El pasado miércoles 29 de agosto tuvo lugar la ceremonia de apertura de la XIV edición de los Juegos Paralímpicos de Londres, en la que desfilaron 4.200 deportistas adaptados de 166 países. Una ceremonia donde Stephen Hawking paralizó a todo un estadio olímpico en el que fuera uno de los momentos más épicos del acto, con Big-Bang incluido. El enorme despliegue mediático que rodea a los Paralímpicos de Londres 2012 –así como las casi dos millones de entradas vendidas– sólo es comparable con el desfonde que el deporte adaptado va ganando desde el terreno amateur hasta el profesional. ‘Spirit in motion’ es el lema que abandera al movimiento paralímpico internacional junto al Agitos, los tres bumeranes que ya cuelgan del Puente de Londres, sucedáneo de los cinco anillos olímpicos de Pierre de Coubertin.
Son muchos los que hallan en el deporte paralímpico la simiente, el corazón y el nervio mismo del auténtico espíritu olímpico, encumbrando a los deportistas adaptados a las cimas del Himalaya de la superación y la honestidad más puras. Resulta poco menos que imposible no recubrir al deporte paralímpico con esos barnices propios de la empatía, lindante con la compasión, de aquel que contempla al mundo estrellarse desde lo alto de una colina. Y no es extraño que, sin llegar a reelaboraciones freudianas, emane cierto sentimiento de culpa a la hora de transigir con ciertos pecados capitales cuando nos llegan desde según qué orillas. Es el caso del dopaje, ese cirineo que acompaña al deporte en cualesquiera de sus formas y no menos en la paralímpica. Los números, por más que se traten de sombrear, cuelgan como siniestros caireles desde lo alto del Agitos: 10 positivos de los 735 controles realizados en los Juegos Paralímpicos de Atenas 2004, frente a los 17 cazados de los 2.815 controles llevados a cabo en los Juegos Olímpicos del mismo año, varios de ellos correspondientes a animales equinos. Unos números que nos muestran a las claras cómo en términos relativos el porcentaje de positivos es mayor entre los deportistas adaptados que entre los olímpicos, ya que la tendencia estadística sigue la misma línea ascendente si tomamos como punto de partida Barcelona 92. Queda claro que la ambición y la tentación por alcanzar la gloria no entienden de razas, religiones ni limitaciones físicas. Todos desean triunfar. Fue el ex ciclista Bernard Kohl, aquel que pasó 99 veces por el ojo de la aguja de los controles antidopaje antes de dar positivo, quien sentenció con la inapelabilidad de una sibila que «sin dopaje no hay gloria». Una gloria que unos y otros anhelan por igual.
Los métodos y ardites con los que cuentan los deportistas paralímpicos para mejorar el rendimiento de sus motores evitando ser descubiertos no desmerecen en sofisticación y eficacia al resto de métodos. Así, mientras que muchos deportistas ordinarios han recurrido, por ejemplo, a los conocidos «polvos de la Madre Celestina» como escalera de incendios para salir de naja de los controles antidopaje (unas proteasas que rompen la cadena de proteínas de la droga y con la que el deportista frota sus manos antes de realizar el control de orina, cayendo éstas en la muestra y evitando así ser cazado), los deportistas paralímpicos vienen aferrándose a prácticas prohibidas tales como el boosting, método con el que los atletas con lesiones de médula aumentan la presión sanguínea buscando un estado que se conoce como disreflexia autonómica. Los atajos para aumentar de forma abrupta la presión arterial van desde martillearse una determinada zona, aplicarse descargas eléctricas, golpearse los testículos, llenarse la vejiga con un catéter o incluso romperse algún dedo del pie. Según el Comité Paralímpico Internacional, casi el 20% de los deportistas entrevistados durante los Juegos Paralímpicos de Beijing confesaron haber recurrido al boosting, práctica prohibida desde 1994.
Según Brad Zdanivsky, escalador canadiense tetrapléjico, el boosting es «una horrible lata de lombrices que nadie quiere abrir ni hablar de ella». Algo así como la EPO paralímpica. Y es que el bueno de Zdanivsky piensa que el número de atletas que recurren al boosting es mucho más elevado de lo que el Comité Paralímpico Internacional cree. Yendo más lejos, sentencia que nada ni nadie podrá acabar con su práctica, por más que continúen monitoreando a los deportistas antes de las pruebas. Y es que, de acuerdo al CPI, el límite establecido para la presión arterial sistólica es de 180 mmHg o superior, lo que significa que un atleta que sobrepase dicho umbral será apartado de la prueba, independientemente de que sus niveles basales deriven de factores exógenos o de un estado fisiológico espontáneo y natural. Es decir, que aun sin ser considerado un positivo, el deportista con más de 180 mmHg pasa automáticamente al mundo de los apestados. Torquemada en estado puro.
Hablamos, por tanto, no de la persecución del dopaje químico, sino de la aplicación de según qué métodos prohibidos. Y es ahí donde chocan las contrariedades como dos piedras de sílex. Según un estudio realizado con atletas de maratón en silla de ruedas, la aplicación del boosting consigue una mejora del rendimiento del 15%. Un porcentaje derivado, lisa y llanamente, de los beneficios que derivan del aumento de la presión arterial, no de la circulación de ningún tipo de sustancia dopante. Siguiendo con la aplicación de métodos, tenemos, en cambio, los beneficios de la estimulación de la producción de eritropoyetina en relación a la carga hipóxica. Así, una exposición a una altitud simulada de 1.780 metros da lugar a un 30% de aumento en la producción de eritropoyetina producida endógenamente. Sobra aclarar que dicha práctica sí está permitida. Hay más. De acuerdo a estudios como el realizado por la Facultad de Medicina de Bobigny, en Francia, existen personas que a alturas simuladas de 6.540 metros con una exposición no inferior a la semana aumentan tres veces sus niveles de eritropoyetina y otros tantos llegan a aumentar hasta 134 veces sus valores basales. Claro que los mismos picos de EPO plasmática son perseguidos cuando se alcanzan por vía intravenosa, indetectable 24 horas después, o subcutánea, que desaparece 72 horas más tarde.
¿En base a qué criterios se puede afirmar que determinados métodos menoscaban el principio de igualdad y otros no? ¿No parece más bien un juego de dados que se persigan ciertos métodos y prácticas mientras haya otras que, generando tantas o más desigualdades, sigan estando permitidas? A este paso, con tal grado de obsesión por encontrar el estado fetén del deportista-Replicante, habrá que evaluar hasta el número de kilocalorías que un atleta ingiera antes de una competición (el cuerpo humano es capaz de almacenar unas 2.000 kilocalorías, suficientes para unos 30 kilómetros en carrera, por lo que faltaría gasolina para los 12 kilómetros que restan para finalizar una maratón sin darse de bruces con el llamado “muro”). Y no sólo eso, sino que habría que ponderar incluso el índice glucémico de las mismas, pues no todas las calorías pesan lo mismo. Y es obvio que la alimentación de un deportista semiprofesional de Sri Lanka o Gabón no es la misma que la de otro afincado en Berlín, así como la cantidad de suplementos nutricionales a los que accede, estudios biomecánicos, análisis médicos, equipamientos deportivos elaborados ex profeso, fisioterapeutas y, tal vez, la propia genética. ¿Es todo esto equitativo? ¿Se puede afirmar taxativamente que todo ello genera menos desigualdad que el uso de sustancias prohibidas? ¿Acaso no rompe el principio de igualdad deportiva que cualquier ciclista profesional pueda permitirse entrenamientos con vatios apoyado en medidores de potencia, recupere con criosaunas y dormite en cámaras hipóxicas, a diferencia de otros atletas con medios técnicos mucho más pedestres? ¿No es desigual que Contador acredite en sus informes médicos poseer un hematocrito natural del 52% cuando la UCI considera cualquier porcentaje por encima del 50% como posible indicio de dopaje? ¿Por qué no permitir la homogeneización? Los ejemplos, obviamente, podrían multiplicarse como los hongos después de la lluvia.
El estado de paranoia que late en el deporte se lleva al extremo de la cuchilla cuando los deportistas se ven atados de pies y manos como animales de granja incluso a la hora de medicarse. Máxime en el caso de los paralímpicos, atletas que, por razones obvias, pueden llegar a ser pacientes polimedicados. Así, desde 1994, existe el Cuadro de Alerta de Medicamentos, hoy conocido como A.U.T (Autorización de Uso Terapéutico), que bien podrían llamarlo Azúcar Moreno que seguiría significando que hasta la medicación ha de ser burocratizada. No basta con tener localizados a los deportistas y hasta poder sacarlos de la cama por las solapas del pijama para realizarles un control sorpresa, sino que los Torquemadas y Arbúes de la AMA consideran que, pongamos, la oxicodona –analgésico que la campeona olímpica y mundial Shelly Ann Fraser usó para calmar los dolores bucales que le producían sus aparatos de ortodoncia y por lo cual fue suspendida seis meses– es capaz de generar tal grado de desigualdad sobre el resultado final que, quien con ella tropiece, ha de ser ajusticiado públicamente por el Santísimo Tribunal. Todo ello dando por sentado que los beneficios de la oxicodona son infinitamente superiores a los de una dieta hipercalórica con su rosario de pastillas, polvos, mejunjes y demás suplementos nutricionales. Conviene recordar que rara vez se recurre al dopaje en la competición misma, lo que descarta muchas veces esa idea asentada en el inconsciente colectivo de que el dopaje es algo así como un resorte o lanzadera que empuja al deportista hacia la victoria casi por un mero acto reflejo. En el caso BALCO, la inmensa mayoría de sustancias eran administradas fuera de competición y como ayuda para la recuperación: THG, en ciclos de tres semanas fuera de temporada, para la rehabilitación; testosterona para compensar la disminución de la misma como consecuencia de la THG; hormona de crecimiento, en pretemporada y para la recuperación tras entrenamientos de potencia; insulina, después del entrenamiento en pretemporada; EPO, fuera de temporada; modafinil, para estimular el estado de alerta; y liotironina, para acelerar el metabolismo antes de la competición.
Con estos mimbres, más bien pareciera que la AMA, COI y CPI, en un paroxismo de desesperación, caminaran dando palos de ciego, abocados a morir como los alacranes en su propio veneno. Fue Víctor Conte quien tras la condena a Chambers y su paso por prisión se animó a colaborar con la Justicia, señalando ciertos vicios de origen en el sistema de controles a los deportistas. Así, entre otros muchos agujeros negros, señaló que «más del 50% de los controles efectuados cada año deberían realizarse durante los periodos sin competición o en el último cuarto de la temporada. Éste es el periodo cuando los atletas más 'regatean' y usan esteroides anabolizantes y otras drogas. Si echáis un vistazo a las estadísticas de la Agencia Antidopaje de EEUU (USADA) sobre los controles realizados fuera de temporada durante cada cuarto del año 2007, los resultados son los siguientes: 1208 en el primero, 1295 en el segundo, 1141 en el tercero y sólo 642 en el cuarto». Y es ahí, fuera de competición, cuando los alfareros se manchan las manos con el barro del dopaje. Es por ello por lo que los grandes deportistas de élite acaban pasando de puntillas por las grandes competiciones sin saber lo que es dar un solo positivo, e incluso a veces llevando sustancias prohibidas (para eso los laboratorios se encargan de diseñar los enmascaradores que alteran los parámetros hematológicos y borran las huellas de la droga).
Cada vez está más claro que son muchos los que han hallado una mina de Potosí no en el dopaje, sino en la lucha antidopaje. Investigadores, profesores de universidad, laboratorios adscritos a los comités, etc. monopolizan con sus normativas, sus grilletes y sus juicios sumariales, todo lo que realmente es el mundo del deporte. Alguien está ganando mucho dinero con la lucha antidopaje. Y va siendo hora de que el mundo del deporte deje de aceptar tal vasallaje y abandone ese Antiguo Régimen que con tanta resignación bovina anda sosteniendo sobre su cerviz. A fin de cuentas, ¿dónde irá el buey que no are? Cada cadáver puesto sobre la mesa es un refuerzo para los organismos implicados en la lucha antidopaje. Y, por tanto, más caja. Para ilustrarlo, sólo tenemos que echar la vista atrás hasta recordar lo ocurrido en la Operación Puerto. En este caso, fueron 200 las bolsas de sangre las que el juez Serrano –ese Flautista de Hamelín que abrió las celdillas de la ratonera para que todos los deportistas salieran en desbandada, al menos hasta que les arrinconaran en sus países, como ocurriera con Jan Ullrich– envió al laboratorio INIM de Barcelona. Cada bolsa analizada implicaba un desembolso de 200 euros. Al buscar EPO exógena, los análisis requerían de una segunda revisión extra que, en este caso, costaba 300 euros más. Ocurrió que la Administración de Justicia tenía una deuda de más de 25.000 euros con el laboratorio barcelonés, por lo que, finalmente, los análisis no se realizaron y la sangre de los deportistas implicados no pudo ser cotejada. Además, hay que recordar que detrás de cada positivo existe una sanción financiera. Tomando el año 2011 de la lista reportada por la UCI, nos encontramos con Ezequiel Mosquera, con una sanción económica de 276.000 euros; Franco Pellizzoti, 115.000 euros; Valjavec Tadej, 52.000 euros, y así hasta el infinito.
Por tanto, si dinero hacen los laboratorios que se dedican a la elaboración de nuevas drogas de diseño, no lo amasan en menor medida los laboratorios y organismos que se dedican a la labor contraria. Y lejos ha de quedar esa imagen de los laboratorios implicados en el dopaje como cuchitriles oscuros con decenas de científicos locos entre probetas elaborando pociones como el que prepara un Dry Martini y donde lo último sea la salud del atleta. En la misma Operación Puerto, entre otros muchos implicados, estuvo nada más y nada menos que Merino Batres, quien ya fuera Jefe de Hematología del Hospital de la Princesa y director del Centro de Transfusiones de la Comunidad de Madrid, sin pasar por alto al propio Eufemiano Fuentes, Licenciado en Medicina por la Universidad de Navarra con matrícula de honor y en INEF por la Complutense, y quien ya experimentara en sus inicios consigo mismo siendo atleta, al igual que con su propia mujer, Cristina Pérez, ex plusmarquista de 400 y quien sentenció que «muchas medallas olímpicas se han conseguido gracias a mi marido». Un Eufemiano Fuentes que se ha jactado con una conciencia berroqueña de obtener el máximo rendimiento de los ciclistas sin vulnerar la legalidad, «utilizando productos que están en las farmacias» y que aumentan las capacidades ergogénicas del individuo para que las sustancias se produzcan de forma natural. Y un Eufemiano Fuentes que llegaba a controlar en sus clientes desde las horas de sueño hasta si el deportista tenía una relación amorosa que le apartara del entrenamiento. Lejos queda el oscurantismo de los planes de dopaje estatales de los ochenta, como el “Plan 14.25” de la RDA. La salud del atleta, a día de hoy, no está más en peligro por el dopaje que por la misma práctica deportiva.
Al este y al oeste, por arriba y por abajo, dopaje y deporte seguirán siendo indisolubles, simbióticos, como desde la noche de los días lo fue. Así lo acreditó ya el filósofo Filóstrato en el siglo III a.C, retratando a unos deportistas que recurrían al ajonjolí y ciertos hongos alucinógenos para mejorar el rendimiento deportivo, pues es intrínseco al ser humano el afán de superación a cualquier precio, por más mordidas que puedan dar aquellos interesados en la política de la tierra quemada a fin de convertir el mundo del deporte en Puerto Hurraco. Al final, los que debieron pasar a la historia como auténticos héroes, acabarán quedando como Cagancho en Almagro de seguir rendidos ante quienes no hicieron más que sus américas en nombre del deporte. Un deporte al que desmochan con sus insinuaciones y dardos a la hora de plantear la sola idea de que sea el dopaje y no el entrenamiento, la dedicación y el sufrimiento el que marque la diferencia entre el campeón y el segundón. A fin de cuentas, como dijera el gran Eufemiano, «no se puede hacer un caballo de un burro». Definitivamente, hay algo más que eso.
Son muchos los que hallan en el deporte paralímpico la simiente, el corazón y el nervio mismo del auténtico espíritu olímpico, encumbrando a los deportistas adaptados a las cimas del Himalaya de la superación y la honestidad más puras. Resulta poco menos que imposible no recubrir al deporte paralímpico con esos barnices propios de la empatía, lindante con la compasión, de aquel que contempla al mundo estrellarse desde lo alto de una colina. Y no es extraño que, sin llegar a reelaboraciones freudianas, emane cierto sentimiento de culpa a la hora de transigir con ciertos pecados capitales cuando nos llegan desde según qué orillas. Es el caso del dopaje, ese cirineo que acompaña al deporte en cualesquiera de sus formas y no menos en la paralímpica. Los números, por más que se traten de sombrear, cuelgan como siniestros caireles desde lo alto del Agitos: 10 positivos de los 735 controles realizados en los Juegos Paralímpicos de Atenas 2004, frente a los 17 cazados de los 2.815 controles llevados a cabo en los Juegos Olímpicos del mismo año, varios de ellos correspondientes a animales equinos. Unos números que nos muestran a las claras cómo en términos relativos el porcentaje de positivos es mayor entre los deportistas adaptados que entre los olímpicos, ya que la tendencia estadística sigue la misma línea ascendente si tomamos como punto de partida Barcelona 92. Queda claro que la ambición y la tentación por alcanzar la gloria no entienden de razas, religiones ni limitaciones físicas. Todos desean triunfar. Fue el ex ciclista Bernard Kohl, aquel que pasó 99 veces por el ojo de la aguja de los controles antidopaje antes de dar positivo, quien sentenció con la inapelabilidad de una sibila que «sin dopaje no hay gloria». Una gloria que unos y otros anhelan por igual.
Los métodos y ardites con los que cuentan los deportistas paralímpicos para mejorar el rendimiento de sus motores evitando ser descubiertos no desmerecen en sofisticación y eficacia al resto de métodos. Así, mientras que muchos deportistas ordinarios han recurrido, por ejemplo, a los conocidos «polvos de la Madre Celestina» como escalera de incendios para salir de naja de los controles antidopaje (unas proteasas que rompen la cadena de proteínas de la droga y con la que el deportista frota sus manos antes de realizar el control de orina, cayendo éstas en la muestra y evitando así ser cazado), los deportistas paralímpicos vienen aferrándose a prácticas prohibidas tales como el boosting, método con el que los atletas con lesiones de médula aumentan la presión sanguínea buscando un estado que se conoce como disreflexia autonómica. Los atajos para aumentar de forma abrupta la presión arterial van desde martillearse una determinada zona, aplicarse descargas eléctricas, golpearse los testículos, llenarse la vejiga con un catéter o incluso romperse algún dedo del pie. Según el Comité Paralímpico Internacional, casi el 20% de los deportistas entrevistados durante los Juegos Paralímpicos de Beijing confesaron haber recurrido al boosting, práctica prohibida desde 1994.
Según Brad Zdanivsky, escalador canadiense tetrapléjico, el boosting es «una horrible lata de lombrices que nadie quiere abrir ni hablar de ella». Algo así como la EPO paralímpica. Y es que el bueno de Zdanivsky piensa que el número de atletas que recurren al boosting es mucho más elevado de lo que el Comité Paralímpico Internacional cree. Yendo más lejos, sentencia que nada ni nadie podrá acabar con su práctica, por más que continúen monitoreando a los deportistas antes de las pruebas. Y es que, de acuerdo al CPI, el límite establecido para la presión arterial sistólica es de 180 mmHg o superior, lo que significa que un atleta que sobrepase dicho umbral será apartado de la prueba, independientemente de que sus niveles basales deriven de factores exógenos o de un estado fisiológico espontáneo y natural. Es decir, que aun sin ser considerado un positivo, el deportista con más de 180 mmHg pasa automáticamente al mundo de los apestados. Torquemada en estado puro.
Hablamos, por tanto, no de la persecución del dopaje químico, sino de la aplicación de según qué métodos prohibidos. Y es ahí donde chocan las contrariedades como dos piedras de sílex. Según un estudio realizado con atletas de maratón en silla de ruedas, la aplicación del boosting consigue una mejora del rendimiento del 15%. Un porcentaje derivado, lisa y llanamente, de los beneficios que derivan del aumento de la presión arterial, no de la circulación de ningún tipo de sustancia dopante. Siguiendo con la aplicación de métodos, tenemos, en cambio, los beneficios de la estimulación de la producción de eritropoyetina en relación a la carga hipóxica. Así, una exposición a una altitud simulada de 1.780 metros da lugar a un 30% de aumento en la producción de eritropoyetina producida endógenamente. Sobra aclarar que dicha práctica sí está permitida. Hay más. De acuerdo a estudios como el realizado por la Facultad de Medicina de Bobigny, en Francia, existen personas que a alturas simuladas de 6.540 metros con una exposición no inferior a la semana aumentan tres veces sus niveles de eritropoyetina y otros tantos llegan a aumentar hasta 134 veces sus valores basales. Claro que los mismos picos de EPO plasmática son perseguidos cuando se alcanzan por vía intravenosa, indetectable 24 horas después, o subcutánea, que desaparece 72 horas más tarde.
¿En base a qué criterios se puede afirmar que determinados métodos menoscaban el principio de igualdad y otros no? ¿No parece más bien un juego de dados que se persigan ciertos métodos y prácticas mientras haya otras que, generando tantas o más desigualdades, sigan estando permitidas? A este paso, con tal grado de obsesión por encontrar el estado fetén del deportista-Replicante, habrá que evaluar hasta el número de kilocalorías que un atleta ingiera antes de una competición (el cuerpo humano es capaz de almacenar unas 2.000 kilocalorías, suficientes para unos 30 kilómetros en carrera, por lo que faltaría gasolina para los 12 kilómetros que restan para finalizar una maratón sin darse de bruces con el llamado “muro”). Y no sólo eso, sino que habría que ponderar incluso el índice glucémico de las mismas, pues no todas las calorías pesan lo mismo. Y es obvio que la alimentación de un deportista semiprofesional de Sri Lanka o Gabón no es la misma que la de otro afincado en Berlín, así como la cantidad de suplementos nutricionales a los que accede, estudios biomecánicos, análisis médicos, equipamientos deportivos elaborados ex profeso, fisioterapeutas y, tal vez, la propia genética. ¿Es todo esto equitativo? ¿Se puede afirmar taxativamente que todo ello genera menos desigualdad que el uso de sustancias prohibidas? ¿Acaso no rompe el principio de igualdad deportiva que cualquier ciclista profesional pueda permitirse entrenamientos con vatios apoyado en medidores de potencia, recupere con criosaunas y dormite en cámaras hipóxicas, a diferencia de otros atletas con medios técnicos mucho más pedestres? ¿No es desigual que Contador acredite en sus informes médicos poseer un hematocrito natural del 52% cuando la UCI considera cualquier porcentaje por encima del 50% como posible indicio de dopaje? ¿Por qué no permitir la homogeneización? Los ejemplos, obviamente, podrían multiplicarse como los hongos después de la lluvia.
El estado de paranoia que late en el deporte se lleva al extremo de la cuchilla cuando los deportistas se ven atados de pies y manos como animales de granja incluso a la hora de medicarse. Máxime en el caso de los paralímpicos, atletas que, por razones obvias, pueden llegar a ser pacientes polimedicados. Así, desde 1994, existe el Cuadro de Alerta de Medicamentos, hoy conocido como A.U.T (Autorización de Uso Terapéutico), que bien podrían llamarlo Azúcar Moreno que seguiría significando que hasta la medicación ha de ser burocratizada. No basta con tener localizados a los deportistas y hasta poder sacarlos de la cama por las solapas del pijama para realizarles un control sorpresa, sino que los Torquemadas y Arbúes de la AMA consideran que, pongamos, la oxicodona –analgésico que la campeona olímpica y mundial Shelly Ann Fraser usó para calmar los dolores bucales que le producían sus aparatos de ortodoncia y por lo cual fue suspendida seis meses– es capaz de generar tal grado de desigualdad sobre el resultado final que, quien con ella tropiece, ha de ser ajusticiado públicamente por el Santísimo Tribunal. Todo ello dando por sentado que los beneficios de la oxicodona son infinitamente superiores a los de una dieta hipercalórica con su rosario de pastillas, polvos, mejunjes y demás suplementos nutricionales. Conviene recordar que rara vez se recurre al dopaje en la competición misma, lo que descarta muchas veces esa idea asentada en el inconsciente colectivo de que el dopaje es algo así como un resorte o lanzadera que empuja al deportista hacia la victoria casi por un mero acto reflejo. En el caso BALCO, la inmensa mayoría de sustancias eran administradas fuera de competición y como ayuda para la recuperación: THG, en ciclos de tres semanas fuera de temporada, para la rehabilitación; testosterona para compensar la disminución de la misma como consecuencia de la THG; hormona de crecimiento, en pretemporada y para la recuperación tras entrenamientos de potencia; insulina, después del entrenamiento en pretemporada; EPO, fuera de temporada; modafinil, para estimular el estado de alerta; y liotironina, para acelerar el metabolismo antes de la competición.
Con estos mimbres, más bien pareciera que la AMA, COI y CPI, en un paroxismo de desesperación, caminaran dando palos de ciego, abocados a morir como los alacranes en su propio veneno. Fue Víctor Conte quien tras la condena a Chambers y su paso por prisión se animó a colaborar con la Justicia, señalando ciertos vicios de origen en el sistema de controles a los deportistas. Así, entre otros muchos agujeros negros, señaló que «más del 50% de los controles efectuados cada año deberían realizarse durante los periodos sin competición o en el último cuarto de la temporada. Éste es el periodo cuando los atletas más 'regatean' y usan esteroides anabolizantes y otras drogas. Si echáis un vistazo a las estadísticas de la Agencia Antidopaje de EEUU (USADA) sobre los controles realizados fuera de temporada durante cada cuarto del año 2007, los resultados son los siguientes: 1208 en el primero, 1295 en el segundo, 1141 en el tercero y sólo 642 en el cuarto». Y es ahí, fuera de competición, cuando los alfareros se manchan las manos con el barro del dopaje. Es por ello por lo que los grandes deportistas de élite acaban pasando de puntillas por las grandes competiciones sin saber lo que es dar un solo positivo, e incluso a veces llevando sustancias prohibidas (para eso los laboratorios se encargan de diseñar los enmascaradores que alteran los parámetros hematológicos y borran las huellas de la droga).
Cada vez está más claro que son muchos los que han hallado una mina de Potosí no en el dopaje, sino en la lucha antidopaje. Investigadores, profesores de universidad, laboratorios adscritos a los comités, etc. monopolizan con sus normativas, sus grilletes y sus juicios sumariales, todo lo que realmente es el mundo del deporte. Alguien está ganando mucho dinero con la lucha antidopaje. Y va siendo hora de que el mundo del deporte deje de aceptar tal vasallaje y abandone ese Antiguo Régimen que con tanta resignación bovina anda sosteniendo sobre su cerviz. A fin de cuentas, ¿dónde irá el buey que no are? Cada cadáver puesto sobre la mesa es un refuerzo para los organismos implicados en la lucha antidopaje. Y, por tanto, más caja. Para ilustrarlo, sólo tenemos que echar la vista atrás hasta recordar lo ocurrido en la Operación Puerto. En este caso, fueron 200 las bolsas de sangre las que el juez Serrano –ese Flautista de Hamelín que abrió las celdillas de la ratonera para que todos los deportistas salieran en desbandada, al menos hasta que les arrinconaran en sus países, como ocurriera con Jan Ullrich– envió al laboratorio INIM de Barcelona. Cada bolsa analizada implicaba un desembolso de 200 euros. Al buscar EPO exógena, los análisis requerían de una segunda revisión extra que, en este caso, costaba 300 euros más. Ocurrió que la Administración de Justicia tenía una deuda de más de 25.000 euros con el laboratorio barcelonés, por lo que, finalmente, los análisis no se realizaron y la sangre de los deportistas implicados no pudo ser cotejada. Además, hay que recordar que detrás de cada positivo existe una sanción financiera. Tomando el año 2011 de la lista reportada por la UCI, nos encontramos con Ezequiel Mosquera, con una sanción económica de 276.000 euros; Franco Pellizzoti, 115.000 euros; Valjavec Tadej, 52.000 euros, y así hasta el infinito.
Por tanto, si dinero hacen los laboratorios que se dedican a la elaboración de nuevas drogas de diseño, no lo amasan en menor medida los laboratorios y organismos que se dedican a la labor contraria. Y lejos ha de quedar esa imagen de los laboratorios implicados en el dopaje como cuchitriles oscuros con decenas de científicos locos entre probetas elaborando pociones como el que prepara un Dry Martini y donde lo último sea la salud del atleta. En la misma Operación Puerto, entre otros muchos implicados, estuvo nada más y nada menos que Merino Batres, quien ya fuera Jefe de Hematología del Hospital de la Princesa y director del Centro de Transfusiones de la Comunidad de Madrid, sin pasar por alto al propio Eufemiano Fuentes, Licenciado en Medicina por la Universidad de Navarra con matrícula de honor y en INEF por la Complutense, y quien ya experimentara en sus inicios consigo mismo siendo atleta, al igual que con su propia mujer, Cristina Pérez, ex plusmarquista de 400 y quien sentenció que «muchas medallas olímpicas se han conseguido gracias a mi marido». Un Eufemiano Fuentes que se ha jactado con una conciencia berroqueña de obtener el máximo rendimiento de los ciclistas sin vulnerar la legalidad, «utilizando productos que están en las farmacias» y que aumentan las capacidades ergogénicas del individuo para que las sustancias se produzcan de forma natural. Y un Eufemiano Fuentes que llegaba a controlar en sus clientes desde las horas de sueño hasta si el deportista tenía una relación amorosa que le apartara del entrenamiento. Lejos queda el oscurantismo de los planes de dopaje estatales de los ochenta, como el “Plan 14.25” de la RDA. La salud del atleta, a día de hoy, no está más en peligro por el dopaje que por la misma práctica deportiva.
Al este y al oeste, por arriba y por abajo, dopaje y deporte seguirán siendo indisolubles, simbióticos, como desde la noche de los días lo fue. Así lo acreditó ya el filósofo Filóstrato en el siglo III a.C, retratando a unos deportistas que recurrían al ajonjolí y ciertos hongos alucinógenos para mejorar el rendimiento deportivo, pues es intrínseco al ser humano el afán de superación a cualquier precio, por más mordidas que puedan dar aquellos interesados en la política de la tierra quemada a fin de convertir el mundo del deporte en Puerto Hurraco. Al final, los que debieron pasar a la historia como auténticos héroes, acabarán quedando como Cagancho en Almagro de seguir rendidos ante quienes no hicieron más que sus américas en nombre del deporte. Un deporte al que desmochan con sus insinuaciones y dardos a la hora de plantear la sola idea de que sea el dopaje y no el entrenamiento, la dedicación y el sufrimiento el que marque la diferencia entre el campeón y el segundón. A fin de cuentas, como dijera el gran Eufemiano, «no se puede hacer un caballo de un burro». Definitivamente, hay algo más que eso.