viernes, 28 de octubre de 2011

ELLAS Y ELLOS


En 1925, un profesor norteamericano, Scopes, fue procesado por predicar la teoría evolutiva en sus clases. Lejos de abrazar el debate que el darwinismo pudiera suscitar, el mundo académico cerraba en falso recurriendo a la censura como medida profiláctica. A ese miedo a lo nuevo se le llama misoneísmo, y la Historia está repleta de casos en los que el irracionalismo refuerza la peor de las mordazas: el miedo a saber.

Louann Brizendine nació en Kentucky y recién ha cruzado el umbral del medio siglo de existencia dedicada al estudio de la neuropsiquiatría. De pose victoriana, cabellos cobrizos, piel alabastrina y siempre con esa sobria elegancia que le caracteriza, sabe bien lo que es jugarse los cuartos apostando a caballo perdedor. Como tantas mujeres de su generación, fue víctima del sesentayochismo y, por tanto, lleva grabada la sombra del desencanto. En sus años de feminista en agraz tuvo un hijo al que educó en ausencia de la figura paterna. Buscó la manera de subrayar la sensibilidad de su pequeño aislando las marcas sexuales de sus primeros juegos infantiles. Y es que las madres feministas de la década prodigiosa tomaron como norma general el desmochar la carga sexual de la vida ociosa de los benjamines. Así que probó regalándole muñecas a su hombrecito para que jugara a las casitas con ellas. ¿El resultado? El botarate de cuatro años le arrancaba sistemáticamente las piernas a las benditas nancis para usarlas como lanzas. De idéntico pelaje le salió el experimento a una paciente que optó por comprarle juguetes unisex a su hija, hasta que un buen día entró en la habitación y se dio de bruces con la pequeña meciendo entre paños a su camión de bomberos mientras le susurraba «no te preocupes camioncito, todo saldrá bien». Su teoría de la desnaturalización sexual se esfumaba en espiral por el desagüe de la frustración. Los roles que adquirían los niños en sus juegos no eran culturales y, por tanto, adquiridos, sino que se trataba de algo innato. De igual que el niño necesita hacer alardes de poder jugando a los corsarios o superheroes sin ser por ello un cosaco, las pequeñas se centran más en hacer de enfermeras o princesas, siempre a fin de empatizar y entablar vínculos emocionales. Ya sea en Kentucky, Londres, Beirut, Bombay o Villanueva del Trabuco. Naturaleza humana.

Pero la buena de Louann hizo de su fracaso sesudo estudio. Como si de una zahorí se tratara, se dispuso a recorrer los laberintos del cerebro femenino y masculino por separados a fin de derribar los muros de la mitología. Sus trabajos pueden sintetizarse con una frase que ella misma acuñó y que es el andamiaje mismo de su obra: «la biología es destino»

Un destino que encierra luces y sombras por igual. Los demonios del alma, esos que a veces parecieran llevarnos en sus aurigas malditas por los andurriales de lo imprevisible, se hallan más cerca de lo que pensamos. Biología y destino. Hace escasos años se llevó a cabo un estudio más allá de los Pirineos en el que los gabachos dejaban al desnudo sus propios demonios interiores. El estudio tomaba el ADN de una serie de hijos para ser comparado con el de los padres. Sin embargo, hubo que abortar el programa a fin de cubrir las vergüenzas de la sociedad francesa. Las razones eran diáfanas. Descubrieron un número elevado de casos en los que los cachorros llevaban el apellido de un padre y la sangre de otro bien distinto. Se podía decir, no en vano, que por las calles andaba suelto muchísimo hijo de perra. Y es que la fidelidad, o lo que de ella queda por estos paraísos báquicos, viene tallada con cincel en el mármol rosa de nuestra genética. Así lo señala la doctora escarlata, Brizendine, aludiendo a un gen receptor de la vasopresina que cuenta con diecisiete longitudes distintas en el ser humano. Según sus investigaciones, el tamaño sí importa: los individuos con la versión del gen más larga mostraron una mayor predisposición a la fidelidad y, por tanto, a la monogamia. En contraposición, aquellos que tenían la versión corta eran arrastrados por una vida más disoluta y alegre. De ahí que sean muchos los varones que hallen el camino de la redención con la llegada de la andropausia, liberándose así del yugo del impulso sexual que lo tiraniza.

Uno de los experimentos más asombrosos realizados por la neuropsiquiatra americana fue el llevado a cabo con los perros de pradera y sus parientes más cercanos, el ratón de montaña. En la naturaleza, los primeros son señores monógamos de cabo a rabo, mientras que los ratones son arrastrados por la promiscuidad. Cuando el equipo de Louann Brizendine intercambió los genes de la fidelidad de los unos y los otros obtuvo el resultado previsto. Los que otrora fueran nobles perritos de pradera entregados en cuerpo y alma a su consorte, demudaron en seres polígamos y libidinosos aficionados a la peineta. Por el contrario, los ratones de montaña asentaban la cabeza y seguían a su ratoncita con fervor de monaguillo.

De esta manera, podemos afirmar que llegamos al mundo marcados con la calza en la patita como las gallinas y ancha es Castilla; pero ello no es óbice para que uno mismo se encargue de luchar contra los silfos y ondinas de la conciencia que tratan de tentarnos con la manzana prohibida. Y es que, la propia Louann Brizendine nos advierte de que la cuestión genética no debiera convertirse en el agua bendita con la que lavar la culpa que pese sobre cada cual debido a sus distintos devaneos y fugas de hormonas. No podemos olvidar que, ante todo, somos seres racionales y poseemos algo ajeno al resto del mundo animal: la moral. De esta manera, subraya la neuropsiquiatra que es uno mismo quien decide a fin de cuentas si sigue sus impulsos más primitivos o si, por el contrario, racionaliza la fidelidad con un balance de costes y beneficios, pues la infidelidad puede llevar de la mano cierto impulso suicida, un punto de autodestrucción que degrada la relación de uno consigo mismo.

¿Significa esto que el ser humano se desliza en contramano como el salmón apostando por la monogamia cuando posee una naturaleza mucho más abierta? La experiencia y el análisis de las distintas sociedades nos dicen que las mujeres consideran más antinatural compartir los beneficios de su pareja con otra fémina que los varones, como bien nos demuestra la apacible poliandria africana, en la que varios miembros se rifan a la hembra sin rivalidad ni luchas abiertas por permetuar su estado. A diferencia del harén, en el que las mujeres llegan a sufrir e incluso rivalizar por jerarquizar las preferencias afectivas del líder dominante. Según los biólogos evolutivos, las razones son claras como el agua de un manantial transparente. Y es que la mujer, a diferencia del varón, necesita de una complicidad afectiva y emocional, guarnecida con cierto compromiso de permanencia mientras dure el embarazo, a fin de poder vivir sin atribulaciones durante el tiempo que dure el mismo. Tan es así que la embarazada llega a emitir cascadas de feromonas a través de la piel que inhiben la testosterona del padre mientras dura el período de gestación, volviéndose así más fiel y comprometido. Estas respuestas químicas parecieran indicar que, efectivamente, el ser humano ha desarrollado cierta predisposición natural a la monogamia a fin de garantizar un mantenimiento de la prole en un entorno de estabilidad emocional y territorial. Lo cierto es que, desde el punto de vista evolutivo, en cuanto a la perpetuación de la especie se refiere, siempre sería más factible un macho que germinara hembras a troche y moche, pero tanto el desarrollo conductual como el biológico parecieran ir en sentido diametralmente opuesto.

Y en este punto, en el embarazo, se halla el eje radial de la vida de la mujer según la neuropsiquiatra americana. De acuerdo a sus estudios, sólo uno de cada tres hombres consigue doblar el cabo de las tormentas del postparto, pasando así la prueba de fuego. Y es que sólo la madurez emocional y racional del hombre puede salvar el barco, navegando mar adentro en busca de aguas más quietas y calmas. Señala la neuropsiquiatra cómo la mitad de las mujeres no recupera el interés sexual hasta los doce meses después del puerperio, lo que el hombre no llega a interiorizar, mellando así su delirums tremens sexual. Tan solo unos pocos llegan a comprender algo básico y elemental: su mujer tiene un nuevo amante, su hijo. Ese nuevo amor cambia por completo la estructura química y hormonal de la mujer, no teniendo otra alternativa que la de ordenar los muebles y hacer balance de situación. Las necesidades cambian, requiriendo ella mayor complicidad mental, seguridad y protección, lejos de ese torbellino de emociones anteriores. Y pocos son los hombres que consiguen asumir ese nuevo papel que les asigna la directora de reparto, con lo que el hombre comienza a volverse más agresivo y frustrado. No entiende que su consorte ahora respire para dos. Pero la lección es bien sencilla. Según pudo saber la doctora Brizendine, la mujer segrega grandes cantidades de oxitocina, la hormona del vínculo y el apego, con la intimidad compartida. Es por ello por lo que las mujeres se sienten tan bien con ese café de media tarde entre amigas mientras ponen sus intimidades al desnudo. Así que ese es el nuevo papel que ha de representar el hombre: padre y amiga.

Pero puede ocurrir y ocurre que la ahora madre eligiera una mala pieza en el mercado de abasto de hombres adquiriendo material defectuoso. Ese chico malote que a todas encandilaba en los jardines de la universidad, o ese otro James Dean por quien todas suspiraban, puede acabar abriendo la caja de los truenos dada su falta de empatía. Según la de Kentucky, el paciente varón responde a la pregunta de por qué sabe que la mujer le ama exclamando: «porque le gusta acostarse conmigo». Sin embargo, ellas señalan que experimentan el amor cuando «él me escucha y me habla». Es ahí cuando la mujer recompensa al hombre. De hecho, escribe Louann Brizendine: «Las mujeres sólo pueden tener orgasmos si desactivan la amígdala, centro de la ansiedad y el temor. Para las mujeres los preliminares son todo lo que sucede en las 24 horas anteriores». En otras palabras: necesitan seguridad y complicidad. Quizás, en su ausencia, sea el momento en el que el gen de la infidelidad se manifieste con la fuerza de una galerna y por el cual ellas, según la inmensa mayoría de datos y encuestas, sean más dadas a colocar la cornamenta que ellos y con menor sentimiento de culpa. Su pequeño pirata por el que tantas se peleaban puede no ser tan cercano como creía y por ello vuelve al mercado de abasto, aun siendo con billete de vuelta.

Pero no todos los males están en el tejado del varón que con tan mala puntería cazó y en su falta de empatía. Muchas veces ocurre que el problema fluye dentro de la propia mujer. Y ocurre que no siempre es un problema. Ese pequeño druida que toda mujer tiene dentro alterando pociones y caldos de oxitocina, de estrógeno relacionado con el bienestar, la progesterona y los altibajos, el cortisol relacionado con el estrés, etc, puede ser el auténtico culpable de los comportamientos, intereses y motivaciones de la mujer. Sucede que, tal y como señala Brizendine, el famoso «ni yo misma me conozco» o «ni yo misma me aguanto» tienen una base química real que a menudo se obvia y, otras muchas veces, se desprecia, como si esas alteraciones fuesen fruto de circunstancias externas o ambientales. Nada más lejos de la realidad. La mujer, de acuerdo al ciclo menstrual, hace que su propia vida sea un oleaje de idas y venidas, cambiando su realidad día a día, semana a semana, llegando al punto de cambiar algunas partes de su cerebro hasta un 25% cada mes. Esto hace que la mujer viva bajo el yugo de corrientes químicas que la tiranizan de por vida y que ellas mismas obvian o ignoran. Cambios afectivos, emocionales e incluso conductuales que encuentran su origen en procesos químicos endógenos y que con el propio conocimiento de ella misma pudieran manejarse e incluso racionalizarse, suelen ser hilvanados con hechos puntuales externos, e incluso llegando a pensar que tales cambios durarán para siempre. Ello explica «cómo los cambios químicos del cerebro pueden ocasionar que una mujer que ha pasado la menopausia decida llamar a su abogado para gestionar un divorcio en lugar de a un terapeuta de pareja».

Leer a Louan Brizendine es racionalizar la realidad, apearse de las nubes, poner los pies en polvorosa y pasar de lo abstracto a lo concreto. Solo romper con el miedo a saber nos hará verdaderamente libres y fuertes frente a nuestras propias debilidades. Así es nuestra propia naturaleza, frágil y robusta a la vez, como el esqueleto de ojivales de una catedral gótica. La biología humana sin principios ni conocimiento sobre nosotros mismos y los cambios químicos que se suceden en nuestro cerebro nos devuelven al fondo de la caverna. Es decir: al impulso frente a la razón.

Heráclito de Éfeso ya trenzó hace siglos la relación entre la integridad y el destino, algo que con el correr del tiempo confirmaría en términos parecidos Herman Hesse: «Sentimiento y destino son una sola cosa. Si no eres capaz de alzarte, vas a caer siempre, de tu cabeza a tus pies, de tus pies al fondo de ti mismo». Ahora, de la mano de la ciencia, la buena de Louann Brizendine les da la razón yendo un paso más allá hasta cerrar el círculo: «La biología es destino». Ignorarlo es tanto como negarse a sí mismo.

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