Escribió el gigante Jung que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. Y con vida vivida no se refería a esas excursiones a Egipto en régimen de gorra de visera blanca y pantalones cortos de cazador de mariposas; ni se refería a tostarse la piel hasta acabar como granos de café bajo unos rayos de Sol de esos que arañan como espinas de zarzal; ni a uno de esos cruceros horteras que rotulan el Mediterráneo, simple cresta de la ola. A lo que se refería era al fondo, allí donde se mezclan los bajos instintos y la razón, el alma y las entrañas, la miel y la hiel. Ese viaje al centro de uno mismo, al corazón de un Dédalo siempre irresoluto, como uno de esos laberintos de Reims o Amiens.
A Irene Villa le arrancaron las dos piernas en nombre de las ideas. Una bomba lapa le estalló con doce años, mutilando también a su madre, María Jesús González. Con el correr de los años, la buena de Irene se dedicaría de lleno a explorar esa vida vivible que reclamaba Jung. «Si quieres ser feliz durante un día, odia. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona», dijo con esa santimonia suya que le caracteriza. Lejos de respirar por la herida y sacar fuera toda la bilis habida en sus entrañas, obsequió con la indulgencia plenaria a los que quisieron acabar con su vida y la de su madre. Una vida que se halla más cercana a la de Santa Teresa que a la de una ya más que consolidada periodista y escritora. Pero hay más.
Desde mayo, diez víctimas de ETA se han acercado a la cárcel donde se apolillan los que un día mataran a sus esposos, padres o hermanos, al socaire de los programas de encuentros restaurativos del Ministerio del Interior. Víctimas frente a verdugos, cara a cara, sin medias tintas ni taquígrafos. A herida abierta. Los testimonios que recoge el diario El Mundo hielan la sangre, anudan las entrañas, cortan la garganta. «Tú me robaste la adolescencia [...] Yo era alegre y ahora soy una persona triste. Yo era vital y ahora vivo sin fuerzas... Yo ya no soy yo. Soy otro. Y te digo una cosa... Que no me gusto», le dice la víctima al asesino de su padre, mientras éste mengua, como un charco bajo el Sol. Otra víctima de ETA, la hija de un Guardia Civil asesinado, no puede más que con un lacónico y herido «me has jodido la vida». Según un testigo de los encuentros en la cárcel, los asesinos apenas pueden sostener la mirada escudriñadora de sus víctimas. Desarbolados como un velero herido, saben el daño irreparable que han causado. Ya no hay armas ni sentimiento de pertenencia a la tribu con el que engrandecer su apocada figura. Sólo unos ojos que centellean al cruzarse, al igual que dos piedras de sílex que chocan entre sí. «Lo que más siento es no tener a mi compañerito del alma conmigo, que ahora me falta», dice con voz temblorosa la viuda de Jesús Mari Pedrosa, concejal del PP asesinado. A lo que añade: «A mí lo que me mueve es mi fe. Soy muy devota del Sagrado Corazón de Jesús. Pensé: 'Ese chico ha sido muy malo. Si ahora quiere ser bueno, le tengo que ayudar'. Le dije: 'Con esa carita, nadie diría que tienes el haber que tienes'. Gracias a mi fe, el odio no está en mí. Puedo haber sentido rabia, impotencia, puedo haberme hecho preguntas sin respuesta... Pero odiar, no». Un odio enlarvado que sí mantuvo durante años Juan Manuel García Cordero, hijo del delegado de Telefónica García Cordero. Sus palabras retratan el difícil pulso con el que muchas de las víctimas tienen que convivir hasta que encuentran ese hilo de Ariadna que les salve del odio y el rencor. Y ese hilo no es otro que el perdón. «Tras la muerte de mi padre, mi primera fase fue la del odio, un odio nítido, con deseos de venganza. El odio te destruye, te hace daño, lo impregna todo, es terriblemente militante, hay que estar odiando las 24 horas del día, durante años. Así que me di cuenta de que ese odio me estaba destruyendo a mí». Cuenta que el día en que habló con el terrorista que acabó con la vida de su padre, lo primero que hizo nada más salir a la calle fue sentarse sobre el bordillo berroqueño del portal y suspirar, embargado por una sensación de alivio y paz interior al conocer el arrepentimiento del asesino. De repente, se elevó por encima de sí mismo, como en uno de esos Rompimientos de Gloria de las pinturas renacentistas en los que los serafines aparecen por elevación en un plano superior.
Pero ocurre que nunca es fácil descansar en ese punto exacto de reconciliación con uno mismo, allí donde el odio demuda en perdón, paz y tranquilidad. Existe una moneda de cambio, un tributo a exigir al asesino que no siempre está dispuesto a pagar: el arrepentimiento. Son pocos los presos etarras que, aun sin buscar beneficios penitenciarios, se reencuentran consigo mismos tratando de limpiar el sucio reflejo que el espejo les devuelve. La inmensa mayoría se agarran como hienas a su pasado terrorista, pues no ven en sí mismos asesinos, sino activistas políticos, guerreros sin soldada que en su caleidoscópica visión del mundo vasco, optaron por sacrificar su propia vida y humanidad por el tiro en la nuca.
El pasado jueves, el Ayuntamiento de San Sebastián convirtió el día de la ciudad en un infame acto de homenaje a los presos etarras durante la clásica Tamborrada. Lejos de las dolorosas escenas vividas entre las víctimas y los asesinos en Nanclares de Oca, en las que esos que se reían como conejos tras los asesinatos reprimían ahora las lágrimas, la festividad de San Sebastián mostró el lado más desacomplejado del terrorismo, con ese rebozo de provocación y triunfalismo que no hace sino convertir en vergüenza cada uno de esos cetros y escaños que los proetarras ocupan en ayuntamientos y Congreso. Es esa la prueba de la parafina que evidencia cómo sin el arrepentimiento personal del verdugo, el terrorismo no se desprende de su propia naturaleza criminal, sino que, al contrario, la enarbola, la justifica, la engalana. Cada una de estas ceremonias alegres y triunfales es una nueva derrota del Estado de Derecho y un nuevo disparo en la sien de nuestros resortes civiles y políticos. La resolución de un conflicto de esta ralea pasa, irremisiblemente, por ese duelo casi espiritual entre víctimas y verdugos, cara a cara, donde el arrepentimiento despeja el odio y abraza el perdón. Y un perdón pura y estrictamente amurallado tras lo personal, no a fin de obtener beneficios penitenciarios ni réditos políticos. Esa es la única salida posible: la humana. Allí donde el dolor y el arrepentimiento muestren con toda su crudeza a las generaciones venideras que matar ha sido en balde.
Las víctimas, con su perdón y con su sufrimiento, son el auténtico espejo en el que mirarnos, el músculo cardiaco de una sociedad podrida. Son ellos quienes nos enseñan a beldar la paja del trigo, a fin de aliviar el peso de nuestras alforjas. Y ningún lastre tan pesado y difícil de aventar como el del odio y la revancha. Ellos lo hacen a diario, redimiéndonos con su perdón a toda la sociedad. Su grandeza, lisa y llanamente, nos hace pequeños cada vez que miramos a otro lado. Y por cada una de las afrentas y castigos que les regalamos, todos retrocedemos, hasta que, al fin, alcancemos el punto de no retorno. No podemos olvidar que el agua, cuando llega al mar, ya no puede mover molinos. Y como aspas de molino se erigen en Durango las fotos de la vergüenza: esos retratos de aquellos asesinos que, lejos de arrepentirse, nos doblegan con su orgullo asesino. Perdonar no es olvidar, ni mucho menos aceptar el escarnio. Así no.
A Irene Villa le arrancaron las dos piernas en nombre de las ideas. Una bomba lapa le estalló con doce años, mutilando también a su madre, María Jesús González. Con el correr de los años, la buena de Irene se dedicaría de lleno a explorar esa vida vivible que reclamaba Jung. «Si quieres ser feliz durante un día, odia. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona», dijo con esa santimonia suya que le caracteriza. Lejos de respirar por la herida y sacar fuera toda la bilis habida en sus entrañas, obsequió con la indulgencia plenaria a los que quisieron acabar con su vida y la de su madre. Una vida que se halla más cercana a la de Santa Teresa que a la de una ya más que consolidada periodista y escritora. Pero hay más.
Desde mayo, diez víctimas de ETA se han acercado a la cárcel donde se apolillan los que un día mataran a sus esposos, padres o hermanos, al socaire de los programas de encuentros restaurativos del Ministerio del Interior. Víctimas frente a verdugos, cara a cara, sin medias tintas ni taquígrafos. A herida abierta. Los testimonios que recoge el diario El Mundo hielan la sangre, anudan las entrañas, cortan la garganta. «Tú me robaste la adolescencia [...] Yo era alegre y ahora soy una persona triste. Yo era vital y ahora vivo sin fuerzas... Yo ya no soy yo. Soy otro. Y te digo una cosa... Que no me gusto», le dice la víctima al asesino de su padre, mientras éste mengua, como un charco bajo el Sol. Otra víctima de ETA, la hija de un Guardia Civil asesinado, no puede más que con un lacónico y herido «me has jodido la vida». Según un testigo de los encuentros en la cárcel, los asesinos apenas pueden sostener la mirada escudriñadora de sus víctimas. Desarbolados como un velero herido, saben el daño irreparable que han causado. Ya no hay armas ni sentimiento de pertenencia a la tribu con el que engrandecer su apocada figura. Sólo unos ojos que centellean al cruzarse, al igual que dos piedras de sílex que chocan entre sí. «Lo que más siento es no tener a mi compañerito del alma conmigo, que ahora me falta», dice con voz temblorosa la viuda de Jesús Mari Pedrosa, concejal del PP asesinado. A lo que añade: «A mí lo que me mueve es mi fe. Soy muy devota del Sagrado Corazón de Jesús. Pensé: 'Ese chico ha sido muy malo. Si ahora quiere ser bueno, le tengo que ayudar'. Le dije: 'Con esa carita, nadie diría que tienes el haber que tienes'. Gracias a mi fe, el odio no está en mí. Puedo haber sentido rabia, impotencia, puedo haberme hecho preguntas sin respuesta... Pero odiar, no». Un odio enlarvado que sí mantuvo durante años Juan Manuel García Cordero, hijo del delegado de Telefónica García Cordero. Sus palabras retratan el difícil pulso con el que muchas de las víctimas tienen que convivir hasta que encuentran ese hilo de Ariadna que les salve del odio y el rencor. Y ese hilo no es otro que el perdón. «Tras la muerte de mi padre, mi primera fase fue la del odio, un odio nítido, con deseos de venganza. El odio te destruye, te hace daño, lo impregna todo, es terriblemente militante, hay que estar odiando las 24 horas del día, durante años. Así que me di cuenta de que ese odio me estaba destruyendo a mí». Cuenta que el día en que habló con el terrorista que acabó con la vida de su padre, lo primero que hizo nada más salir a la calle fue sentarse sobre el bordillo berroqueño del portal y suspirar, embargado por una sensación de alivio y paz interior al conocer el arrepentimiento del asesino. De repente, se elevó por encima de sí mismo, como en uno de esos Rompimientos de Gloria de las pinturas renacentistas en los que los serafines aparecen por elevación en un plano superior.
Pero ocurre que nunca es fácil descansar en ese punto exacto de reconciliación con uno mismo, allí donde el odio demuda en perdón, paz y tranquilidad. Existe una moneda de cambio, un tributo a exigir al asesino que no siempre está dispuesto a pagar: el arrepentimiento. Son pocos los presos etarras que, aun sin buscar beneficios penitenciarios, se reencuentran consigo mismos tratando de limpiar el sucio reflejo que el espejo les devuelve. La inmensa mayoría se agarran como hienas a su pasado terrorista, pues no ven en sí mismos asesinos, sino activistas políticos, guerreros sin soldada que en su caleidoscópica visión del mundo vasco, optaron por sacrificar su propia vida y humanidad por el tiro en la nuca.
El pasado jueves, el Ayuntamiento de San Sebastián convirtió el día de la ciudad en un infame acto de homenaje a los presos etarras durante la clásica Tamborrada. Lejos de las dolorosas escenas vividas entre las víctimas y los asesinos en Nanclares de Oca, en las que esos que se reían como conejos tras los asesinatos reprimían ahora las lágrimas, la festividad de San Sebastián mostró el lado más desacomplejado del terrorismo, con ese rebozo de provocación y triunfalismo que no hace sino convertir en vergüenza cada uno de esos cetros y escaños que los proetarras ocupan en ayuntamientos y Congreso. Es esa la prueba de la parafina que evidencia cómo sin el arrepentimiento personal del verdugo, el terrorismo no se desprende de su propia naturaleza criminal, sino que, al contrario, la enarbola, la justifica, la engalana. Cada una de estas ceremonias alegres y triunfales es una nueva derrota del Estado de Derecho y un nuevo disparo en la sien de nuestros resortes civiles y políticos. La resolución de un conflicto de esta ralea pasa, irremisiblemente, por ese duelo casi espiritual entre víctimas y verdugos, cara a cara, donde el arrepentimiento despeja el odio y abraza el perdón. Y un perdón pura y estrictamente amurallado tras lo personal, no a fin de obtener beneficios penitenciarios ni réditos políticos. Esa es la única salida posible: la humana. Allí donde el dolor y el arrepentimiento muestren con toda su crudeza a las generaciones venideras que matar ha sido en balde.
Las víctimas, con su perdón y con su sufrimiento, son el auténtico espejo en el que mirarnos, el músculo cardiaco de una sociedad podrida. Son ellos quienes nos enseñan a beldar la paja del trigo, a fin de aliviar el peso de nuestras alforjas. Y ningún lastre tan pesado y difícil de aventar como el del odio y la revancha. Ellos lo hacen a diario, redimiéndonos con su perdón a toda la sociedad. Su grandeza, lisa y llanamente, nos hace pequeños cada vez que miramos a otro lado. Y por cada una de las afrentas y castigos que les regalamos, todos retrocedemos, hasta que, al fin, alcancemos el punto de no retorno. No podemos olvidar que el agua, cuando llega al mar, ya no puede mover molinos. Y como aspas de molino se erigen en Durango las fotos de la vergüenza: esos retratos de aquellos asesinos que, lejos de arrepentirse, nos doblegan con su orgullo asesino. Perdonar no es olvidar, ni mucho menos aceptar el escarnio. Así no.