domingo, 26 de septiembre de 2010

AFRICA


Dambisa Moyo es lo que suele llamarse una rara avis. Nació en Zambia, no hace tantos años como su trayectoria profesional pareciera insinuar. Doctorada en Económicas por la Universidad de Oxford, posee además la corona de laureles del Máster en Desarrollo Internacional por la Universidad de Harvard. Es también licenciada en Química por la Universidad de Washington D.C, donde engordaría su currículum al mismo tiempo con un Máster en Dirección Empresarial. A sus cuarenta años, ha hecho carrera como consultora en el Banco Mundial, entre otras instituciones de alto coturno. Colaboradora habitual del Financial Times y The Economist, ha sido engalanada como una de las cien personas más influyentes del Planeta Tierra. Al margen de semejante pertrecho académico y personal, la economista del ébano es autora de una de las diez obras más vendidas en los Estados Unidos: Dead Aid (El fin de la ayuda). Con ella encontraría el punto de ignición definitivo con el que prender los yermos arrozales de la corrección política y el tercermundismo. La obra es en sí una declaración de intenciones, un toque de espuelas a los caballos que galopan quemando herraduras hacia el abismo junto a quienes ella misma llama los cuatro jinetes del Apocalipsis africano: la guerra, la enfermedad, la pobreza y la corrupción. Y es que esta economista africana lleva años dedicándose en cuerpo y alma a señalar que el Emperador se pasea desnudo con un cinturón de explosivo sobre el pecho a punto de detonar, poniendo en el grave peligro de saltar por los aires a todo el Reino Africano. O lo que de él queda.

La buena de Dambisa repite como un mantra maldito en los distintos artículos y entrevistas que concede cómo los planes de ayuda económica internacionales no es que sean solamente estériles, sino que son además profundamente dañinos. Un cáncer en plena metástasis, una peste negra corriendo a matacaballo por las arterias y vías de África, barriendo todo lo que encuentra a su paso. Y así, prendiendo la pólvora de los datos y los números, convierte en blanco de sus fuertes críticas a las ayudas exteriores con las que los distintos gobiernos occidentales tratan de pasar el peine desde Cabo Blanco a Cabo de las Agujas. Se refiere a los 50.000 millones de dólares que llegan anualmente al continente africano; o lo que es lo mismo: un trillón de dólares en los últimos sesenta años. Unas cantidades que, aun causando vértigo, caen en saco roto año tras año, como cae al mar la mercancía del bergantín herido de muerte.

Son muchos los países y organizaciones que se postran de hinojos frente al Grifo de Oro de los Estados Unidos y el Banco Mundial suplicando un Plan Marshall para África, como es el caso de la Organización de la Unidad Africana. Ignoran entre lamentos y letanías que las ayudas recibidas por el continente africano desde el inicio de su lento proceso de descolonización equivalen a tres planes Marshall, como señalara Revel en su ensayo La obsesión antiamericana. Además, si pasamos los números por el tamiz, veremos que entre 1960 y 2000, los países africanos recibieron cuatro veces más créditos que América Latina o Asia. Unos préstamos concedidos en condiciones sumamente ventajosas y muy a largo a plazo. Y unos préstamos que, con todo, terminan siendo perdonados con el tiempo a los distintos gobiernos africanos.

Con todo, siempre hay a quien le parece poco. Pudimos comprobarlo en la pasada Cumbre de las Naciones Unidas en Nueva York. Obama, en su condición de Mago Berlín, anunció la puesta en marcha de un Plan Global de Desarrollo que, como el Bálsamo de Fierabrás, acabará con el reumatismo agudo que mantiene postrada en la cama a la criatura africana. Pero como no hay Quijote sin escudero, no tardaron en abrirse paso los buenos de Sarkozy y Zapatero, apostando por la aplicación de la Tasa Tobin con la que gravar las transacciones financieras internacionales con objeto de erradicar la pobreza y el hambre. Y a repetir ruegos y canticos sagrados, como si de un molinillo de oración tibetano se tratara. Sin embargo, el propio James Tobin debe hallarse sorprendido bajo tierra con el asombro de aquel que paga con un billete azul y le devuelven uno rojo. Y es que el economista, en una entrevista publicada en Der Spiegel hace años, no sólo se mostró claramente molesto por la veneración rendida por los antiglobalización, sino que, además, llegó a lamentarse profundamente por la manera en que fue instrumentalizada su criatura. Su teoría, desarrollada en los años setenta, fue rescatada del oscuro sótano donde descansaba para ser reutilizada como hacha de guerra a día de hoy, un hecho que, según palabras del autor, le pareció algo totalmente «anacrónico», pues el mundo ha cambiado demasiado como para poder zamparse la Tasa Tobin sin sufrir un corte de digestión. Carne podrida. Y lo dice el propio matadero. El grupo de arqueólogos encargado de desenterrar la Tasa Tobin y ponerla al servicio de la causa antiglobalización fue el colectivo ATTAC, capitaneado por el director de Le Monde Diplomatique, I. Ramonet, y en el que militan, entre otros destacados brigadieres, Carlos Jiménez Villarejo y Noam Chomsky. Un colectivo con el que el Premio Nobel de Economía, Tobin, no quiso tener ningún acercamiento en vida, hasta el punto de rechazar un encuentro en Paris con miles de enfervorecidos defensores de unas posiciones «bien intencionadas pero mal pensadas». Una confrontación que puede ser algo más que zanjada con su rotundo: «Mire usted, soy economista, y, como la mayoría de los economistas, partidario del libre comercio. Además, estoy a favor del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de la Organización Mundial de Comercio. Abusan de mi nombre».

Y es que la Tasa Tobin, como todo tipo de inyecciones artificiales, entre otros muchos efectos secundarios descritos en el prospecto, generaría una gran inflación, pues un violín no soporta más de cuatro cuerdas. Es el caso, por ejemplo, de Zimbabue, con una hiperinflación que ha llegado a alcanzar el 250.000.000%, y donde el Gobierno imprime billetes de hasta 100 billones de dólares. Para hacerse una idea, en Zimbabue los precios se duplican cada veinticinco horas. Nada nuevo bajo el Sol, por otra parte, pues viene siendo práctica habitual entre los distintos gobiernos africanos el utilizar los fondos de ayuda externa para imprimir dinero. Con ello, resulta evidente que los programas de ayuda exterior tengan la misma eficacia a la hora de trasladar la riqueza que la sola idea de querer hacer un trasvase de agua con las propias manos. Por lógica al cuadrado, la inmensa mayoría del agua se escapara entre los dedos. Según Dambisa Moyo, solamente las ayudas del Banco Mundial han corrompido 100.000 millones de dólares al perderse por el camino en busca del amanecer africano. A pesar de ello, los gobiernos occidentales siguen cargando con el delito de la complicidad aun sin darse cuenta de ello al contar con el beneplácito de sus conciencias. Nada peor que un Pepito Grillo saciado de bondades. Pensar que con la sola idea del bien acabarán con el problema como si fueran auténticos taumaturgos, no es sólo primitivo, sino además, destructivo e infantil. Máxime cuando se trata de leche vieja en botella nueva.

No pensemos que toda esta legión de alfareros creadores viene de nuevas. Todo lo contrario. Como salidos de una de esas cámaras de criogenización que conservan los cuerpos a cientos de grados bajo cero, resurgen los apóstoles del desarrollo. Ya en los años 50, con la resaca de la Segunda Guerra Mundial, una plaga de economistas bienintencionados trató de poner en pie a una África recién destetada de su madre imperial, aun adocenando la propia ciencia económica. Así, economistas de la talla de Hirschman o Arthur Lewis hicieron de la causa tercermundista su propia cruzada. Sus vidas reflejaban lo que el mismo Hirschman denominó los «calamitosos descarrilamientos de la Historia». Era la generación que vivió y sufrió la Guerra y, por ello quizás, terminaron cambiando la compleja ortodoxia de la economía por los merengosos dictados del corazón. Todo un gazpacho de desmanes. Creyendo que la economía se crea o destruye según soplen los vientos de la voluntad, tuvieron su primer descalabro con la India de Nehru. El cientifismo hiperracionalista con el que se diseñaron los planes de desarrollo como si de meras ecuaciones matemáticas se tratara no hizo cosa mayor sino ensanchar la brecha aun sangrante. Asistieron al macabro espectáculo de una descolonización que terminó favoreciendo la creación de más pobreza y mayores desigualdades. Fueron, además, comadronas en el nacimiento del Banco Mundial para la Reconstrucción y el Desarrollo. Reconstrucción de Europa y Desarrollo de África. Un desarrollo que se vería truncado una y otra vez debido a la connivencia de los gobiernos occidentales con los dictadores africanos que agarraron el cetro de sus distintos países.

Anverso y reverso de la misma mano. Cara y cruz de idéntica moneda. Ayer, como hoy, la ayuda directa a los máximos mandatarios de los países africanos no consigue otra cosa que crear una situación de dependencia absoluta del exterior. Mientras el dinero siga cayendo del cielo como Maná celestial, los distintos gobiernos africanos no hallarán más incentivo que el de seguir pidiendo mayores esfuerzos a occidente. Según la propia Moyo, quien conoce África de la cruz a la bola, dos ideas elementales se sustraen de todo este modelo de ayudas. La primera, que la ayuda directa de gobierno a gobierno no tiene capacidad para generar puestos de trabajo reales. Y en segundo lugar, que los africanos quieren exactamente lo mismo que los occidentales. La empresa es el corazón de una sociedad y el trabajador la sangre que riega un país. Mientras no se den las condiciones favorables para la creación de empresas y la entrada de capital extranjero, los mercados quedan paralizados o son inexistentes. Por ello, la solución pasa por la creación de gobiernos transparentes y un sistema jurídico independiente que garantice el derecho a la propiedad privada. El Profesor Huerta de Soto, quien transpira la rigurosidad de un taxidermista y la locura de un poeta, escribió un artículo pragmático y bello al mismo tiempo para la revista TIME en el que subrayaba la indisolubilidad del Imperio de la Ley y el desarrollo de la riqueza de un país. Cuenta cómo el Gobierno de Indonesia lo invitó como asesor para realizar un trabajo de localización de los activos del sector extralegal, en el que vivía el 90% de la población. Paseando por los arrozales de Bali, se percató de que al entrar en una propiedad distinta le ladraba un perro diferente. Entonces, dijo a sus acompañantes con esa inapelabilidad de oráculo chino que posee: «Aprendan por escuchar los ladridos de los perros» Y es que los chuchos, aun sin conciencia de la propiedad, conocían perfectamente los limites de los activos económicos de sus dueños –los arrozales en este caso–. Es ese el primer paso para crear una sociedad de propietarios. La casa no ha de ser casa por ser refugio, de igual que los activos económicos no han de estar delimitados por los ladridos de un perro. Son los títulos de propiedad garantizados por un sistema jurídico transparente los que permiten el salto del taparrabo y la aldea a la civilización y el pantalón vaquero.

A pesar de las evidencias, no son más que mensajes en una botella arrojada al mar de la sordera, señales de humo indescifrables para una claque política que sale del atolladero como buenamente puede tirando de corazón y no de razones. Optan por agarrarse a sus propios espejismos quijotescos con los que dibujar un mundo mucho más justo sin mayor esfuerzo que el de la voluntad política. Tartarín de Tarascón haciendo kilómetros en balde. Y no caminan solos en este viaje. La crítica al modelo de ayudas le ha supuesto a Dambisa Moyo todo tipo de ataques y cacerías por parte de las ONG. Son estas organizaciones quienes, al alimón, realizan el trabajo sucio de Cirineo de los gobiernos occidentales arrojando sobre los surcos de tierra arriscada de África las semillas de la pobreza y la corrupción. Según la economista ni siquiera le sorprende, pues le parece bastante lógico que se deshagan en críticas sobre su persona aquellos que han hecho de la causa tercermundista su propio trabajo y modo de vida. No tienen más. Es por ello que, con todo, resulte cómico que sean las propias ONG las primeras en evadir cualquier tipo de debate serio sobre el problema de la pobreza y el hambre en el continente africano. Incluso no dudan en mirar para otro lado en cuanto crecen las flores silvestres entre tanta tierra quemada. Es el caso de los famosos Tigres Asiáticos –Singapur, Malasia e Indonesia– quienes poco a poco levantan el vuelo tras décadas de inmovilidad, al igual que una Corea del Sur convertida en paradigma del desarrollo para todo aquel que tenga ojos en la cara: un país que en los años 50 quedó completamente calcinado y destruido tras la Guerra con Corea del Norte, encontrándose entre los más pobres del mundo con un PIB Per Cápita que no superó los 100 dólares hasta 1963 y que hoy se halla en primera línea de batalla. De ahí que el Profesor Ezra Voguel, experto en asuntos asiáticos y uno de los instructores del verdadero salto de Deng Xiaoping, llegara a decir: «Corea del Sur no tiene parangón ni siquiera en Japón, con respecto a la rapidez con que pasó de no tener, prácticamente, tecnología industrial, a ocupar un sitio entre las naciones más industrializadas del mundo. Ninguna nación ha ido con tanta rapidez, yendo del artesanado a la industria pesada, de la pobreza a la prosperidad, de líderes sin experiencia a modernos planificadores, directivos e ingenieros».

Pero lo más llamativo es cómo en la misma África se está alumbrando uno de los mayores milagros gracias a la libertad económica y no a los programas de ayuda directa: Botswana. Un país que, desde 1968 mantiene una tasa de crecimiento del 7% y que disfruta de unos índices de libertad económica perfectamente homologables a los países occidentales. Sin ir más lejos, Botswana figura en el puesto número 28 en el ranking mundial de libertad económica, por encima de España, Noruega o Republica Checa, entre otros. La prueba del algodón definitiva de cómo los programas de ayuda al desarrollo no cumplen la función que se les asigna sobre el papel y cómo, en cambio, una política económica que incentiva la creación empresarial y el derecho a la propiedad privada termina convirtiéndose en la auténtica madera que alimenta las calderas del tren del progreso y la prosperidad. Pero la hipocresía y el cinismo se han convertido en las autenticas institutrices de la política africana. Denuncia Dambisa Moyo la manera en que se ha implantado la lógica circular de creer que si no hay ayudas no se saldan las deudas, y sin estas deudas satisfechas África no podrá salir de la pobreza. De esa manera, la ayuda perpetúa todo el ciclo de desmanes y corruptelas; pero, por encima de todo, lo que se perpetúa es la pobreza.

Un cinismo que se vuelve lancinante cuando la Unión Europea bloquea mediante barreras la entrada de productos agrícolas africanos mientras envían miles de millones de modo que, no solamente destrozan la economía exterior de África, sino el propio mercado nacional. Moyo utiliza el ejemplo de las mosquiteras: «En una localidad, una pequeña empresa se dedica a la fabricación de redes ‘anti-mosquito’. Tiene 10 trabajadores, que mantienen a sus familias, un total de, digamos, 150 personas. De repente, una donación extraordinaria del exterior reparte 100.000 redes gratuitamente. ¿Qué sucede? Desaparece la empresa productora local, que no puede competir con las redes gratuitas, así que estas 10 familias pierden sus ingresos. Además, las redes, tras dos años, dejan de ser útiles, pero ya no se pueden volver a comprar, porque la industria desapareció, así que la situación acaba siendo peor que antes de que llegara la ayuda exterior» Viva estampa de lo que ocurre cuando se bloquea un proceso natural de mercado. Bienvenido a África.

Sin embargo, la buena de Dambisa Moyo podrá sentarse en lo alto de una colina a contemplar cómo la mitad de África es devorada por sus propias termitas gracias a las ayudas económicas de los gobiernos occidentales mientras otra mitad se pone en pie y aprende a caminar por sí sola gracias a un modelo económico que los gerifaltes europeos y las ONG desprecian. En este punto, cabría encerrar otro mensaje en una botella con las palabras de Valle Inclán como aviso a navegantes: «Hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos». A la economista africana siempre le quedará bracear con la desesperada esperanza del náufrago hasta que su querida África despierte de este cuento de brujas. Y que las ONG y activistas varios den con sus pezuñas donde buenamente puedan...

2 comentarios:

Natalia Pastor dijo...

La Tasa Tobin, reeditada por el inefable ZP y Sarkozy, es la muestra perfecta de que el "buenismo" de salón no casa con el mundo real, y mucho menos con el mundo de las finanzas.
El problema de África no se soluciona con dádivas, manguerazos del FMI y de organismos internacionales, si no con una reestructuración total de su modelo productivo, por apostar por la educación y la especialización, por la creación de las infraestructuras necesarias para el desarrollo económico de la región.
Lo demás, son lágrimnas en la lluvia.

Anónimo dijo...

¿Que uno de los mayores problemas de África es que no puede comercializar libremente con los países occidentales? ¿Qué existen muchas trabas para que puedan vender sus productos en Europa? Pues les ponemos la tasa Tobin, para que cuando logren vender algo en nuestros países y tengan que cambiar los euros por dólares nos quedemos con una parte de esa transacción. Pero todo esto por su bien. ¿Qué los líderes africanos son unos de los principales culpables de cómo esta el continente? Pues le damos todo lo recaudado con la tasa Tobin para que puedan seguir perpetuándose en el poder, malgastando lo recaudado en proyectos inútiles y en aumentar el clientelismo en vez de favorecer un régimen de libertad que permita el desarrollo de la iniciativa privada. Y es que África, teniendo amigos como Zapatero y Sarkozy ¿para qué necesita enemigos?