podrá resolver sus propias dudas y afianzar sus certezas. Pinochet, Carrillo y Franco, compartiendo una Ley de Amnistía, unos delitos de genocidio que se aplican de acuerdo al origen del viento, unas querellas arrojadas a la papelera y otras tratadas con mimo y delicadeza de madre primeriza. Sobra explicar de nuevo los motivos de la más que flagrante prevaricación del Capitán Planeta, ese que, hoy por hoy, podemos considerar ex juez oficialmente, un castigo que llega tarde aun siendo temprano. Pocos lo recordarán como el juez que le perdonó la vida a los dictadores de izquierdas; ese que hizo aquel sonoro ridículo con el ácido bórico y del que hasta los medios más zurdos hicieron sangre; que llegaba en helicóptero a los registros de la Operación Nécora, aquella que sentó a cincuenta personas en el banquillo y que, como hileras de hormigas, fueron abandonando la Audiencia Nacional tal y como llegaron; que ordenó el asaltó al buque Privilege convencido de que portaba cinco toneladas de droga, con un ejército de los GEO, un buque de la Armada, un helicóptero del Ejército del Aire y veinte agentes del servicio de Aduanas, sin hallar un sólo gramo de cocaína; ese que goza de un bosque de más de dos mil árboles a las afueras de Jerusalén con su propio nombre, después de que, empeñado en alcanzar el Nobel de la Paz a base de castigar a Israel, le aconsejaran en el Consejo Mundial Sionista que le diera la vuelta a la tortilla si de verdad quería tal premio, pasando por arte de birlibirloque a ser un auténtico admirador de Israel; ese que trató de meter en la cárcel a Kissinger y González para después gastarse cinco mil dólares invitándolos a cenar; ese que, tras perseguir a ETA hasta el punto de cerrar por primera vez en democracia un periódico, se unió al bando de los genuflexos hasta declarar durante los Diálogos Trasatlánticos que había que contemplar la entrega de Navarra al País Vasco y el derecho a la autodeterminación; ese que escondió en el cajón los papeles del Caso Faisán y apartó a la Guardia Civil del mismo para no estorbar en el «proceso de paz» de Zapatero; ese a quien la Comisión de Calificación del Consejo General del Poder Judicial le dejó claro cuando aspiró a ser Presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que «carecía de preparación» al no haber actuado en órganos judiciales colegiados ni poder aportar una sola sentencia dictada en este tipo de tribunales; ese demócrata de la cruz a la bola que exclamó que «a mí todavía, en este país, no hay nadie que tenga cojones para quitarme el puesto de presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional». Todo esto, y más, es el legado que nos deja Fernando Baltasar Garzón Real.

Un juez que lo quiso ser todo: hombre-bala y cañón; elefante y domador; el payaso de las bofetadas, el tonto y también el listo y espigado. Al final, lo que queda no es más que un pobre ejecutivo circense, experto en esa vida nómada, gitana, de ir con la música y la carpa de puerto en puerto, de pueblo en pueblo, ganándose las sonrisas de pequeños y grandes con sus números de prestidigitación y sus paseos por la cuerda del funambulista. Acabada la fiesta, destensadas las cuerdas, desarboladas las carpas multicolores, enjauladas las fieras, y en carretera las caravanas, no queda más que la nada: un solar de albero y matojos donde un día se representó una función sin otra finalidad que la de entretener. Esa, y no otra, es la nada del Circo de Garzón. El juez que se sirvió de la justicia para hacer política, y de ésta para hacer teatro de barraca. Las luces se han apagado. Hasta la próxima feria, Dios mediante.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Operación Ogro?

Anónimo dijo...

Bernardo Arnone Hernández (q.e.p.d.)

doblesobresencillo dijo...

En paz.