Son las ocho menos diez de la mañana del 17 de octubre de 1991. Madrid se despereza en un frío despertar de otoño cuando un ruido ensordecedor se escucha en la calle Duquesa de Parcent, en pleno barrio de Aluche. A trescientos metros, en la calle Camarena, una niña de doce años, Irene Villa, se arregla para ir al colegio y le pregunta a su madre:
–Mamá, ¿qué ha pasado?
–Creo que ha sido una bomba, hija.
–¿Y quién la ha puesto?
–Un grupo que se llama ETA –le contesta.
María Jesús González da por terminada la conversación. Mientras acaba de recoger el desayuno, piensa en silencio que el terrible bombazo que ha hecho retumbar las paredes y los cristales de su vivienda se había producido en la Comisaría de Los Cármenes, su lugar de trabajo. Nada le insinúa a su hija, todavía una niña, de sus sospechas. Para sorpresa suya, cuarenta minutos después, cuando han salido ya del portal y se dirigen al Seat 127 matrícula de Huelva, aparcado frente a su vivienda, Irene le inquiere de nuevo:
–Mamá, me da miedo subir al coche. ¿Y si nos han puesto una bomba a nosotras?
María Jesús ya no se acuerda de nada más. Se despertó en la Unidad de Vigilancia Intensiva (UVI) del Hospital Doce de Octubre. Preguntó por su niña, así, como la llama ella. La respuesta la dejó helada.
–Aquí no ha venido nadie más que tú –le dijo la enfermera que la atendía.
–Bueno, pues entérate y me lo dices.
Nadie le hizo un solo comentario más, explica a los autores. Pensó que Irene había muerto. No sabe el tiempo que permaneció en la UVI. No veía nada, tenía la cara totalmente hinchada, quemada y negra. Sentía que algo le pasaba en el lado derecho de su cuerpo. Una bomba adosada a los bajos de su coche había hecho explosión a los pocos segundos de arrancar, frente al colegio San Juan García. El espectáculo era dantesco. María Jesús e Irene habían saltado literalmente por los aires. Postrada en la UVI, pensó: «No se atreven a decírmelo». Nunca más preguntó. Hubiera preferido morirse antes que volver a preguntar por Irene, a la que creía muerta. Un dolor infinito, mucho más profundo que cualquiera de los desgarros físicos, se le había clavado en el alma. Cuando por fin la trasladan a la habitación, su padre, Andrés, habla con ella.
–Hija, ¿no me preguntas por tu hija?
–Pero, ¿sigue viva?
–Está en el Gómez Ulla.
–¿Por qué no me preguntas qué tiene tu hija? –le dijo su padre a duras penas, temeroso de que se viniera abajo pensando que iba a darle el disgusto de su vida.
–No me importa.
Nada le importaban los destrozos terribles que la bomba le había causado. Su niña seguía viva y eso era lo único importante. Habían pasado tres días desde el atentado. El destino se había cebado con una madre y una niña de doce años despedazándolas de cuajo. María Jesús había sufrido la amputación del brazo. A su hija Irene la barbarie terrorista le había arrancado tres dedos y las dos piernas. Nadie entendía la alegría, el estado de felicidad total que a partir de ese instante embargó a María Jesús y que no dejaría de sentir un solo día el resto de su vida. «Creían que la bomba me había afectado a la cabeza», explica María Jesús.
Pero tenía y tiene una fortaleza y una alegría de vivir fuera de lo común que refleja hasta en los más nimios detalles. Meses después del atentado recuerda que recibió una llamada del programa de José Luis Coll. Le dijeron que tenían un enorme interés en contar con su participación porque iba a estar dedicado a las madres que sufren. Ella les contestó rotunda:
–Lo siento mucho, pero yo no encajo en lo que buscáis. Para que podáis entenderlo: todas las madres tienen la dicha de ver andar una vez a sus hijos. Yo hoy he sentido la emoción de ver andar por segunda vez a mi hija y soy la madre más feliz del mundo.
LA INUSITADA REACCIÓN DE ZAPATERO
Viernes 17 de febrero de 2006. Palacio de La Moncloa. María Jesús González lleva sendas prótesis en el brazo y pierna derechos. Es una mujer fundamentalmente vivaz, guapa, valiosa, vigorosa, un torrente de vida y expresividad y una actitud mental positiva extraordinarias. No tiene pelos en la lengua. Expone al Presidente del Gobierno su experiencia vital y, sobre todo, su incomprensión profunda de la política de rendición ante los terroristas iniciada por el jefe del Ejecutivo.
–Hace catorce años –le dice–, la primera vez que vi a mi hija después del atentado, ella lloraba y me preguntaba por qué pasaban estas cosas. «No hay explicación lógica», le dije a mi niña. «En el País Vasco algunas personas matan porque piensan que el resto de España tenemos la culpa de sus males». En sustitución de las dos piernas –añade María Jesús–, intenté que Irene tuviera dos columnas en las que sujetarse siempre: la primera, su fe en los políticos; tenía que saber que siempre la ayudarían y la defenderían. Y la segunda, la Justicia, la certeza de que algún día los que le hicieron esto a ella y al resto de las víctimas del terrorismo estarían en la cárcel, que ése sería su único destino.
»Años más tarde, –continúa su emocionada y contundente narración a Zapatero– Irene vio que su Presidente del Gobierno solicitaba permiso al Parlamento para hablar con sus asesinos y, poco después, que Fungairiño, bastión de la lucha antiterrorista, era vilmente destituido porque no interesaba que siguiera deteniendo terroristas. Y a mi hija la volví a ver otra vez llorar. Me preguntó de nuevo: «Mamá, ¿por qué pasan estas cosas?». Presidente, yo no he sabido qué responderle. Así que quiero que tú te pongas en mi lugar y me expliques qué le dirías si fuera tu hija.
Allí estaba, sentado, frente a ella, escuchándola atentamente. Un Presidente del Gobierno que había llegado a La Moncloa tras la mayor masacre de la historia de España. José Luis Rodríguez Zapatero, le dice con una actitud comprensiva:
–Me pongo en tu lugar porque a mi abuelo lo mataron en la guerra.
María Jesús se quedó lívida. Apenas daba crédito a lo que acababa de escuchar en boca del máximo responsable político de España. La vicepresidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo había acudido junto con otras personas para hablar con Rodríguez Zapatero sobre la situación y el sentimiento mayoritario de traición que las víctimas sentían a su causa, a sus muertos, a sus vidas. Pensó que no le había entendido bien.
–¿Cómo puedes comparar a una niña con tu abuelo y con una Guerra Civil en la que había dos bandos que se mataban entre ellos? ¡Mi niña tenía doce años, no vivía en una guerra sino en una democracia, no había bandos, sólo unos asesinos que matan y destrozan la vida de inocentes!
No cabía malentendido alguno. El Presidente, al verla tan angustiada, intentó explicarse. También –le dijo– para él supuso un terrible daño la muerte de su abuelo, al que no conoció pero había marcado el sufrimiento en su abuela y en su padre huérfano desde los nueve años. Una trágica ausencia imborrable y nunca perdonada en su propia memoria. La cosa no quedó ahí. Lógicamente ofuscada y algo nerviosa ante aquel agravio, María Jesús replicó al Presidente que todavía continuaba la extorsión etarra, que había revivido el terrorismo callejero, que la falta de libertad en el País Vasco era un hecho y que, en definitiva, con él se había crecido la banda de asesinos. Un Zapatero a la defensiva respondió, contrariado, sin azorarse:
–¡Sólo faltaba que me culpes a mí de eso! ¡Allí están el PNV y el Gobierno vasco!
María Jesús desistió de contestarle otra vez. Pero cuando se despidieron, a las puertas de La Moncloa, José Luis Rodríguez Zapatero la cogió por los hombros y le dijo: «María Jesús, confía en mí». Triste, dolida y espantada, María Jesús había constatado en sus propias carnes que el Presidente del Gobierno era un hombre que, lejos de comprender a las víctimas del terrorismo, tiene un corazón cargado de odio y un ansia inaudita de revancha...
LA GRAN REVANCHA, Isabel Durán y Carlos Dávila. (2006)
Y a partir de ahí, que giren los cangilones de la noria. Más de uno hubiera deseado ver la Plaza de Colón como si del desierto del Kalahari se tratara; pero nada más lejos de la realidad. Miles de personas presentes con la lección bien aprendida. A saber, que de la oveja mansa vive el lobo. Dignidad y justicia. La «ultraderecha», sin águilas imperiales y sin más nostalgia pasada que la de los muertos, con el corazón en la garganta. Qué cosas...
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