Comienza a correr el agua por donde solía. La usura y el latrocinio vuelven a ser la médula neurálgica de Haití. Los malandrines se han lanzado a la calle haciendo honor a su pasado de macheteros en las plantaciones de caña de Oriente y Camagüey. Y así, a machetazos, se reimplanta la ley del hampa. Tras la sacudida de Enriquillo, el hatajo de delincuentes que ocupaba la cárcel de Puerto Príncipe aprovechó para salir de naja de sus celdas y lanzarse sobre el Ministerio de Justicia para quemar los registros penitenciarios. Alas al diablo. Si a ello le sumamos el estado de desesperación del común de la población, la suerte está echada.
Sin embargo, cuando empieza a ser urgente ponerle el cascabel al gato, los ratones no terminan de conjurarse contra los más valientes. Así, aparece en medio de la ratonera la voz tonante de Daniel Ortega y Hugo Chávez. El nicaragüense proclamó que no tiene ninguna lógica que Estados Unidos envíe tropas, cuando lo que necesitan urgentemente es ayuda humanitaria. Muy sabio. Dale las llaves del gallinero al zorro. Pon en cada esquina de la ciudad una caja de madera envuelta con un lazo rojo en la que avise que ahí descansa toda la ayuda precisa. Y adiós, muy buenas. Tanto Ortega como Chávez quieren endosarle a Estados Unidos sus propias limitaciones y miserias. Mientras los norteamericanos son quienes más ayuda han aportado hasta el momento, además de trasladar todo tipo de infraestructura, incluida la necesaria para producir cientos de miles de litros de agua potable diarios, son cada vez más los que miran por el rabillo del ojo la noble actuación de Estados Unidos. Parece ser difícil entender que detrás de cada saqueo existe el riesgo de una lucha intestina por el botín. Y detrás de esa disputa, puede esconderse una muerte. Y detrás de cada uno de esos ajusticiamientos callejeros, el germen de una violencia generalizada. Y en esas andan. Es de natura que los Estados Unidos, duchos en estas lides, sepan que hay que tirar de soldados para ir extendiendo un manto de paz y seguridad civil, llegando, si es preciso, a matar. Pues no hay que olvidar que una cárcel entera –con sus ladrones, sus asesinos, sus violadores– campa a sus anchas por la ciudad. Pero claro, a toro pasado todos somos Manolete. Siempre será más fácil buscar fatuas explicaciones que mirar de cara a la realidad tal cual es. O ver con mejores ojos el paseo de la vice De La Vega por las derruidas calles de Puerto Príncipe con sus gafas de Dior y demás fruslerías, estorbando las labores de rescate y comprometiendo el trabajo con su séquito de cámaras y periodistas, además de desviar recursos de seguridad. Inutilidad pura. O esos celos franceses cuando el Ministro de Cooperación se queja de la actuación predominante de Estados Unidos. Recelos históricos. Y afán de protagonismo. Mucho afán de protagonismo y baño de luces.
Por ello, es siempre encomiable la labor humanitaria de los norteamericanos, quienes en poco tiempo contarán con un destacamento de catorce mil soldados desplazados sobre la isla. No hay petróleo, ni riquezas, ni infraestructura lanzadera. Nada. Estados Unidos no hace otra cosa en Haití más que perder: dinero, tiempo, soldados. Sin embargo, ahí están. Demostrando al mundo, una vez más, que no es ese perdulario país que nos pinta la progresía ramplona por estos parajes, sino que son, lisa y llanamente, los mejores. Bien saben que ni el buenismo huero ni las ONG pueden deshacer el entuerto. Los víveres no son víveres sin una mano fuerte que los disponga. De lo contrario, no son más que pura carnaza. Como bien señala El Mundo en su editorial de hoy, más que pedir explicaciones a Washington por su protagonismo, cabría pedírselas a Ban Ki-Moon por el vacío que en la escena ha dejado las Naciones Unidas.
Lo cierto es que, al margen de las buenas y paternales voluntades, el Estado en Haití es inexistente. Y peor aún: nunca existió un Estado garante de las libertades individuales y con un sistema judicial fuerte. Más al contrario. Baste bucear por el Doing Business 2010 para pasar de lo abstracto a lo concreto. Para aquellas almas seráficas borrachas de buenismo y partidarias de una recuperación casi natural en la que sea la propia población la que vaya rearmándose a sí misma, junto a la ayuda de oenegés y Naciones Unidas, sería bueno pararse un instante en el abrevadero de los datos. Así, por ejemplo, en el ranking de facilidades para abrir un negocio, Haití ocupa el lugar 180 de un total de 183. Lo que viene a decir, lisa y llanamente, que es el antepenúltimo lugar del Planeta Tierra donde un empresario con luces abriría un negocio, a no ser que quiera ser pasado por la trituradora fiscal. Seguimos. En el caso de que un empresario quiera registrar una propiedad, el tiempo medio empleado para completar dicho registro es de 405 días. Es decir: es el segundo país empezando por la cola. Si tardar más de un año en completar el registro de la propiedad desborda la paciencia, nada tiene que ver con el tiempo requerido para conseguir las licencias y permisos necesarios para la construcción de un almacén, así como completar las inspecciones requeridas y obtener conexión a servicios públicos tales como agua o electricidad. Esta vez, la espera se multiplicaría por tres, hasta extenderse a los 1179 días de media. A ello se le suman las dificultades para el cumplimiento de contratos o la horca constante de los impuestos. Tanto es así que la Federación Dominicana de Comerciantes denunció hace pocos meses que Haití había multiplicado hasta por quince los impuestos que cobra en Aduanas a los principales productos dominicanos que importa.
A toda esa panoplia de armas oxidadas cabe añadirle que Haití posee una de las condiciones de vida y salud más precarias del mundo. La expectativa de vida ronda los cincuenta y cinco años; y la edad media al morir es de dieciocho. La mortalidad infantil es de ciento cincuenta y seis por cada mil niños nacidos vivos. Es por ello que el debate, más allá de lo estrictamente humano, debe pasar por el difícil tamiz de lo económico. Todos esos compañeros de viaje por el mundo de la pobreza que, al igual que Haití, malviven por el continente suramericano y alrededores escupiendo pestes sobre un progreso económico entibado con los maderos del capitalismo, deberían reparar en que el progreso es un seguro de vida incluso frente a las catástrofes naturales. En Japón, terremotos como el vivido hace días en Haití son relativamente frecuentes. Sin embargo, las consecuencias nunca se acercarían a las sufridas en la isla caribeña. El progreso económico llega hasta el extremo de convertirse en un paraguas a la hora de velar por nuestra seguridad diaria. Desde la infraestructura básica hasta los materiales, pasan por el ciclo de la economía de mercado. El libre intercambio de propiedades llega al punto de garantizar que un terremoto en Japón de siete grados no precise más medida de seguridad individual que la de esconderse bajo una mesa. Todo ello en un país que, no hace tanto tiempo, en 1945, quedó totalmente devastado y calcinado tras la guerra. Los niños pasaron de alinearse a lo largo de las líneas férreas pidiendo a los soldados estadounidenses que les arrojaran caramelos desde los trenes a, quince años después, tener los tres tesoros sagrados: televisor, lavadora y frigorífico. Todo ello gracias a la deriva de timoneles llevada a cabo por el primer ministro Ikeda, quien llegó a declamar que sus planes para el país no eran otros que pura política económica.
Esta es la batalla que deberá librar Haití tras el terremoto, así como todo occidente. Y es que, Asia está repleta de milagros económicos como el de Japón, incluido Hong Kong, con peores condiciones naturales incluso que las de Haití. Antes de exornar el futuro de Haití con buenismo y antiamericanismo, sería conveniente mirarse en el espejo de los tigres asiáticos para saber que primero hay que aprender a ponerse en pie. Después, casi por inercia, se comienza a andar; y luego, si se quiere, se echa a correr. Pero librar a Haití de su marasmo actual pasa por, una vez restablecido el orden, tomar las medidas que más escuecen a la corrección política pero que, por el contrario, terminan siendo las más profilácticas. A saber: establecer un sistema jurídico sólido e independiente capaz de garantizar las libertades individuales y el respeto a la propiedad privada. Permitir la entrada de capital extranjero. Derrumbar las barreras arancelarias. Alimentar la competitividad. Permitir localizaciones. Poner a dieta el aparato burocrático y, en definitiva, crear las condiciones necesarias para el desarrollo de una economía de mercado real. Todo lo demás será predicar en medio del desierto. Pura farfolla.
Es a fin de cuentas este marco de libre mercado el que ayuda a crear la riqueza y la energía que permite minimizar el dolor del latigazo de la miseria sobre una población ya inerme de por sí. Que Haití deje de ser el muladar del mundo implica que más de un ablandahigos con mando en plaza arroje al mar toda su ideología escarlata. Lo contrario será como alimentar la caldera de la locomotora de un tren con la madera de los vagones. Y seguir amontonando mierda.
Por ello, es siempre encomiable la labor humanitaria de los norteamericanos, quienes en poco tiempo contarán con un destacamento de catorce mil soldados desplazados sobre la isla. No hay petróleo, ni riquezas, ni infraestructura lanzadera. Nada. Estados Unidos no hace otra cosa en Haití más que perder: dinero, tiempo, soldados. Sin embargo, ahí están. Demostrando al mundo, una vez más, que no es ese perdulario país que nos pinta la progresía ramplona por estos parajes, sino que son, lisa y llanamente, los mejores. Bien saben que ni el buenismo huero ni las ONG pueden deshacer el entuerto. Los víveres no son víveres sin una mano fuerte que los disponga. De lo contrario, no son más que pura carnaza. Como bien señala El Mundo en su editorial de hoy, más que pedir explicaciones a Washington por su protagonismo, cabría pedírselas a Ban Ki-Moon por el vacío que en la escena ha dejado las Naciones Unidas.
Lo cierto es que, al margen de las buenas y paternales voluntades, el Estado en Haití es inexistente. Y peor aún: nunca existió un Estado garante de las libertades individuales y con un sistema judicial fuerte. Más al contrario. Baste bucear por el Doing Business 2010 para pasar de lo abstracto a lo concreto. Para aquellas almas seráficas borrachas de buenismo y partidarias de una recuperación casi natural en la que sea la propia población la que vaya rearmándose a sí misma, junto a la ayuda de oenegés y Naciones Unidas, sería bueno pararse un instante en el abrevadero de los datos. Así, por ejemplo, en el ranking de facilidades para abrir un negocio, Haití ocupa el lugar 180 de un total de 183. Lo que viene a decir, lisa y llanamente, que es el antepenúltimo lugar del Planeta Tierra donde un empresario con luces abriría un negocio, a no ser que quiera ser pasado por la trituradora fiscal. Seguimos. En el caso de que un empresario quiera registrar una propiedad, el tiempo medio empleado para completar dicho registro es de 405 días. Es decir: es el segundo país empezando por la cola. Si tardar más de un año en completar el registro de la propiedad desborda la paciencia, nada tiene que ver con el tiempo requerido para conseguir las licencias y permisos necesarios para la construcción de un almacén, así como completar las inspecciones requeridas y obtener conexión a servicios públicos tales como agua o electricidad. Esta vez, la espera se multiplicaría por tres, hasta extenderse a los 1179 días de media. A ello se le suman las dificultades para el cumplimiento de contratos o la horca constante de los impuestos. Tanto es así que la Federación Dominicana de Comerciantes denunció hace pocos meses que Haití había multiplicado hasta por quince los impuestos que cobra en Aduanas a los principales productos dominicanos que importa.
A toda esa panoplia de armas oxidadas cabe añadirle que Haití posee una de las condiciones de vida y salud más precarias del mundo. La expectativa de vida ronda los cincuenta y cinco años; y la edad media al morir es de dieciocho. La mortalidad infantil es de ciento cincuenta y seis por cada mil niños nacidos vivos. Es por ello que el debate, más allá de lo estrictamente humano, debe pasar por el difícil tamiz de lo económico. Todos esos compañeros de viaje por el mundo de la pobreza que, al igual que Haití, malviven por el continente suramericano y alrededores escupiendo pestes sobre un progreso económico entibado con los maderos del capitalismo, deberían reparar en que el progreso es un seguro de vida incluso frente a las catástrofes naturales. En Japón, terremotos como el vivido hace días en Haití son relativamente frecuentes. Sin embargo, las consecuencias nunca se acercarían a las sufridas en la isla caribeña. El progreso económico llega hasta el extremo de convertirse en un paraguas a la hora de velar por nuestra seguridad diaria. Desde la infraestructura básica hasta los materiales, pasan por el ciclo de la economía de mercado. El libre intercambio de propiedades llega al punto de garantizar que un terremoto en Japón de siete grados no precise más medida de seguridad individual que la de esconderse bajo una mesa. Todo ello en un país que, no hace tanto tiempo, en 1945, quedó totalmente devastado y calcinado tras la guerra. Los niños pasaron de alinearse a lo largo de las líneas férreas pidiendo a los soldados estadounidenses que les arrojaran caramelos desde los trenes a, quince años después, tener los tres tesoros sagrados: televisor, lavadora y frigorífico. Todo ello gracias a la deriva de timoneles llevada a cabo por el primer ministro Ikeda, quien llegó a declamar que sus planes para el país no eran otros que pura política económica.
Esta es la batalla que deberá librar Haití tras el terremoto, así como todo occidente. Y es que, Asia está repleta de milagros económicos como el de Japón, incluido Hong Kong, con peores condiciones naturales incluso que las de Haití. Antes de exornar el futuro de Haití con buenismo y antiamericanismo, sería conveniente mirarse en el espejo de los tigres asiáticos para saber que primero hay que aprender a ponerse en pie. Después, casi por inercia, se comienza a andar; y luego, si se quiere, se echa a correr. Pero librar a Haití de su marasmo actual pasa por, una vez restablecido el orden, tomar las medidas que más escuecen a la corrección política pero que, por el contrario, terminan siendo las más profilácticas. A saber: establecer un sistema jurídico sólido e independiente capaz de garantizar las libertades individuales y el respeto a la propiedad privada. Permitir la entrada de capital extranjero. Derrumbar las barreras arancelarias. Alimentar la competitividad. Permitir localizaciones. Poner a dieta el aparato burocrático y, en definitiva, crear las condiciones necesarias para el desarrollo de una economía de mercado real. Todo lo demás será predicar en medio del desierto. Pura farfolla.
Es a fin de cuentas este marco de libre mercado el que ayuda a crear la riqueza y la energía que permite minimizar el dolor del latigazo de la miseria sobre una población ya inerme de por sí. Que Haití deje de ser el muladar del mundo implica que más de un ablandahigos con mando en plaza arroje al mar toda su ideología escarlata. Lo contrario será como alimentar la caldera de la locomotora de un tren con la madera de los vagones. Y seguir amontonando mierda.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo con tu post,Samuel.
Y una mención especial al desastre,-una vez más-, de esa ONU inútil,inoperante e incapaz de coordinar absolutamente nada,ni siquiera cuando se trata de una catástrofe de estas dimensiones.
Los paises de manera autónoma y sin ningún tipo de coordinación logística,han intentado tomar el control en una ciudad y un país que es caos y devastación,muerte y desolación.
Si no fuera por los norteamericanos,Haití hoy sería un campo de batalla donde miles y miles de hambrientos deambularían entre cadáveres y escombros buscando alimento.
Es hora también de aprovechar lo acontecido y proporcionar una salida a Haití;crear las condiciones para dejar la miseria atrás y mirar al fururo con esperanza.
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