viernes, 25 de marzo de 2011

ESTHER SAEZ

«Llegué con sección de la arteria hepática, estallido de los pulmones, los alveolos quemados... Tenía la cabeza abrasada por detrás, mis orejillas estaban volando, un coágulo en la cabeza y tres paros cardíacos esa noche; porque lo normal es que no estuviera aquí» Lo dice sonriendo, con esa sonrisa leve del que ama la vida por encima de todas las cosas, como se ama la felicidad y la justicia. Anverso de esas otras sonrisas impostadas y fariseas de aquellos alargacuellos que ven en el ascua humeante de las víctimas el mismo oportunismo que la bandada de gaviotas encuentra en las redes del pesquero. Pura cuestión de supervivencia. Y habla también del Perdón, con una voz que a duras penas le sale de dentro, frágil y escurridiza como el pizzicato de una lira. Un perdón que a todos habría de escocernos, si no ruborizarnos. Burdos polichinelas que, inmóviles y desangelados, asistimos a diario a la sucia astracanada del odio y la memoria selectiva.

Sabido es que el dolor y la miseria igualan a reyes y mendigos, héroes y villanos, capuletos y montescos; pero lo que no sabíamos es que ese mismo dolor que erosiona los frágiles andamios de la existencia pudiera hacer germinar auténticos brotes y cotiledones preñados de esperanza, de igual que la flor del loto emerge de la sucia ciénaga. Auténtica lección de vida. Esas pequeñas lecciones inefables que sólo con la mera contemplación cargan de viento las velas de nuestras pobres chalupas. En tiempos de cetrería de bajo vuelo no está de más volver a creer en el ser humano. Y eso, poco o mucho, se antoja suficiente.





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