En AHDG: Avenacol: entre el ridículo y la sinvergonzonería.
Análisis sobre el producto estrella del momento en lo que a desayunos se refiere: Avenacol, del grupo Adam Foods y el cual cuenta con el aval de la Fundación Española del Corazón, en un ejercicio del más vergonzoso cinismo, así como del viejo discurso colesterofóbico y la relación del mismo con las grasas y colesterol dietético, pese a la enorme evidencia científica que apunta en la dirección contraria; es decir, los CH, precisamente el elemento de andamiaje de Avenacol.
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@AHDG_Nutricion
Doble Sobre Sencillo
"No quiero prohibir al gobierno que haga nada, excepto impedir que los demás hagan algo que podrían hacer mejor que él". Friedrich A. Hayek
miércoles, 4 de noviembre de 2015
lunes, 2 de febrero de 2015
'LOS DESASTRES DEL MOVIMIENTO ANTIVACUNA Y LA CULTURA DEL MIEDO'
En AHDG: "Los desastres del movimiento antivacuna y la cultura del miedo"
Revisión de los mitos y leyendas alrededor del movimiento antivacuna: Andrew Wakefield y el autismo, Jenny McCarthy, Xavier Uriarte, el timerosal y el mercurio, etc.
viernes, 1 de agosto de 2014
NATURALMENTE PELIGROSOS (O NO TAN INOCUOS)
EN AHDG: 'Naturalmente peligrosos (o no tan inocuos)'. Transgénesis, biotecnología, vacunas, fármacos, cáncer, alimentos naturales y moléculas milagro como el resveratrol...Ni los buenos eran tan buenos, ni los malos tan malos. Revisión de estudios epidemiológicos y obras publicadas a la fecha.
martes, 25 de febrero de 2014
La gripe, el Oscillococcinum y el pato de Barbería
En la web: La gripe, el Oscillococcinum y el pato de Barbería, o cómo ganar 1.200 millones de euros con 35 gramos de hígado de pato y principios anacrónicos del siglo XVIII.
martes, 18 de febrero de 2014
CON UN PAR DE HUEVOS
En el blog: ¡Con un par de huevos!, mitos y leyendas alrededor del huevo y su relación con el colesterol plasmático.
www.ahombrosdegigantes.weebly.com
martes, 23 de julio de 2013
sábado, 8 de septiembre de 2012
LOS CABALLOS CONTRA LOS BURROS
El pasado miércoles 29 de agosto tuvo lugar la ceremonia de apertura de la XIV edición de los Juegos Paralímpicos de Londres, en la que desfilaron 4.200 deportistas adaptados de 166 países. Una ceremonia donde Stephen Hawking paralizó a todo un estadio olímpico en el que fuera uno de los momentos más épicos del acto, con Big-Bang incluido. El enorme despliegue mediático que rodea a los Paralímpicos de Londres 2012 –así como las casi dos millones de entradas vendidas– sólo es comparable con el desfonde que el deporte adaptado va ganando desde el terreno amateur hasta el profesional. ‘Spirit in motion’ es el lema que abandera al movimiento paralímpico internacional junto al Agitos, los tres bumeranes que ya cuelgan del Puente de Londres, sucedáneo de los cinco anillos olímpicos de Pierre de Coubertin.
Son muchos los que hallan en el deporte paralímpico la simiente, el corazón y el nervio mismo del auténtico espíritu olímpico, encumbrando a los deportistas adaptados a las cimas del Himalaya de la superación y la honestidad más puras. Resulta poco menos que imposible no recubrir al deporte paralímpico con esos barnices propios de la empatía, lindante con la compasión, de aquel que contempla al mundo estrellarse desde lo alto de una colina. Y no es extraño que, sin llegar a reelaboraciones freudianas, emane cierto sentimiento de culpa a la hora de transigir con ciertos pecados capitales cuando nos llegan desde según qué orillas. Es el caso del dopaje, ese cirineo que acompaña al deporte en cualesquiera de sus formas y no menos en la paralímpica. Los números, por más que se traten de sombrear, cuelgan como siniestros caireles desde lo alto del Agitos: 10 positivos de los 735 controles realizados en los Juegos Paralímpicos de Atenas 2004, frente a los 17 cazados de los 2.815 controles llevados a cabo en los Juegos Olímpicos del mismo año, varios de ellos correspondientes a animales equinos. Unos números que nos muestran a las claras cómo en términos relativos el porcentaje de positivos es mayor entre los deportistas adaptados que entre los olímpicos, ya que la tendencia estadística sigue la misma línea ascendente si tomamos como punto de partida Barcelona 92. Queda claro que la ambición y la tentación por alcanzar la gloria no entienden de razas, religiones ni limitaciones físicas. Todos desean triunfar. Fue el ex ciclista Bernard Kohl, aquel que pasó 99 veces por el ojo de la aguja de los controles antidopaje antes de dar positivo, quien sentenció con la inapelabilidad de una sibila que «sin dopaje no hay gloria». Una gloria que unos y otros anhelan por igual.
Los métodos y ardites con los que cuentan los deportistas paralímpicos para mejorar el rendimiento de sus motores evitando ser descubiertos no desmerecen en sofisticación y eficacia al resto de métodos. Así, mientras que muchos deportistas ordinarios han recurrido, por ejemplo, a los conocidos «polvos de la Madre Celestina» como escalera de incendios para salir de naja de los controles antidopaje (unas proteasas que rompen la cadena de proteínas de la droga y con la que el deportista frota sus manos antes de realizar el control de orina, cayendo éstas en la muestra y evitando así ser cazado), los deportistas paralímpicos vienen aferrándose a prácticas prohibidas tales como el boosting, método con el que los atletas con lesiones de médula aumentan la presión sanguínea buscando un estado que se conoce como disreflexia autonómica. Los atajos para aumentar de forma abrupta la presión arterial van desde martillearse una determinada zona, aplicarse descargas eléctricas, golpearse los testículos, llenarse la vejiga con un catéter o incluso romperse algún dedo del pie. Según el Comité Paralímpico Internacional, casi el 20% de los deportistas entrevistados durante los Juegos Paralímpicos de Beijing confesaron haber recurrido al boosting, práctica prohibida desde 1994.
Según Brad Zdanivsky, escalador canadiense tetrapléjico, el boosting es «una horrible lata de lombrices que nadie quiere abrir ni hablar de ella». Algo así como la EPO paralímpica. Y es que el bueno de Zdanivsky piensa que el número de atletas que recurren al boosting es mucho más elevado de lo que el Comité Paralímpico Internacional cree. Yendo más lejos, sentencia que nada ni nadie podrá acabar con su práctica, por más que continúen monitoreando a los deportistas antes de las pruebas. Y es que, de acuerdo al CPI, el límite establecido para la presión arterial sistólica es de 180 mmHg o superior, lo que significa que un atleta que sobrepase dicho umbral será apartado de la prueba, independientemente de que sus niveles basales deriven de factores exógenos o de un estado fisiológico espontáneo y natural. Es decir, que aun sin ser considerado un positivo, el deportista con más de 180 mmHg pasa automáticamente al mundo de los apestados. Torquemada en estado puro.
Hablamos, por tanto, no de la persecución del dopaje químico, sino de la aplicación de según qué métodos prohibidos. Y es ahí donde chocan las contrariedades como dos piedras de sílex. Según un estudio realizado con atletas de maratón en silla de ruedas, la aplicación del boosting consigue una mejora del rendimiento del 15%. Un porcentaje derivado, lisa y llanamente, de los beneficios que derivan del aumento de la presión arterial, no de la circulación de ningún tipo de sustancia dopante. Siguiendo con la aplicación de métodos, tenemos, en cambio, los beneficios de la estimulación de la producción de eritropoyetina en relación a la carga hipóxica. Así, una exposición a una altitud simulada de 1.780 metros da lugar a un 30% de aumento en la producción de eritropoyetina producida endógenamente. Sobra aclarar que dicha práctica sí está permitida. Hay más. De acuerdo a estudios como el realizado por la Facultad de Medicina de Bobigny, en Francia, existen personas que a alturas simuladas de 6.540 metros con una exposición no inferior a la semana aumentan tres veces sus niveles de eritropoyetina y otros tantos llegan a aumentar hasta 134 veces sus valores basales. Claro que los mismos picos de EPO plasmática son perseguidos cuando se alcanzan por vía intravenosa, indetectable 24 horas después, o subcutánea, que desaparece 72 horas más tarde.
¿En base a qué criterios se puede afirmar que determinados métodos menoscaban el principio de igualdad y otros no? ¿No parece más bien un juego de dados que se persigan ciertos métodos y prácticas mientras haya otras que, generando tantas o más desigualdades, sigan estando permitidas? A este paso, con tal grado de obsesión por encontrar el estado fetén del deportista-Replicante, habrá que evaluar hasta el número de kilocalorías que un atleta ingiera antes de una competición (el cuerpo humano es capaz de almacenar unas 2.000 kilocalorías, suficientes para unos 30 kilómetros en carrera, por lo que faltaría gasolina para los 12 kilómetros que restan para finalizar una maratón sin darse de bruces con el llamado “muro”). Y no sólo eso, sino que habría que ponderar incluso el índice glucémico de las mismas, pues no todas las calorías pesan lo mismo. Y es obvio que la alimentación de un deportista semiprofesional de Sri Lanka o Gabón no es la misma que la de otro afincado en Berlín, así como la cantidad de suplementos nutricionales a los que accede, estudios biomecánicos, análisis médicos, equipamientos deportivos elaborados ex profeso, fisioterapeutas y, tal vez, la propia genética. ¿Es todo esto equitativo? ¿Se puede afirmar taxativamente que todo ello genera menos desigualdad que el uso de sustancias prohibidas? ¿Acaso no rompe el principio de igualdad deportiva que cualquier ciclista profesional pueda permitirse entrenamientos con vatios apoyado en medidores de potencia, recupere con criosaunas y dormite en cámaras hipóxicas, a diferencia de otros atletas con medios técnicos mucho más pedestres? ¿No es desigual que Contador acredite en sus informes médicos poseer un hematocrito natural del 52% cuando la UCI considera cualquier porcentaje por encima del 50% como posible indicio de dopaje? ¿Por qué no permitir la homogeneización? Los ejemplos, obviamente, podrían multiplicarse como los hongos después de la lluvia.
El estado de paranoia que late en el deporte se lleva al extremo de la cuchilla cuando los deportistas se ven atados de pies y manos como animales de granja incluso a la hora de medicarse. Máxime en el caso de los paralímpicos, atletas que, por razones obvias, pueden llegar a ser pacientes polimedicados. Así, desde 1994, existe el Cuadro de Alerta de Medicamentos, hoy conocido como A.U.T (Autorización de Uso Terapéutico), que bien podrían llamarlo Azúcar Moreno que seguiría significando que hasta la medicación ha de ser burocratizada. No basta con tener localizados a los deportistas y hasta poder sacarlos de la cama por las solapas del pijama para realizarles un control sorpresa, sino que los Torquemadas y Arbúes de la AMA consideran que, pongamos, la oxicodona –analgésico que la campeona olímpica y mundial Shelly Ann Fraser usó para calmar los dolores bucales que le producían sus aparatos de ortodoncia y por lo cual fue suspendida seis meses– es capaz de generar tal grado de desigualdad sobre el resultado final que, quien con ella tropiece, ha de ser ajusticiado públicamente por el Santísimo Tribunal. Todo ello dando por sentado que los beneficios de la oxicodona son infinitamente superiores a los de una dieta hipercalórica con su rosario de pastillas, polvos, mejunjes y demás suplementos nutricionales. Conviene recordar que rara vez se recurre al dopaje en la competición misma, lo que descarta muchas veces esa idea asentada en el inconsciente colectivo de que el dopaje es algo así como un resorte o lanzadera que empuja al deportista hacia la victoria casi por un mero acto reflejo. En el caso BALCO, la inmensa mayoría de sustancias eran administradas fuera de competición y como ayuda para la recuperación: THG, en ciclos de tres semanas fuera de temporada, para la rehabilitación; testosterona para compensar la disminución de la misma como consecuencia de la THG; hormona de crecimiento, en pretemporada y para la recuperación tras entrenamientos de potencia; insulina, después del entrenamiento en pretemporada; EPO, fuera de temporada; modafinil, para estimular el estado de alerta; y liotironina, para acelerar el metabolismo antes de la competición.
Con estos mimbres, más bien pareciera que la AMA, COI y CPI, en un paroxismo de desesperación, caminaran dando palos de ciego, abocados a morir como los alacranes en su propio veneno. Fue Víctor Conte quien tras la condena a Chambers y su paso por prisión se animó a colaborar con la Justicia, señalando ciertos vicios de origen en el sistema de controles a los deportistas. Así, entre otros muchos agujeros negros, señaló que «más del 50% de los controles efectuados cada año deberían realizarse durante los periodos sin competición o en el último cuarto de la temporada. Éste es el periodo cuando los atletas más 'regatean' y usan esteroides anabolizantes y otras drogas. Si echáis un vistazo a las estadísticas de la Agencia Antidopaje de EEUU (USADA) sobre los controles realizados fuera de temporada durante cada cuarto del año 2007, los resultados son los siguientes: 1208 en el primero, 1295 en el segundo, 1141 en el tercero y sólo 642 en el cuarto». Y es ahí, fuera de competición, cuando los alfareros se manchan las manos con el barro del dopaje. Es por ello por lo que los grandes deportistas de élite acaban pasando de puntillas por las grandes competiciones sin saber lo que es dar un solo positivo, e incluso a veces llevando sustancias prohibidas (para eso los laboratorios se encargan de diseñar los enmascaradores que alteran los parámetros hematológicos y borran las huellas de la droga).
Cada vez está más claro que son muchos los que han hallado una mina de Potosí no en el dopaje, sino en la lucha antidopaje. Investigadores, profesores de universidad, laboratorios adscritos a los comités, etc. monopolizan con sus normativas, sus grilletes y sus juicios sumariales, todo lo que realmente es el mundo del deporte. Alguien está ganando mucho dinero con la lucha antidopaje. Y va siendo hora de que el mundo del deporte deje de aceptar tal vasallaje y abandone ese Antiguo Régimen que con tanta resignación bovina anda sosteniendo sobre su cerviz. A fin de cuentas, ¿dónde irá el buey que no are? Cada cadáver puesto sobre la mesa es un refuerzo para los organismos implicados en la lucha antidopaje. Y, por tanto, más caja. Para ilustrarlo, sólo tenemos que echar la vista atrás hasta recordar lo ocurrido en la Operación Puerto. En este caso, fueron 200 las bolsas de sangre las que el juez Serrano –ese Flautista de Hamelín que abrió las celdillas de la ratonera para que todos los deportistas salieran en desbandada, al menos hasta que les arrinconaran en sus países, como ocurriera con Jan Ullrich– envió al laboratorio INIM de Barcelona. Cada bolsa analizada implicaba un desembolso de 200 euros. Al buscar EPO exógena, los análisis requerían de una segunda revisión extra que, en este caso, costaba 300 euros más. Ocurrió que la Administración de Justicia tenía una deuda de más de 25.000 euros con el laboratorio barcelonés, por lo que, finalmente, los análisis no se realizaron y la sangre de los deportistas implicados no pudo ser cotejada. Además, hay que recordar que detrás de cada positivo existe una sanción financiera. Tomando el año 2011 de la lista reportada por la UCI, nos encontramos con Ezequiel Mosquera, con una sanción económica de 276.000 euros; Franco Pellizzoti, 115.000 euros; Valjavec Tadej, 52.000 euros, y así hasta el infinito.
Por tanto, si dinero hacen los laboratorios que se dedican a la elaboración de nuevas drogas de diseño, no lo amasan en menor medida los laboratorios y organismos que se dedican a la labor contraria. Y lejos ha de quedar esa imagen de los laboratorios implicados en el dopaje como cuchitriles oscuros con decenas de científicos locos entre probetas elaborando pociones como el que prepara un Dry Martini y donde lo último sea la salud del atleta. En la misma Operación Puerto, entre otros muchos implicados, estuvo nada más y nada menos que Merino Batres, quien ya fuera Jefe de Hematología del Hospital de la Princesa y director del Centro de Transfusiones de la Comunidad de Madrid, sin pasar por alto al propio Eufemiano Fuentes, Licenciado en Medicina por la Universidad de Navarra con matrícula de honor y en INEF por la Complutense, y quien ya experimentara en sus inicios consigo mismo siendo atleta, al igual que con su propia mujer, Cristina Pérez, ex plusmarquista de 400 y quien sentenció que «muchas medallas olímpicas se han conseguido gracias a mi marido». Un Eufemiano Fuentes que se ha jactado con una conciencia berroqueña de obtener el máximo rendimiento de los ciclistas sin vulnerar la legalidad, «utilizando productos que están en las farmacias» y que aumentan las capacidades ergogénicas del individuo para que las sustancias se produzcan de forma natural. Y un Eufemiano Fuentes que llegaba a controlar en sus clientes desde las horas de sueño hasta si el deportista tenía una relación amorosa que le apartara del entrenamiento. Lejos queda el oscurantismo de los planes de dopaje estatales de los ochenta, como el “Plan 14.25” de la RDA. La salud del atleta, a día de hoy, no está más en peligro por el dopaje que por la misma práctica deportiva.
Al este y al oeste, por arriba y por abajo, dopaje y deporte seguirán siendo indisolubles, simbióticos, como desde la noche de los días lo fue. Así lo acreditó ya el filósofo Filóstrato en el siglo III a.C, retratando a unos deportistas que recurrían al ajonjolí y ciertos hongos alucinógenos para mejorar el rendimiento deportivo, pues es intrínseco al ser humano el afán de superación a cualquier precio, por más mordidas que puedan dar aquellos interesados en la política de la tierra quemada a fin de convertir el mundo del deporte en Puerto Hurraco. Al final, los que debieron pasar a la historia como auténticos héroes, acabarán quedando como Cagancho en Almagro de seguir rendidos ante quienes no hicieron más que sus américas en nombre del deporte. Un deporte al que desmochan con sus insinuaciones y dardos a la hora de plantear la sola idea de que sea el dopaje y no el entrenamiento, la dedicación y el sufrimiento el que marque la diferencia entre el campeón y el segundón. A fin de cuentas, como dijera el gran Eufemiano, «no se puede hacer un caballo de un burro». Definitivamente, hay algo más que eso.
Son muchos los que hallan en el deporte paralímpico la simiente, el corazón y el nervio mismo del auténtico espíritu olímpico, encumbrando a los deportistas adaptados a las cimas del Himalaya de la superación y la honestidad más puras. Resulta poco menos que imposible no recubrir al deporte paralímpico con esos barnices propios de la empatía, lindante con la compasión, de aquel que contempla al mundo estrellarse desde lo alto de una colina. Y no es extraño que, sin llegar a reelaboraciones freudianas, emane cierto sentimiento de culpa a la hora de transigir con ciertos pecados capitales cuando nos llegan desde según qué orillas. Es el caso del dopaje, ese cirineo que acompaña al deporte en cualesquiera de sus formas y no menos en la paralímpica. Los números, por más que se traten de sombrear, cuelgan como siniestros caireles desde lo alto del Agitos: 10 positivos de los 735 controles realizados en los Juegos Paralímpicos de Atenas 2004, frente a los 17 cazados de los 2.815 controles llevados a cabo en los Juegos Olímpicos del mismo año, varios de ellos correspondientes a animales equinos. Unos números que nos muestran a las claras cómo en términos relativos el porcentaje de positivos es mayor entre los deportistas adaptados que entre los olímpicos, ya que la tendencia estadística sigue la misma línea ascendente si tomamos como punto de partida Barcelona 92. Queda claro que la ambición y la tentación por alcanzar la gloria no entienden de razas, religiones ni limitaciones físicas. Todos desean triunfar. Fue el ex ciclista Bernard Kohl, aquel que pasó 99 veces por el ojo de la aguja de los controles antidopaje antes de dar positivo, quien sentenció con la inapelabilidad de una sibila que «sin dopaje no hay gloria». Una gloria que unos y otros anhelan por igual.
Los métodos y ardites con los que cuentan los deportistas paralímpicos para mejorar el rendimiento de sus motores evitando ser descubiertos no desmerecen en sofisticación y eficacia al resto de métodos. Así, mientras que muchos deportistas ordinarios han recurrido, por ejemplo, a los conocidos «polvos de la Madre Celestina» como escalera de incendios para salir de naja de los controles antidopaje (unas proteasas que rompen la cadena de proteínas de la droga y con la que el deportista frota sus manos antes de realizar el control de orina, cayendo éstas en la muestra y evitando así ser cazado), los deportistas paralímpicos vienen aferrándose a prácticas prohibidas tales como el boosting, método con el que los atletas con lesiones de médula aumentan la presión sanguínea buscando un estado que se conoce como disreflexia autonómica. Los atajos para aumentar de forma abrupta la presión arterial van desde martillearse una determinada zona, aplicarse descargas eléctricas, golpearse los testículos, llenarse la vejiga con un catéter o incluso romperse algún dedo del pie. Según el Comité Paralímpico Internacional, casi el 20% de los deportistas entrevistados durante los Juegos Paralímpicos de Beijing confesaron haber recurrido al boosting, práctica prohibida desde 1994.
Según Brad Zdanivsky, escalador canadiense tetrapléjico, el boosting es «una horrible lata de lombrices que nadie quiere abrir ni hablar de ella». Algo así como la EPO paralímpica. Y es que el bueno de Zdanivsky piensa que el número de atletas que recurren al boosting es mucho más elevado de lo que el Comité Paralímpico Internacional cree. Yendo más lejos, sentencia que nada ni nadie podrá acabar con su práctica, por más que continúen monitoreando a los deportistas antes de las pruebas. Y es que, de acuerdo al CPI, el límite establecido para la presión arterial sistólica es de 180 mmHg o superior, lo que significa que un atleta que sobrepase dicho umbral será apartado de la prueba, independientemente de que sus niveles basales deriven de factores exógenos o de un estado fisiológico espontáneo y natural. Es decir, que aun sin ser considerado un positivo, el deportista con más de 180 mmHg pasa automáticamente al mundo de los apestados. Torquemada en estado puro.
Hablamos, por tanto, no de la persecución del dopaje químico, sino de la aplicación de según qué métodos prohibidos. Y es ahí donde chocan las contrariedades como dos piedras de sílex. Según un estudio realizado con atletas de maratón en silla de ruedas, la aplicación del boosting consigue una mejora del rendimiento del 15%. Un porcentaje derivado, lisa y llanamente, de los beneficios que derivan del aumento de la presión arterial, no de la circulación de ningún tipo de sustancia dopante. Siguiendo con la aplicación de métodos, tenemos, en cambio, los beneficios de la estimulación de la producción de eritropoyetina en relación a la carga hipóxica. Así, una exposición a una altitud simulada de 1.780 metros da lugar a un 30% de aumento en la producción de eritropoyetina producida endógenamente. Sobra aclarar que dicha práctica sí está permitida. Hay más. De acuerdo a estudios como el realizado por la Facultad de Medicina de Bobigny, en Francia, existen personas que a alturas simuladas de 6.540 metros con una exposición no inferior a la semana aumentan tres veces sus niveles de eritropoyetina y otros tantos llegan a aumentar hasta 134 veces sus valores basales. Claro que los mismos picos de EPO plasmática son perseguidos cuando se alcanzan por vía intravenosa, indetectable 24 horas después, o subcutánea, que desaparece 72 horas más tarde.
¿En base a qué criterios se puede afirmar que determinados métodos menoscaban el principio de igualdad y otros no? ¿No parece más bien un juego de dados que se persigan ciertos métodos y prácticas mientras haya otras que, generando tantas o más desigualdades, sigan estando permitidas? A este paso, con tal grado de obsesión por encontrar el estado fetén del deportista-Replicante, habrá que evaluar hasta el número de kilocalorías que un atleta ingiera antes de una competición (el cuerpo humano es capaz de almacenar unas 2.000 kilocalorías, suficientes para unos 30 kilómetros en carrera, por lo que faltaría gasolina para los 12 kilómetros que restan para finalizar una maratón sin darse de bruces con el llamado “muro”). Y no sólo eso, sino que habría que ponderar incluso el índice glucémico de las mismas, pues no todas las calorías pesan lo mismo. Y es obvio que la alimentación de un deportista semiprofesional de Sri Lanka o Gabón no es la misma que la de otro afincado en Berlín, así como la cantidad de suplementos nutricionales a los que accede, estudios biomecánicos, análisis médicos, equipamientos deportivos elaborados ex profeso, fisioterapeutas y, tal vez, la propia genética. ¿Es todo esto equitativo? ¿Se puede afirmar taxativamente que todo ello genera menos desigualdad que el uso de sustancias prohibidas? ¿Acaso no rompe el principio de igualdad deportiva que cualquier ciclista profesional pueda permitirse entrenamientos con vatios apoyado en medidores de potencia, recupere con criosaunas y dormite en cámaras hipóxicas, a diferencia de otros atletas con medios técnicos mucho más pedestres? ¿No es desigual que Contador acredite en sus informes médicos poseer un hematocrito natural del 52% cuando la UCI considera cualquier porcentaje por encima del 50% como posible indicio de dopaje? ¿Por qué no permitir la homogeneización? Los ejemplos, obviamente, podrían multiplicarse como los hongos después de la lluvia.
El estado de paranoia que late en el deporte se lleva al extremo de la cuchilla cuando los deportistas se ven atados de pies y manos como animales de granja incluso a la hora de medicarse. Máxime en el caso de los paralímpicos, atletas que, por razones obvias, pueden llegar a ser pacientes polimedicados. Así, desde 1994, existe el Cuadro de Alerta de Medicamentos, hoy conocido como A.U.T (Autorización de Uso Terapéutico), que bien podrían llamarlo Azúcar Moreno que seguiría significando que hasta la medicación ha de ser burocratizada. No basta con tener localizados a los deportistas y hasta poder sacarlos de la cama por las solapas del pijama para realizarles un control sorpresa, sino que los Torquemadas y Arbúes de la AMA consideran que, pongamos, la oxicodona –analgésico que la campeona olímpica y mundial Shelly Ann Fraser usó para calmar los dolores bucales que le producían sus aparatos de ortodoncia y por lo cual fue suspendida seis meses– es capaz de generar tal grado de desigualdad sobre el resultado final que, quien con ella tropiece, ha de ser ajusticiado públicamente por el Santísimo Tribunal. Todo ello dando por sentado que los beneficios de la oxicodona son infinitamente superiores a los de una dieta hipercalórica con su rosario de pastillas, polvos, mejunjes y demás suplementos nutricionales. Conviene recordar que rara vez se recurre al dopaje en la competición misma, lo que descarta muchas veces esa idea asentada en el inconsciente colectivo de que el dopaje es algo así como un resorte o lanzadera que empuja al deportista hacia la victoria casi por un mero acto reflejo. En el caso BALCO, la inmensa mayoría de sustancias eran administradas fuera de competición y como ayuda para la recuperación: THG, en ciclos de tres semanas fuera de temporada, para la rehabilitación; testosterona para compensar la disminución de la misma como consecuencia de la THG; hormona de crecimiento, en pretemporada y para la recuperación tras entrenamientos de potencia; insulina, después del entrenamiento en pretemporada; EPO, fuera de temporada; modafinil, para estimular el estado de alerta; y liotironina, para acelerar el metabolismo antes de la competición.
Con estos mimbres, más bien pareciera que la AMA, COI y CPI, en un paroxismo de desesperación, caminaran dando palos de ciego, abocados a morir como los alacranes en su propio veneno. Fue Víctor Conte quien tras la condena a Chambers y su paso por prisión se animó a colaborar con la Justicia, señalando ciertos vicios de origen en el sistema de controles a los deportistas. Así, entre otros muchos agujeros negros, señaló que «más del 50% de los controles efectuados cada año deberían realizarse durante los periodos sin competición o en el último cuarto de la temporada. Éste es el periodo cuando los atletas más 'regatean' y usan esteroides anabolizantes y otras drogas. Si echáis un vistazo a las estadísticas de la Agencia Antidopaje de EEUU (USADA) sobre los controles realizados fuera de temporada durante cada cuarto del año 2007, los resultados son los siguientes: 1208 en el primero, 1295 en el segundo, 1141 en el tercero y sólo 642 en el cuarto». Y es ahí, fuera de competición, cuando los alfareros se manchan las manos con el barro del dopaje. Es por ello por lo que los grandes deportistas de élite acaban pasando de puntillas por las grandes competiciones sin saber lo que es dar un solo positivo, e incluso a veces llevando sustancias prohibidas (para eso los laboratorios se encargan de diseñar los enmascaradores que alteran los parámetros hematológicos y borran las huellas de la droga).
Cada vez está más claro que son muchos los que han hallado una mina de Potosí no en el dopaje, sino en la lucha antidopaje. Investigadores, profesores de universidad, laboratorios adscritos a los comités, etc. monopolizan con sus normativas, sus grilletes y sus juicios sumariales, todo lo que realmente es el mundo del deporte. Alguien está ganando mucho dinero con la lucha antidopaje. Y va siendo hora de que el mundo del deporte deje de aceptar tal vasallaje y abandone ese Antiguo Régimen que con tanta resignación bovina anda sosteniendo sobre su cerviz. A fin de cuentas, ¿dónde irá el buey que no are? Cada cadáver puesto sobre la mesa es un refuerzo para los organismos implicados en la lucha antidopaje. Y, por tanto, más caja. Para ilustrarlo, sólo tenemos que echar la vista atrás hasta recordar lo ocurrido en la Operación Puerto. En este caso, fueron 200 las bolsas de sangre las que el juez Serrano –ese Flautista de Hamelín que abrió las celdillas de la ratonera para que todos los deportistas salieran en desbandada, al menos hasta que les arrinconaran en sus países, como ocurriera con Jan Ullrich– envió al laboratorio INIM de Barcelona. Cada bolsa analizada implicaba un desembolso de 200 euros. Al buscar EPO exógena, los análisis requerían de una segunda revisión extra que, en este caso, costaba 300 euros más. Ocurrió que la Administración de Justicia tenía una deuda de más de 25.000 euros con el laboratorio barcelonés, por lo que, finalmente, los análisis no se realizaron y la sangre de los deportistas implicados no pudo ser cotejada. Además, hay que recordar que detrás de cada positivo existe una sanción financiera. Tomando el año 2011 de la lista reportada por la UCI, nos encontramos con Ezequiel Mosquera, con una sanción económica de 276.000 euros; Franco Pellizzoti, 115.000 euros; Valjavec Tadej, 52.000 euros, y así hasta el infinito.
Por tanto, si dinero hacen los laboratorios que se dedican a la elaboración de nuevas drogas de diseño, no lo amasan en menor medida los laboratorios y organismos que se dedican a la labor contraria. Y lejos ha de quedar esa imagen de los laboratorios implicados en el dopaje como cuchitriles oscuros con decenas de científicos locos entre probetas elaborando pociones como el que prepara un Dry Martini y donde lo último sea la salud del atleta. En la misma Operación Puerto, entre otros muchos implicados, estuvo nada más y nada menos que Merino Batres, quien ya fuera Jefe de Hematología del Hospital de la Princesa y director del Centro de Transfusiones de la Comunidad de Madrid, sin pasar por alto al propio Eufemiano Fuentes, Licenciado en Medicina por la Universidad de Navarra con matrícula de honor y en INEF por la Complutense, y quien ya experimentara en sus inicios consigo mismo siendo atleta, al igual que con su propia mujer, Cristina Pérez, ex plusmarquista de 400 y quien sentenció que «muchas medallas olímpicas se han conseguido gracias a mi marido». Un Eufemiano Fuentes que se ha jactado con una conciencia berroqueña de obtener el máximo rendimiento de los ciclistas sin vulnerar la legalidad, «utilizando productos que están en las farmacias» y que aumentan las capacidades ergogénicas del individuo para que las sustancias se produzcan de forma natural. Y un Eufemiano Fuentes que llegaba a controlar en sus clientes desde las horas de sueño hasta si el deportista tenía una relación amorosa que le apartara del entrenamiento. Lejos queda el oscurantismo de los planes de dopaje estatales de los ochenta, como el “Plan 14.25” de la RDA. La salud del atleta, a día de hoy, no está más en peligro por el dopaje que por la misma práctica deportiva.
Al este y al oeste, por arriba y por abajo, dopaje y deporte seguirán siendo indisolubles, simbióticos, como desde la noche de los días lo fue. Así lo acreditó ya el filósofo Filóstrato en el siglo III a.C, retratando a unos deportistas que recurrían al ajonjolí y ciertos hongos alucinógenos para mejorar el rendimiento deportivo, pues es intrínseco al ser humano el afán de superación a cualquier precio, por más mordidas que puedan dar aquellos interesados en la política de la tierra quemada a fin de convertir el mundo del deporte en Puerto Hurraco. Al final, los que debieron pasar a la historia como auténticos héroes, acabarán quedando como Cagancho en Almagro de seguir rendidos ante quienes no hicieron más que sus américas en nombre del deporte. Un deporte al que desmochan con sus insinuaciones y dardos a la hora de plantear la sola idea de que sea el dopaje y no el entrenamiento, la dedicación y el sufrimiento el que marque la diferencia entre el campeón y el segundón. A fin de cuentas, como dijera el gran Eufemiano, «no se puede hacer un caballo de un burro». Definitivamente, hay algo más que eso.
sábado, 25 de agosto de 2012
DOPAJE Y REVISIONISMO
Entre los años 1982 y 1995, el investigador norteamericano Bob Goldman llevó a cabo una serie de encuestas anónimas a deportistas de élite mediante las cuales les preguntaba si estarían dispuestos a tomar una sustancia dopante que les garantizara el oro olímpico aun sabiendo que dicha droga acabaría con sus laureadas vidas cinco años después. El estudio se realizó bianualmente durante más de una década y se le conoce como el Dilema de Goldman. El resultado del mismo fue idéntico año tras año: algo más del cincuenta por ciento de los deportistas profesionales estarían dispuestos a alcanzar la gloria olímpica a cambio de vivir con fecha de caducidad. Es decir, para un nutrido grupo de deportistas profesionales, entrar en ese pedacito de cielo que inmortaliza a las leyendas de la mano de Panoramix valdría más que sus propias vidas. Todo ello en el terreno profesional. Pero, ¿qué ocurriría entre los meros aficionados o aquellos otros ajenos por completo al mundo del deporte? La respuesta la publicaba el prestigioso The British Journal of Sports en febrero de 2009. Un equipo de investigadores australianos le planteó el Dilema de Goldman a un grupo de 250 individuos sin relación directa con el deporte. De ellos, sólo dos respondieron afirmativamente, lo que representaba apenas un 1%. Podría afirmarse, por tanto, que por un lado va la persecución de la Gloria por parte de los gladiadores olímpicos y por otro bien distinto corre ese otro quehacer muelle del que contempla los toros desde la barrera. Dinero, Fama y Gloria se llama la línea que los separa. Inmortalidad, en definitiva.
Ocurre, sin embargo, que la ingratitud unas veces y el olvido otras tantas se ceban con ese limbo de almas triunfantes donde descansan los que otrora corrieran más rápido, saltaran más alto y golpearan más fuerte –citius, altius, fortius, que reza el lema olímpico–. La historia de los medalleros está plagada de héroes destronados que, como el Pateta, quedaron cojos tras su caída del cielo. Es como el paso de la noche al día y de vuelta a la noche: está de diario aceptado y asumido. Sin más. Y entre medio, a modo de puente flotante, el dopaje.
Fue Ángel "Memo" Heredia, auténtico druida que reconoció haber suministrado hormonas de crecimiento, ATP y EPO a atletas de la talla de Maurice Greene y al que ahora se le empieza a relacionar con Raymond Stewart y Glenn Mills, entrenador de Usain Bolt, quien dijo que «las drogas de diseño están compuestas de varias sustancias químicas. Simplemente cambiando una o dos moléculas al final de la cadena consigo sustraerme de la estructura de los controladores». Es decir, lo que en román paladino –en el qual suele el pueblo fablar a su vecino– viene a significar que meter una determinada sustancia dopante aún no descubierta en el cuerpo del deportista requiere de poco más que de cuatro remiendos de abuela con aguja e hilo dentro de un laboratorio. Algo que suscribió hace escasas semanas otro gigante del dopaje, Victor Conte, brigadier de los laboratorios BALCO –es decir: el famoso partero de la Tetrahidrogestrinona o, lo que es lo mismo: Marion Jones, Kelli White, Chambers, Monty, etc.– quien sentenció que en los Juegos Olímpicos de Londres más del 60% de los deportistas usó sustancias dopantes, al tiempo que añadía que el programa de controles era irrelevante. El marinero hablando del mar. No olvidemos que muchos de sus deportistas pasaron de puntillas por los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y Sídney 2000 burlando los controles antidopaje.
Claro que, puestos a señalar a los trileros del dopaje, ningún campo tan minado de ellos como el del ciclismo. Operación Puerto, Caso Festina o el tétrico Caso Friburgo, son sólo una muestra de lo que puede arrastrar el deporte de la bicicleta, llevándose por delante a nombres como los de Floyd Landis, Alexander Vinokúrov, Iván Basso, Joseba Beloki, Ian Ullrich, Hamilton, Francisco Mancebo, Schleck, Bjarne Riis, Richard Virenque, Marco Pantani, Roberto Heras, Alejandro Valverde, Contador, Scarponi, Santiago Botero, Óscar Sevilla, Galdeano, Ángel Casero, Iban Mayo…Es decir, la crema del ciclismo de los últimos años sabe de primera mano lo que es dar positivo en un control, reconocer a toro pasado haberse dopado o formar parte de según qué sumarios. Y hoy suman a la lista de ángeles caídos un nuevo y ansiado cadáver: Lance Edward Armstrong, triatleta y ciclista tejano poseedor de siete Tours de Francia consecutivos (1999-2005) y posiblemente el deportista más grande de la Historia. Al bueno de Armstrong se le trata de desplumar como a una pobre perdiz desangelada ahora que la tormenta ha pasado. Incluso son muchos los que se agarran a lamentables y pobres teorías conspiranoicas respecto a lo que supuso su cáncer a la hora de crear algo así como un Frankenstein de los pedales. Es lo que tiene la poesía de la paranoia: responde y sacia los deseos de ciencia ficción que laten dentro del alma pobre e insegura. Esencia delirantemente chavista, en resumidas cuentas.
En el caso de Armstrong, no está de más recordar que nació y vivió como un héroe del deporte desde que era un polluelo sin alas. Como bien ha tenido a recordar Javier Morocho, eminencia deportiva y ex atleta olímpico, si se le desposee a Lance de sus títulos sobre la bicicleta, habría que llegar hasta el patio del colegio y empezar a desmochar ahí su pasado, ya que su vida no se entiende sin el triunfo deportivo desde bien temprano. Ya con doce años, siendo un niño, acabó cuarto en el campeonato de natación de Texas de los 1.500 metros. Aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll, por supuesto. A los quince años, ganó el primer triatlón en el que se apuntó tras verlo anunciado por televisión. Con dieciséis, Armstrong consiguió acabar en la primera posición del calendario estadounidense de triatlón, firmando así su primer contrato profesional. A los veintiuno llegó a los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92. Un año después, a los veintidós, le arrebató el Campeonato del Mundo de ruta de Oslo a un tal Miguel Indurain. Y sí, aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll. Finalmente, a los veinticinco, se le diagnosticó ese cáncer testicular con metástasis pulmonar que muchos le endosaron como cruz maldita desde su bautizo deportivo, ignorando lo que fue del gran Armstrong antes de la enfermedad. Y pretenden pasar por alto que en Estados Unidos, ese gran país que invierte 4.800 millones de dólares en la lucha contra el cáncer, éste pueda ser derrotado, habida cuenta de que al cáncer lo vence la ciencia, no la chamanería. De hecho, al cáncer de Armstrong se le arrinconó en el centro médico de la Universidad de Indiana hasta crear no un Frankenstein, sino todo un Ave Fénix a fuer de devolverle la vida y las ganas de seguir peleando. No nació así el hombre de laboratorio que muchos quieren ver a partir de su tratamiento, sino que se trató de la lógica continuación de lo que su carrera deportiva permitía columbrar desde bien temprano. Entonces llegaron los siete Tours de Francia o la medalla olímpica de Sidney 2000, entre otros muchos logros más sobre la bicicleta. Y fuera de ella, hasta el punto de ganar en junio de este mismo año el clásico Iron Man 70.3 de Hawai, con record incluido, acabar la maratón de Nueva York con una rotura en la tibia o ganar el cross maratón de Steamboat Stinger, auténtico rompepiernas. Y sonroja leer toda suerte de críticas y ditirambos contra Lance Armstrong en un país como España, donde todo ser viviente se siente campeón del mundo desde una barra de bar sin saber bien lo que es poner un pie tras otro y donde la envidia y el cainismo son virtudes de suyas carpetovetónicas. Claro que a los deportistas españoles bien se les soba y conserva entre almíbares. Con ello, la aplicación de la vieja Justicia de Peralvillo a Armstrong –no se ha demostrado su culpa– ha sido recibida en amplios sectores ajenos al deporte con castillos de fuegos artificiales.
El fachendoso revisionismo llevado a cabo con Lance Armstrong al arrimo y al abrigo de la USADA es pura locura. Si evaluamos el pasado desde el presente, el andamiaje, el sostén, las costillas mismas del deporte entran en un proceso de osteoporosis sin retorno. Ni los medios, ni las personas, ni las técnicas, ni los avances médicos son los mismos ayer que hoy. ¿Es sano para el propio sistema esa eterna paranoia de sospecha por el ayer? ¿Cabría perseguir a todos los actores del pasado, tanto o más sospechosos que Armstrong, siempre con las habladurías, los correcorre, los dimes y diretes como fulcro y centro de gravedad de la sospecha? Pura neurosis. Por eso, la cacería del gran Lance Armstrong sólo se entiende desde la más baja pasión y no desde la razón. A la vista está cómo han salido en su defensas los que ayer fueran rivales del tejano. «No me considero subcampeón del Tour, fui tercero y lo sigo siendo», declaró Escartín. Abraham Olano, por su parte, fue tajante con su «si no ha dado positivo no hay nada de que hablar». De igual se pronunció Oscar Pereiro: «me parece patético todo lo que está pasando». Y así, lisa y llanamente, hasta el infinito. Cuando jueces sin oficio ni beneficio, ni parientes ni habientes, meten las narices como porteras alcahuetas a fin de destruir algo tan sagrado como el honor y la gloria alcanzados con el sudor y la sangre, el sistema cae, muestra sus hendiduras y debilidades más insalvables hasta convertirse en puro aquelarre de intereses y lanzadas a moro muerto.
En este orden de cosas, cabría considerar que en un futuro no muy lejano se evaluaran al trasluz del tiempo no sólo los posibles casos de dopaje, sino aquellos otros en los que la ciencia sirviera de plataforma de lanzamiento del deporte hasta colindar con las puertas de algo parecido a un dopaje mecánico –el COI define dopaje como «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados»–. La propia definición del COI no admite interpretaciones ni cábalas. «Métodos». Pongamos un caso.
Durante los pasados Juegos Olímpicos el mundo entero asistió a uno de los momentos más impresionantes de la historia del atletismo: la final del 10.000. Mo Farah cruzando la línea de meta junto a Galen Rupp, un atleta de raza blanca que precedía a la quinta columna de etíopes. Y no sólo fue llamativo el hecho de que un británico de origen somalí –británico desde niño– y un níveo americano mordieran el oro y la plata respectivamente. Llamativo lo fue también que ambos fueran compañeros de entrenamiento en Estados Unidos. Para más detalles, ambos discípulos del gigante Alberto Salazar en el Oregon Runners Club. Salazar, atleta retirado por lesiones y ganador tres veces consecutivas de la maratón de Nueva York, conoce bien el deporte que tanto ama y por el que tanto hace. Su filosofía de trabajo es la de hacer el mayor volumen posible de kilómetros minimizando el impacto. No conviene olvidar que en el atletismo, a diferencia de otros deportes, la principal lacra es esa: los impactos de los apoyos y todo lo que conlleva a nivel de lesiones. De ahí que rara vez dure un atleta africano durante mucho tiempo en la élite, dadas las cargas de competición y de entrenamiento tan bestiales que les arrojan. Sólo hay que ver el ocaso del gran Bekele con sus continuos problemas de gemelos. Pero hablamos de Estados Unidos. Es decir, ciencia e innovación frente a genética y sinrazón. Y el bueno de Salazar lo sabe. Él lo sufrió. Por ello sus métodos de trabajo distan tanto de los castigos rusos, chinos, o africanos, con sus esquemas desfasados de tortura. Cintas anti gravedad para trabajar con mucha carga sin recibir impactos; criosaunas de nitrógeno líquido que "vacían" las extremidades de sangre engañando al cerebro y reparando los tejidos dañados; o cintas de carrera acuáticas con chorros de resistencia para rodajes largos de bajo impacto a fin de evitar lesiones, son algunas de sus herramientas de trabajo. ¿Métodos capaces de mejorar resultados, señores del COI? Salta a la vista. ¿Y no cabría considerar que el COI y la AMA, en un improbable destello de lucidez, optaran por acabar un buen día con este tipo de ayudas en un paroxismo revisionista, así como con el de los métodos de hipoxia natural de igual que persiguen absurdamente la eritropoyesis química?
Estamos abocados, pues, a vivir con la guadaña del revisionismo sobre los talones. El deporte de élite no es salud, ni es afición ni siquiera paseo. Es pura guerra. Y quien en él entra, sabe que acabará como el gato que se cuela por la chimenea: tiznado o quemado. Vale ya de tratar a los deportistas como a auténticos yonkis y empezar a tratarlos como a seres humanos libres. Claro que pedirle un mínimo de aprecio a la libertad en estos tiempos que corren no es empresa barata.
Al final, acabaremos viendo más de una escena parecida a la del ex ciclista Bjarne Riss, quien tras reconocer en una rueda de prensa allá por 2007 que se dopó con EPO entre los años 1993 y 1998 –ganó el Tour en 1996– declaró con el aplomo de quien se sabe abrigado por una conciencia tranquila: «El maillot amarillo está en el garaje de mi casa y pueden tenerlo cuando quieran. No tiene ningún valor, lo que tiene valor para mí son los recuerdos». Ni a los deportistas ni a los aficionados al deporte nos van a bajar del burro a coces. Los recuerdos flotan, no se tocan. Ya pueden ir sacando de la cama a más de un ciclista retirado para colocarle el apolillado maillot amarillo. De partida, más del 90% del podio del Tour de Francia de los últimos veinte años fue cliente de Eufemiano Fuentes. Revisen pues, revisen. Y fabulen. Bob Goldman les sonreirá desde algún lugar con su brazo descansando sobre el hombro del bueno de Lance Edward Armstrong, heptacampeón del Tour de Francia.
Ocurre, sin embargo, que la ingratitud unas veces y el olvido otras tantas se ceban con ese limbo de almas triunfantes donde descansan los que otrora corrieran más rápido, saltaran más alto y golpearan más fuerte –citius, altius, fortius, que reza el lema olímpico–. La historia de los medalleros está plagada de héroes destronados que, como el Pateta, quedaron cojos tras su caída del cielo. Es como el paso de la noche al día y de vuelta a la noche: está de diario aceptado y asumido. Sin más. Y entre medio, a modo de puente flotante, el dopaje.
Fue Ángel "Memo" Heredia, auténtico druida que reconoció haber suministrado hormonas de crecimiento, ATP y EPO a atletas de la talla de Maurice Greene y al que ahora se le empieza a relacionar con Raymond Stewart y Glenn Mills, entrenador de Usain Bolt, quien dijo que «las drogas de diseño están compuestas de varias sustancias químicas. Simplemente cambiando una o dos moléculas al final de la cadena consigo sustraerme de la estructura de los controladores». Es decir, lo que en román paladino –en el qual suele el pueblo fablar a su vecino– viene a significar que meter una determinada sustancia dopante aún no descubierta en el cuerpo del deportista requiere de poco más que de cuatro remiendos de abuela con aguja e hilo dentro de un laboratorio. Algo que suscribió hace escasas semanas otro gigante del dopaje, Victor Conte, brigadier de los laboratorios BALCO –es decir: el famoso partero de la Tetrahidrogestrinona o, lo que es lo mismo: Marion Jones, Kelli White, Chambers, Monty, etc.– quien sentenció que en los Juegos Olímpicos de Londres más del 60% de los deportistas usó sustancias dopantes, al tiempo que añadía que el programa de controles era irrelevante. El marinero hablando del mar. No olvidemos que muchos de sus deportistas pasaron de puntillas por los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y Sídney 2000 burlando los controles antidopaje.
Claro que, puestos a señalar a los trileros del dopaje, ningún campo tan minado de ellos como el del ciclismo. Operación Puerto, Caso Festina o el tétrico Caso Friburgo, son sólo una muestra de lo que puede arrastrar el deporte de la bicicleta, llevándose por delante a nombres como los de Floyd Landis, Alexander Vinokúrov, Iván Basso, Joseba Beloki, Ian Ullrich, Hamilton, Francisco Mancebo, Schleck, Bjarne Riis, Richard Virenque, Marco Pantani, Roberto Heras, Alejandro Valverde, Contador, Scarponi, Santiago Botero, Óscar Sevilla, Galdeano, Ángel Casero, Iban Mayo…Es decir, la crema del ciclismo de los últimos años sabe de primera mano lo que es dar positivo en un control, reconocer a toro pasado haberse dopado o formar parte de según qué sumarios. Y hoy suman a la lista de ángeles caídos un nuevo y ansiado cadáver: Lance Edward Armstrong, triatleta y ciclista tejano poseedor de siete Tours de Francia consecutivos (1999-2005) y posiblemente el deportista más grande de la Historia. Al bueno de Armstrong se le trata de desplumar como a una pobre perdiz desangelada ahora que la tormenta ha pasado. Incluso son muchos los que se agarran a lamentables y pobres teorías conspiranoicas respecto a lo que supuso su cáncer a la hora de crear algo así como un Frankenstein de los pedales. Es lo que tiene la poesía de la paranoia: responde y sacia los deseos de ciencia ficción que laten dentro del alma pobre e insegura. Esencia delirantemente chavista, en resumidas cuentas.
En el caso de Armstrong, no está de más recordar que nació y vivió como un héroe del deporte desde que era un polluelo sin alas. Como bien ha tenido a recordar Javier Morocho, eminencia deportiva y ex atleta olímpico, si se le desposee a Lance de sus títulos sobre la bicicleta, habría que llegar hasta el patio del colegio y empezar a desmochar ahí su pasado, ya que su vida no se entiende sin el triunfo deportivo desde bien temprano. Ya con doce años, siendo un niño, acabó cuarto en el campeonato de natación de Texas de los 1.500 metros. Aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll, por supuesto. A los quince años, ganó el primer triatlón en el que se apuntó tras verlo anunciado por televisión. Con dieciséis, Armstrong consiguió acabar en la primera posición del calendario estadounidense de triatlón, firmando así su primer contrato profesional. A los veintiuno llegó a los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92. Un año después, a los veintidós, le arrebató el Campeonato del Mundo de ruta de Oslo a un tal Miguel Indurain. Y sí, aún sin cáncer ni brebajes del Dr. Jekyll. Finalmente, a los veinticinco, se le diagnosticó ese cáncer testicular con metástasis pulmonar que muchos le endosaron como cruz maldita desde su bautizo deportivo, ignorando lo que fue del gran Armstrong antes de la enfermedad. Y pretenden pasar por alto que en Estados Unidos, ese gran país que invierte 4.800 millones de dólares en la lucha contra el cáncer, éste pueda ser derrotado, habida cuenta de que al cáncer lo vence la ciencia, no la chamanería. De hecho, al cáncer de Armstrong se le arrinconó en el centro médico de la Universidad de Indiana hasta crear no un Frankenstein, sino todo un Ave Fénix a fuer de devolverle la vida y las ganas de seguir peleando. No nació así el hombre de laboratorio que muchos quieren ver a partir de su tratamiento, sino que se trató de la lógica continuación de lo que su carrera deportiva permitía columbrar desde bien temprano. Entonces llegaron los siete Tours de Francia o la medalla olímpica de Sidney 2000, entre otros muchos logros más sobre la bicicleta. Y fuera de ella, hasta el punto de ganar en junio de este mismo año el clásico Iron Man 70.3 de Hawai, con record incluido, acabar la maratón de Nueva York con una rotura en la tibia o ganar el cross maratón de Steamboat Stinger, auténtico rompepiernas. Y sonroja leer toda suerte de críticas y ditirambos contra Lance Armstrong en un país como España, donde todo ser viviente se siente campeón del mundo desde una barra de bar sin saber bien lo que es poner un pie tras otro y donde la envidia y el cainismo son virtudes de suyas carpetovetónicas. Claro que a los deportistas españoles bien se les soba y conserva entre almíbares. Con ello, la aplicación de la vieja Justicia de Peralvillo a Armstrong –no se ha demostrado su culpa– ha sido recibida en amplios sectores ajenos al deporte con castillos de fuegos artificiales.
El fachendoso revisionismo llevado a cabo con Lance Armstrong al arrimo y al abrigo de la USADA es pura locura. Si evaluamos el pasado desde el presente, el andamiaje, el sostén, las costillas mismas del deporte entran en un proceso de osteoporosis sin retorno. Ni los medios, ni las personas, ni las técnicas, ni los avances médicos son los mismos ayer que hoy. ¿Es sano para el propio sistema esa eterna paranoia de sospecha por el ayer? ¿Cabría perseguir a todos los actores del pasado, tanto o más sospechosos que Armstrong, siempre con las habladurías, los correcorre, los dimes y diretes como fulcro y centro de gravedad de la sospecha? Pura neurosis. Por eso, la cacería del gran Lance Armstrong sólo se entiende desde la más baja pasión y no desde la razón. A la vista está cómo han salido en su defensas los que ayer fueran rivales del tejano. «No me considero subcampeón del Tour, fui tercero y lo sigo siendo», declaró Escartín. Abraham Olano, por su parte, fue tajante con su «si no ha dado positivo no hay nada de que hablar». De igual se pronunció Oscar Pereiro: «me parece patético todo lo que está pasando». Y así, lisa y llanamente, hasta el infinito. Cuando jueces sin oficio ni beneficio, ni parientes ni habientes, meten las narices como porteras alcahuetas a fin de destruir algo tan sagrado como el honor y la gloria alcanzados con el sudor y la sangre, el sistema cae, muestra sus hendiduras y debilidades más insalvables hasta convertirse en puro aquelarre de intereses y lanzadas a moro muerto.
En este orden de cosas, cabría considerar que en un futuro no muy lejano se evaluaran al trasluz del tiempo no sólo los posibles casos de dopaje, sino aquellos otros en los que la ciencia sirviera de plataforma de lanzamiento del deporte hasta colindar con las puertas de algo parecido a un dopaje mecánico –el COI define dopaje como «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados»–. La propia definición del COI no admite interpretaciones ni cábalas. «Métodos». Pongamos un caso.
Durante los pasados Juegos Olímpicos el mundo entero asistió a uno de los momentos más impresionantes de la historia del atletismo: la final del 10.000. Mo Farah cruzando la línea de meta junto a Galen Rupp, un atleta de raza blanca que precedía a la quinta columna de etíopes. Y no sólo fue llamativo el hecho de que un británico de origen somalí –británico desde niño– y un níveo americano mordieran el oro y la plata respectivamente. Llamativo lo fue también que ambos fueran compañeros de entrenamiento en Estados Unidos. Para más detalles, ambos discípulos del gigante Alberto Salazar en el Oregon Runners Club. Salazar, atleta retirado por lesiones y ganador tres veces consecutivas de la maratón de Nueva York, conoce bien el deporte que tanto ama y por el que tanto hace. Su filosofía de trabajo es la de hacer el mayor volumen posible de kilómetros minimizando el impacto. No conviene olvidar que en el atletismo, a diferencia de otros deportes, la principal lacra es esa: los impactos de los apoyos y todo lo que conlleva a nivel de lesiones. De ahí que rara vez dure un atleta africano durante mucho tiempo en la élite, dadas las cargas de competición y de entrenamiento tan bestiales que les arrojan. Sólo hay que ver el ocaso del gran Bekele con sus continuos problemas de gemelos. Pero hablamos de Estados Unidos. Es decir, ciencia e innovación frente a genética y sinrazón. Y el bueno de Salazar lo sabe. Él lo sufrió. Por ello sus métodos de trabajo distan tanto de los castigos rusos, chinos, o africanos, con sus esquemas desfasados de tortura. Cintas anti gravedad para trabajar con mucha carga sin recibir impactos; criosaunas de nitrógeno líquido que "vacían" las extremidades de sangre engañando al cerebro y reparando los tejidos dañados; o cintas de carrera acuáticas con chorros de resistencia para rodajes largos de bajo impacto a fin de evitar lesiones, son algunas de sus herramientas de trabajo. ¿Métodos capaces de mejorar resultados, señores del COI? Salta a la vista. ¿Y no cabría considerar que el COI y la AMA, en un improbable destello de lucidez, optaran por acabar un buen día con este tipo de ayudas en un paroxismo revisionista, así como con el de los métodos de hipoxia natural de igual que persiguen absurdamente la eritropoyesis química?
Estamos abocados, pues, a vivir con la guadaña del revisionismo sobre los talones. El deporte de élite no es salud, ni es afición ni siquiera paseo. Es pura guerra. Y quien en él entra, sabe que acabará como el gato que se cuela por la chimenea: tiznado o quemado. Vale ya de tratar a los deportistas como a auténticos yonkis y empezar a tratarlos como a seres humanos libres. Claro que pedirle un mínimo de aprecio a la libertad en estos tiempos que corren no es empresa barata.
Al final, acabaremos viendo más de una escena parecida a la del ex ciclista Bjarne Riss, quien tras reconocer en una rueda de prensa allá por 2007 que se dopó con EPO entre los años 1993 y 1998 –ganó el Tour en 1996– declaró con el aplomo de quien se sabe abrigado por una conciencia tranquila: «El maillot amarillo está en el garaje de mi casa y pueden tenerlo cuando quieran. No tiene ningún valor, lo que tiene valor para mí son los recuerdos». Ni a los deportistas ni a los aficionados al deporte nos van a bajar del burro a coces. Los recuerdos flotan, no se tocan. Ya pueden ir sacando de la cama a más de un ciclista retirado para colocarle el apolillado maillot amarillo. De partida, más del 90% del podio del Tour de Francia de los últimos veinte años fue cliente de Eufemiano Fuentes. Revisen pues, revisen. Y fabulen. Bob Goldman les sonreirá desde algún lugar con su brazo descansando sobre el hombro del bueno de Lance Edward Armstrong, heptacampeón del Tour de Francia.
lunes, 20 de febrero de 2012
GARZÓN
«Los presuntos delitos cometidos en Chile ocurrieron la mayoría hace veinticuatro años. Teóricamente, de acuerdo con las leyes penales chilenas, es muy dudoso que puedan ser perseguibles. ¿Les habría gustado a ustedes que cuando Adolfo Suárez estaba realizando la Transición política nosotros hubiéramos detenido a Santiago Carrillo y lo hubiéramos juzgado por los asesinatos en masa cometidos en tres días en Paracuellos del Jarama, delitos muy superiores a los ocurridos en Chile en cinco años, según el Informe Rettig?». Quien así se expresaba era el auditor general del Ejército chileno, Fernando Torres Silva, a quien su Presidente, Eduardo Frei, envió como heraldo a la Audiencia Nacional para exponerle así sus razones al fiscal Eduardo Fungairiño. Corría el año 1997. De las palabras de Torres Silva se sustraían dos elementos de juicio indiscutiblemente veraces. Por un lado, el reconocimiento cuantitativo de represaliados por parte de la Junta Militar chilena desde septiembre de 1973 hasta marzo de 1978, periodo durante el cual intervinieron a sangre y fuego hasta aniquilar a la oposición comunista, cifrada, según el Informe Rettig, realizado por la Comisión Verdad y Reconciliación -una suerte de Causa General chilena elaborada por múltiples juristas y que recogía las 3.550 denuncias presentadas-, en 1.151 muertos y 979 detenidos desaparecidos, frente a los 2.750 fusilados acreditados sólo entre los días 7 y 8 de Noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama y los 20.000 presos políticos, periodo durante el cual fue Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid Santiago José Carrillo Solares. Y por otro lado, el insobornable aspecto jurídico y moral, pues ni la Audiencia Nacional gozaba de competencia para erigirse en un conato de Corte Penal Internacional -de acuerdo al Estatuto de Roma ya existían tres tribunales especiales de ese orden- ni se podía olvidar que una Transición democrática debía roturar ese terreno arriscado del perdón y el olvido a fin de evitar futuros revanchismos, tal y como ya ocurría en Chile, donde según el decreto-ley 2191 «si algún elemento de un sumario judicial tendía a demostrar que un prisionero político había sido ejecutado o torturado en ese periodo de tiempo, había que aplicar la Ley de Amnistía».
A miles de kilómetros de distancia, las cosas eran muy otras. En Madrid, desde que la Audiencia Nacional pasara por la pila bautismal y se autocolocara la mitra real por la cual se convertía en una suerte de Tribunal Universal por el que podrían procesar al mismísimo Dios una vez dejara sus labores de gobernanza, se tomaron muy en serio la posibilidad de aplicar justicia allende los mares hasta poner entre rejas a los distintos genocidas del globo, siempre que la pata de palo estuviera anclada a su miembro derecho. En 1996, la Unión Progresista de Fiscales interpuso una denuncia en el Juzgado de Guardia de Valencia contra Augusto Pinochet Ugarte y un rosario interminable de generales y responsables políticos y militares. Detrás de la denuncia estaba el abogado socialista valenciano Joan Garcés, presidente de la Fundación Presidente Allende, cirineo de Salvador Allende mientras éste vivió. En poco tiempo, la denuncia demudó en querella criminal hasta acabar en la Audiencia Nacional. Allí, el instructor Manuel García Castellón incorporaría al auto el Informe Rattig, eje de coordenadas de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, además de remitir una comisión rogatoria para solitar información de la Junta Militar. Fue entonces cuando el otrora ingeniero hidráulico, Eduardo Frei, y ahora segundo Presidente de la recién alumbrada democracia chilena, envió a Torres Silva a ponerle sobre la mesa a Fungairiño los riesgos que suponían para los cimientos democráticos del país, aún húmedos, el hecho de sacudir el recuerdo y la memoria de los muertos de la dictadura. La presencia de Torres Silva en la Audiencia Nacional no trascendió en importancia más allá de la que le otorgan las vacas del campo al paso de los trenes: visto y no visto.
Fue entonces cuando apareció, Tizona en alto, nuestro Cid Campeador a lomos de su caballo: Fernando Baltasar Garzón Real, Juez Instructor del Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. Descontento con el trabajo realizado por su compañero Manuel García Castellón, decidió, junto al palafrenero de Allende, Joan Garcés, ejecutar una maniobra más propia de trileros a fin de engañar con la bolita a sus superiores en la jerarquía judicial y hacerse con el caso Pinochet, viendo que Castellón no arañaba el auto lo suficiente como para poder procesar al provecto Augusto. El ardid utilizado por Garzón consistió en desglosar el sumario en tres piezas separadas hasta investigar el Plan Cóndor, donde entibaría la investigación sobre los crímenes llevados a cabo por el ex dictador Pinochet. Así, una vez robado el sumario a su compañero de armas, García Castellón, comenzó a trenzar querellas criminales, testimonios y adhesiones al proceso de instrucción como la Fundación Salvador Allende o la Agrupación de Detenidos y Desaparecidos de Chile. El malabarismo no pudo salirle más a la carta. Sin embargo, a 14.000 kilómetros de distancia de Madrid, en pleno Chile, a alguien se le volvió pura lava la sangre de sus venas al enterarse de la noticia. «¿Se habrá visto mayor robo?», sentenció el juez Juan Santiago Guzmán Tapia con el desconcierto de quien ve cómo le roban sus propias joyas para arrojarlas a una piara de cerdos.
Y es que, por entonces, el bueno de Guzmán Tapia llevaba ya instruidos más de cincuenta mil folios, enlazando como cuentas de abalorios testimonios de familiares y denuncias del Informe Rattig, e incluso deteniendo y procesando al número dos de Pinochet, el general Arellano Stark y cincuenta y nueve militares, con el objetivo de escalar hasta la cima del Everest de la Junta Militar y cazar al ex dictador Augusto Pinochet. Ocurría, además, que los denunciantes de Garzón eran los mismos que tiempo atrás declararon ante Guzmán Tapia. Garzón, con su estilo de Barbarroja, había decidido saltarse a la pídola las más elementales normas de ética jurídica, violando el principio de territorialidad por el cual la autoridad competente en la instrucción de una causa es el juez natural de donde se han cometido los delitos, así como ignorando a sabiendas que una persona no podía ser procesada dos veces por los mismos hechos. El paroxismo del despropósito se alcanzó cuando el propio Guzmán Tapia pudo comprobar que el sumario de Garzón reproducía textualmente folios enteros de las declaraciones al juez chileno y la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Así, Garzón no sólo prevaricaba al por mayor al atribuirse competencias que no le correspondían, al tiempo que le pisaba la manguera a su compañero Manuel García Castellón, sino que la labor del rutilante juez de l Audiencia Nacional no iba más allá de pasar por la fotocopiadora y choricearle el trabajo a Guzmán Tapia, un juez de raigambre aristocrática y orgullosamente de derechas que se propuso sentar en el banquillo a la Junta Militar de Chile al completo, incluido el ex dictador Augusto Pinochet.
Al poco tiempo, el juez Baltasar Garzón, orondo como un odre de vino, albos los cabellos y con sus quevedos de cerca, se sentaba delante del ordenador en su despacho de la Audiencia Nacional y redactaba una orden internacional de busca y captura contra Pinochet, sabedor de que acababa de aterrizar en Londres, lo que, para un ducho en la caza mayor como Garzón con más pertrechos que puntería, suponía la oportunidad de su vida para hacerse la foto con los honores de Capitán Planeta y aparecer en la misma como el juez más famoso del Universo. Para ello -recordaría Fungairiño- esperó a que la Audiencia Nacional estuviera vacía, un fin de semana, «sin dictar orden de detención ni procesarle antes ni nada». Se trataba de llegar y besar al Santo. O demonio, tanto monta.
Tres días después, entre exhortos a Interpol y Scotland Yard, Augusto Pinochet era detenido en el hospital donde le operaron. A Garzón no le podían relucir más sus colmillos de ofidio. La presa estaba atenazada bajo el cepo tendido. Sólo faltaba montarlo en un avión y enviarlo a la Audiencia Nacional para ser procesado en lo que supondría el primer triunfo de la Justicia Universal impuesta por un tribunal especial español como era la Audiencia Nacional. Sin tomarle declaración siquiera como ordena la Ley de Enjuiciamiento Criminal, comenzó a articular los resortes necesarios hasta que, después de quinientos días de idas y venidas, quiebros y requiebros, e incluso aparecer en la Cámara de los Lores cual paladín justiciero, finalmente, en marzo de 2000, el Gobierno de Tony Blair, considerando que «a sus ochenta y cuatro años, su salud está quebrantada y las razones humanitarias deben prevalecer sobre cualquier cosa» decidió no extraditarlo a España para escarnio y recreo de un Juez ególatra con una vanidad que a duras penas cabría en el Taj Mahal, y optó por enviarlo a Santiago de Chile como se envía a las suegras-sayones: sin billete de vuelta. Allí, Guzmán Tapia conseguiría que le levantaran la inmunidad parlamentaria al arrugado anciano, a fin de sentarlo en el banquillo; pero poco o nada le duró el sortilegio. La Corte de Apelación decidió sobreseer el proceso contra el ex dictador por razones humanitarias y carecer de un discurso coherente. Sin embargo, Guzmán Tapia, cual Ave Fénix, resurgió de sus cenizas sin trapisondas ni malabarismos como ya hiciera Garzón, sino con la Ley en la mano, hasta conseguir sentarlo en el banquillo por la Operación Cóndor. Sentarlo, sólo eso. No era más lo que pedía la sociedad chilena para un anciano de noventa años inválido, en silla de ruedas y con la mente perdida por el desagüe de los años. Y así fue. En diciembre de 2006, Augusto Pinochet se desinflaba como un globo de helio abandonado hasta fallecer. La Justicia Divina, a modo de Ordalía, decidiría su destino en el Más Allá. Mientras, en el Más Acá, Juan Salvador Guzmán Tapia se llevaba la corona de laureles de haber sido el único juez del mundo capaz de sentar en el banquillo a esa lastimera y lastimosa caricatura de sí mismo que era ya por entonces Augusto Pinochet. No lo sentó ninguno de los jueces belgas, suizos o de otros tantos países que trataron de sentarlo. Ni mucho menos lo consiguió Baltarsar Garzón, quien trató de tocar la flauta antes de tallarla al abrir uno de sus macrosumarios ebrios de ideología. Claro que las cosas parecían hallarse en las antípodas de la realidad a la luz de los distintos comentarios y valoraciones que suscitaba el súperjuez de Torres entre la fauna mayor y menor de admiradores de la izquierda española, pues no dejaban de ver en Garzón el gran triunfador de la Justicia Universal, fruto de un acuciante astigmatismo ideológico, claro está. Y fue él, el propio Garzón, quien se dedicó a vender su historia, como sacada de un cuento de los Hermanos Grimm, a 100000 dólares la conferencia, repitiendo una y otra vez la misma ponencia, con esa autosatisfacción de Pigmalion adorando su propia obra. Muerto Pinochet, el balón estaba ahora en el tejado de casa. Y como cada cosa tiene su momento y los nabos en adviento, Garzón vio el momento de juguetear con el pasado nuestro a fin de seguir imponiendo su cosmovisión de buenos y malos. Franco y Carrillo volverían a los telediarios.
En 1977 se aprobó la Ley de Amnistía en nuestro país a fin de cerrar las heridas del pasado más reciente y mirar hacia el futuro. La revancha no cabía ni moral ni jurídicamente en nuestro ordenamiento jurídico y civil. De igual que Argentina y Chile, España tenía su Ley de Punto Final. Con todo, en diciembre de 1998, la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas de Paracuellos del Jarama presentó una querella criminal contra Santiago Carrillo, el Partido Comunista de España, el PSOE y el Estado español. Según el texto, en virtud del artículo 134 del Código Penal, el delito de genocidio no prescribía nunca, por lo que exigían la investigación y juicio a Carrillo. A lo que añadía que «lo hacemos con fundamentos ratificados por el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Aspiramos a que de forma análoga se aplique el delito contra los genocidas a Santiago Carrillo, aun no existiendo la norma a aplicar en el momento de ocurrir los hechos, ya que tampoco figuraba en el derecho positivo español cuando ocurrió el Golpe de Estado de Chile». Lo que venían a pedir era, lisa y llanamente, que se aplicara la misma vara de medir a todos los genocidas, fueran de izquierdas o de derechas, sin distinción de colores. El escrito, entre otras cosas, subrayaba con trazo grueso que los crímenes de Paracuellos, cometidos en tan sólo tres días, superaban a los de toda una dictadura militar como la chilena, operativa durante años. Además, de igual que ya ocurriera con los distintos autos chilenos, la querella de la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama contaba con el peso moral, y no sólo testimonial, de cientos de familiares de las víctimas. Por esas macabras casualidades de la vida -causalidades, diría Jung- o alineación de los astros y constelaciones, la querella cayó en el Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional o, lo que es lo mismo, en manos de Baltasar Garzón. La casualidad iba más allá de lo anecdótico por dos razones bien diáfanas: primero, porque darle a Garzón un caso de crímenes de tonalidad escarlata era como darle a un perro una caldera de cabezas de pescado, sabiendo de antemano que ni la olería; y, en segundo lugar, porque evitaban precisamente ese juzgado, ya que la neutralidad de Garzón quedaba más que en cuarentena al haber sido miembro del PSOE en el año 1993, como Secretario de Estado durante el Gobierno de González, cuando la querella iba dirigida subsidiariamente contra el mismo Partido Socialista Obrero Español al que el ahora juez perteneció. Pero como no sabemos si se convirtió antes el capullo en rosa o la rosa en capullo, lo que siguió a la presentación de la querella dejó claro que al juez Baltasar Garzón no le interesaban las víctimas, sino el color de éstas, y que nunca, desde que volvió a enfundarle la toga tras su paso por el mundo de la política, dejó de hacer aquello que realmente le mueve y que no es otra cosa que eso mismo: pura política garbancera.
En poco menos de tres folios despachaba el bueno de Garzón la querella contra Santiago Carrillo y compañía, al no acreditarse la personalidad jurídica de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama. Lejos de permitirle a su equipo de abogados que sacara la caja de herramientas y puliera los posibles defectos formales, el juez Garzón añadía, para escarnio y vergüenza de la Asociación, que dicho fallo «vicia irremediablemente la acción intentada y la querella debe rechazarse ad limine ya que, por otra parte, los querellados individuales no especifican el tipo de acción que pretenden ejercitar, particular o popular, por lo que carecen de capacidad jurídico-popular. [...] Por lo demás, no teniendo carácter de parte los que presentan el escrito al concurrir defectos insubsanables, no existe la posibilidad de darles entrada por la vía del recurso». Añadía, además, a fin de cauterizar el asunto de Paracuellos, que se disponía a «dejar constancia de la mala fe procesal y del abuso de derecho y fraude de ley en la formulación de la querella». Al poco tiempo, la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, presentó una recusación contra Garzón al entender que «es notorio y conocido que fue candidato número dos por la lista del PSOE por la circunscripción de Madrid, y al ser el PSOE uno de los coquerellados debe abstenerse de instruir la causa al tener amistad o enemistad manifiesta con cualquiera de las partes». Presentaron también un recurso de apelación contra el auto de inadmisión de la querella, al no haber dado el plazo preceptivo de diez días para subsanar los defectos existentes, yendo tal rechazo frente a cualquier intento por remediarlo contra la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Sin embargo, Garzón acabó por hacer oídos sordos para no resolver el recurso ni elevarlo a la sala, quedando acreditada su mala fe y su naturaleza prevaricadora. Pero como el mal siempre tiene un paso más por delante, Garzón, tras la insistencia de los abogados de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, sacó su trabuco y disparó como zuavo atrincherado contra ellos. Según él, los fusilamientos de Paracuellos estaban ya amnistiados por la Ley de Amnistía de 1977. Del mismo modo, añadía que el término genocidio no apareció hasta 1944, recordando que no se podría juzgar retroactivamente, pese a que en Nuremberg y Tokio se aplicó en 1945 y 1947, de igual que la Audiencia Nacional ya lo hizo con Pinochet en 1998 por crímenes cometidos en 1978. Es decir, se daba la paradoja, teñida de vileza, de que el mismo juez que trató de sentar a un dictador de derechas saltándose la Ley de Amnistía de su país y aplicando retroactivamente la doctrina Núremberg contra los delitos de genocidio, se pasaba por el Arco del Triunfo la querella que buscaba, punto por punto, muerto por muerto, lo mismo, exactamente lo mismo, solo que respecto a un grupo de asesinos de izquierda. Se demostraba así el maniqueísmo lancinante que estaba dispuesto a aplicar Baltasar Garzón en su lucha contra los crímenes contra la humanidad y las violaciones de los Derechos Humanos. La pregunta era: ¿Se trataba de algo puntual a fin de cubrir las vergüenzas del que fuera su partido o estaba dispuesto a tratar con la misma paternal indulgencia a las distintas dictaduras en activo siempre que fueran de izquierdas? La respuesta estaba en el aire.
A finales de 1998, la Fundación Nacional Cubano Americana, al alimón con la Fundación de Derechos Humanos de Cuba, presentó una querella criminal en la Audiencia Nacional por la muerte de nueve personas, al tiempo que acusaban al régimen cubano de haber aniquilado a 18.000 personas desde su instauración, en enero de 1959, y de las cuales 800 eran españolas. La querella pedía el procesamiento de Fidel Castro, Presidente de Cuba; Raúl Castro, Vicepresidente y Ministro de Defensa; Osmay Cienfuegos, Ministro de Turismo; y Carlos Amat, Embajador de Cuba en Ginebra, recordando, claro, que tanto Fidel como los otros tres querellados formaron parte del aparato represor del castrismo. Según los firmantes de la querella, el castrismo atentaba contra la Declaración Universal de Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966; la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; y la Convención contra la Tortura.
Pese a semejante rosario de atropellos totalitarios, el juez Garzón no tuvo pasión ni devoción por resarcir las heridas de los 18.000 asesinados por el castrismo ni restaurar el honor y la dignidad humana de los más de 2.500 presos políticos que en el momento de la denuncia reconocía Amnistía Internacional, en el cuarto país del mundo con mayor población penal, con cien mil presos repartidos entre las cerca de doscientas cincuenta cárceles del régimen. La demanda de la Fundación Nacional Cubano Americana cayó en manos del Juzgado de Instrucción Número 2 de la Audiencia Nacional, la cual fue despachada con el desdén de aquel que pica billetes a las puertas del vagón del tren. El tribunal sentenciaba que «España no es competente para juzgar a jefes de Estado ni de Gobierno en activo». Todo ello pese a que el Convenio para la Represión de la Tortura incluía a Jefes de Estado y funcionarios en activo. Pero no fue la única denuncia arrojada a papelera, ya que el juez Baltasar Garzón hizo lo propio con las muchas querellas presentadas en su juzgado por las distintas asociaciones cubanas, las cuales fue encestando una por una en el cubo policromado como si del mejor Reggie Milles se tratara. Quedaba así claro que el afán justiciero del jiennense requería dos condiciones previas para salir al campo de batalla con adarga y espada listo para desarmar tiranos: la primera, ser de derechas; y en segundo lugar, tener un pie en el otro barrio. El cubano sólo cumplía la segunda. Y tal era su grado de seguridad e impunidad que llegó a sentenciar cual Guevara en flor: «soy revolucionario y moriré siéndolo». Por lo que así sería. El 31 de mayo de 2006, el tísico revolucionario Fidel Castro le pasaba las llaves de la Isla a su hermano, Raúl Castro, convirtiéndose en el nuevo Jefe de Estado de la Isla de Cuba. Nada cambiada, salvo una cosa: Fidel Castro ya no era Jefe de Estado en activo. Como al niño que explota el dolor de muelas durante una semana para no ir al colegio, a Garzón se le acabaron las excusas y los salvoconductos para no imponer su afamada Justicia Universal en la Isla de Transilvania. Era el momento oportuno para aterrizar con una ristra de ajos en una mano y una estaca de madera en la otra a fin de atrapar a ese Vlad Tepes inválido y arrugado como una pasa de Corinto que tanto seguía haciendo sufrir. Pero lo que era por entonces mera hipótesis que serpenteaba por los pasillos de los órganos judiciales, acabó por convertirse en teoría cabal y empírica. A saber: Garzón sólo estaba dispuesto a ponerle el cascabel a los felinos de derechas. Para él, la sangre derramada, los niños huérfanos, las viudas condenadas al dolor y la ausencia, la violación de los Derechos Humanos así como la falta de libertad, sólo eran dignos de atender cuando los llevara a cabo un ancianito en retirada -o fallecido- y con mano diestra. De nada importaban las continuas denuncias de Human Rights Watch o el Consejo de Relatores de Derechos Humanos de Cuba, con presos embadurnados en excrementos para no ser violados, como sí hacían con muchas de las mujeres, mientras otros eran encerrados y torturados en jaulas con el famoso método Shakira -como denuncia el CRDHC- consistente en atar al preso con sus miembros retorcidos por el cuerpo en posiciones imposibles. Agua de borrajas. Fidel Castro seguiría gozando de su retiro caribeño con la conciencia tranquila, como si hubiera sido el mismísimo Fray Bartolomé de las Casas caribeño y no un asesino liberticida.
Atrincherada entre Camerún, Gabón y el Congo, se halla la minúscula Guinea Ecuatorial, el país más corrupto del Mundo después del Congo, según el FMI. Un país que invierte el 1% en sanidad, pese a recibir 3.000 millones de dólares por la explotación petrolífera, de los cuales más del 90% acaban en la cuenta personal del octavo hombre más rico del mundo: Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial desde 1979, tras el Golpe de Estado que derrocó a su propio tío, Macías Obiang, y cuyas elecciones dizque democráticas viene ganando desde entonces con el 99,5% de los votos emitidos. A Teodoro Obiang no sólo se le atragantó el poder de su tío, sino sus propias vísceras. De él se dice que se come a sus opositores políticos, su tío Macías incluido, de acuerdo a ciertos rituales religiosos de Guinea, Congo, Nigeria o Camerún, impuesto por hechiceros y brujos que creen que al alimentarse de los rivales se adquiere la fuerza y sabiduría de éstos. A Obiang se le atribuyen más de cien crímenes contra adversarios políticos, al margen de la plúmbea represión llevada a cabo contra el pueblo guineano, uno de los más pobres de Africa. Obiang enlaza directamente con la ristra interminable de dictadores africanos que, desde la descolonización, vienen imponiendo el famoso «socialismo africano» de los Nyerere, Kenyatta, Nkrumah, Sekou Toure y compañía.
Escondido en Toledo se hallaba el periodista y líder del opositor Partido del Progreso de Guinea Ecuatorial, quien ratificó la teoría del canibalismo del Presidente de Guinea Ecuatorial. «Si un día me muero y mi cadáver lo llevan a Guinea para darme sepultura, sé que mandará desenterrarlo para comerme, y no precisamente a la parrilla, sino crudo», dijo el opositor del Ed Gein africano. Por ello, sabedores de la imposibilidad de exigir justicia en su propia tierra, el letrado Fernández Goberna dio el aldabonazo a las puertas de la Audiencia Nacional para exigir Justicia Universal. El bueno de Goberna ya sabía cómo se las gastaban los chicos de la Audiencia, pues tiempo atrás mantuvo un duelo a espadas con los jueces de la misma después de que le denegaran por activa y por pasiva las distintas querellas presentadas contra el vecino Hassan II, responsable de la muerte y desaparición de 60.000 personas. Al igual que con Fidel Castro, la razón del juez Garzón fue la de la inmunidad de Hassan II como Jefe de Estado en activo. Por ello, el rey alauí pudo ser enterrado en 1999 sin habérselas visto con esa Audiencia Nacional que nada tenía de audiencia y poco de nacional, pues era más importante imponer justicia a 14.000 kilómetros de distancia que en la propia España y su patio trasero, Marruecos.
Así que, con estas cartas en la baraja, se dispuso Fernández Goberna a denunciar a Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial; Teodorín Nguema Obiang, ministro de Bosques e hijo del Obiang canibal; Armengol Ondo Nguema, tío de Teodorín y director general de la Seguridad Nacional; y al ex ministro del Interior, Julio Ndong Ella Mongue, acusados todos ellos de genocidio. El caso cayó en el Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, templo de Baltasar Garzón. La razón para proceder al archivo de la denuncia fue la de siempre: «Al menos uno de los denunciados es jefe de Estado y goza del derecho a la inmunidad». Al menos uno. Fernández Goberna, agotado de ver cómo Garzón interpretaba las leyes según soplara el viento, recurrió el auto de archivo alegando que «nos oponemos a que la figura de Obiang se emplee como paraguas que abarque a otros para amparar un delito de genocidio, de torturas y de desaparición de personas, delito éste último que no prescribe, pues cada día que la persona desaparecida sigue sin dar señales de vida y sus familiares y amigos continúan con su búsqueda, el delito en lugar de desaparecer, se renueva». Garzón, haciendo suyo el pensamiento de Maquiavelo de estar «dispuesto a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal, caso de necesitarlo», metió sus pies en el tiesto del mal a fin de seguir medrando social y profesionalmente a fuerza de perseguir las dictaduras diestras y no tocar las zurdas, esas a las que tanto se les acariciaba el lomo desde occidente. Por tanto, acabó por hacer una pelota de papel con el recurso de Fernández Goberna y anotarse otro triple en su papelera. La familia Obiang, una de las más sanguinarias del último siglo de Africa, seguiría haciendo fortuna en la pequeña Guinea mientras parasitaba a una población de apenas un millón de habitantes que sobrevive con menos de dos dólares al día.
En junio de 2006, Marcos Carmona, presidente de la Comisión Permanente de Derechos Humanos, presentó una denuncia contra ex dirigentes sandinistas, entre ellos el por entonces presidenciable Daniel Ortega. Las acusaciones, de genocidio y crímenes de lesa humanidad contra indígenas misquitos, abarcaban un total de 64 asesinatos, 13 torturados y 15 desaparecidos. Por entonces, el embajador de Nicaragua, Reinaldo Velázquez, ya le había sacado los colores al juez Garzón, al preguntarle públicamente en la Organización de Estados Americanos, en Washington: «Señor Garzón, ¿debemos esperar de usted que persiga con el mismo celo que lo hizo con los militares argentinos y chilenos a otros violadores de derechos humanos, como Fidel Castro en Cuba o Daniel Ortega en mi país, Nicaragua, dos individuos que han atropellado los derechos humanos desde hace décadas y están condenados por las Naciones Unidas y la Corte Iberoamericana?». Como la escena final de una película tantas veces vista, las razones esgrimidas por el charrán de Garzón para no hacerse con el caso ya podemos presuponer cuáles fueron. Y así fue. El Capitán Planeta también se negó a impartir justicia en el país centroamericano.
«Soy un hombre conocido por su sentido del humor, pero me da la sensación de que ahora afronto la vida de otra manera, como un enfermo que se ha curado, pero al que se le tuerce el gesto con las bromas. Porque todo esto ha dolido mucho [...] Yo no le guardo rencor a nadie, pero le debo una experiencia como esta a Baltasar Garzón». Quien así hablaba no era una víctima de ETA, ni del castrismo, ni un resurrecto desenterrado en Guinea Ecuatorial por Teodoro Obiang para hacer hamburguesas con él. Se trataba de Miguel Durán Campos, abogado y empresario bilbaíno que presidió la ONCE y Telecinco, entre otras. Ciego desde los once años, era más que conocido por su sentido recto de la justicia, sus brillantes exposiciones y un carácter alegre y vivo. Hasta que se le cruzó en el camino el juez Baltasar Garzón dispuesto a pasarle por encima como si de una manada de bisontes americanos se tratara. Era 1998 y Garzón le acababa de imputar un delito de fraude fiscal. De la noche a la mañana, a Miguel Durán le embargaron sus bienes, le pidieron catorce años de cárcel, cien millones de fianza y otros cien de multa. «Con cuarenta años que tenía y con una trayectoria dicen que brillante... Estaba en la flor de la vida y, de golpe y porrazo, vienen unos sheriffs justicieros y...». Siendo Garzón el patrón del barco, no costaba imaginarse el desenlace. Después de diez años de procesos, cien mil folios instruidos, una familia destrozada y un honor arrugado como una aljofifa de limpiar ventanas, la Sección Primera de lo Penal de la Audiencia Nacional absolvió a Miguel Durán Campos de todos los delitos de los que se le acusaba. El sumario, instruido por el juez Baltasar Garzón, aseguraba que Durán y siete empresarios más elaboraron «un entramado jurídico-empresarial ficticio» para encubrir la violación de las leyes de televisión privada por las cuales una empresa extranjera no podía tener más del 25% del total de la empresa española, acusando a Finnivest, cuyo accionista principal era la ONCE, de poseer el 80% de Telecinco. El fin de Garzón no era otro que el de elaborar uno de sus macrosumarios arrimándose al árbol que más sombra mediática pudiera darle. Vanidad de vanidades. Así, hilvanó el Caso Telecinco hasta llegar a Silvio Berlusconi, acusado de seis delitos fiscales y otros seis de falsedad documental, para quien pedía veinte años de cárcel. Sin embargo, la presa se le escapó de entre las manos como se escapa un puñado de arena, ya que en 2001 fue nombrado Primer Ministro de la República de Italia, adquiriendo así la inmunidad parlamentaria y por lo cual el proceso quedó suspendido. Cinco años después, pese a seguir siendo miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo Europeo, Garzón levantó la suspensión a Berlusconi por el caso Telecinco. Nada que ver con el dictador Castro, Santiago Carrillo y la ristra interminable de asesinos de izquierdas, a quienes, bajo el paraguas de la inmunidad, cubrió hasta que, abandonado el cargo presidencial, los dejara escapar como quien devuelve al río a la trucha recién pescada. A Berlusconi, empresario y político orgullosamente de derechas, no pensaba soltarle el anzuelo de la boca. Lejos de justificar sus tropelías, caso de existir, lo que quedaba claro era el doble rasero de Garzón, al presumir encantado de sí mismo ante los medios de haber sido el único juez capaz de hacer declarar por partida doble al mismísimo César Berlusconi, mientras un buen puñado dictadores de izquierdas se iban de naja. Una vez hecha la foto, lo de menos fue la justicia. Igual que nada importaba el daño causado a inocentes como Miguel Durán o López de Coca. Silvio Berlusconi volvió a la política, a sus velinas y a su fanfarronería burda del lechero que deja de ordeñar vacas por que aprende a hacer quesos.
Años después, al juez Garzón le abrieron tres procesos distintos, acusado de prevaricarión y haber cometido un delito de cohecho impropio. La Sala de pleno del Tribunal Supremo decidió apartar a Garzón durante once años por prevaricar al autorizar las escuchas del Caso Gurtel. La sentencia, plagada de referencias a los Derechos Humanos que el juez de Torres violó, dejaba claro por unanimidad que un personaje de esa ralea no cabía en un mundo como el de la Justicia ya que, precisamente, el fin no ésta no es otro que el de hacer valer y respetar las normas de un Estado de Derecho. La sentencia exponía que Garzón se valió de métodos más propios de los regímenes totalitarios, además de recordar que a la verdad no se puede llegar a cualquier precio, obviando que en un Estado de Derecho, hasta el mismísimo Monstruo de Amstetten tiene derecho a una defensa justa. Con el tiempo, de nuevo la sala del Supremo exoneraba a Garzón por el caso de los cobros del Santander, advirtiendo que los delitos de cohecho habían prescrito, pues pasaron los dos años preceptivos desde la última denuncia, pero dejando claro que el delito existió. «Una censurable estrategia de persuasión», añadía el auto de inadmisión, lo que no hacía sino ensanchar el ojo de la aguja por el que colar al orondo Garzón, ya que el delito de extorsión -que es lo que se sustrae del auto que existió- no prescribía hasta tres años después. Pero aceptando pulpo como animal de compañía, no quedó otra que acatar. Pendiente quedaría por resolver el asunto del franquismo, el más ruidoso. Nada que decir. Visto lo visto del pasado más reciente del juez Garzón, cada uno podrá resolver sus propias dudas y afianzar sus certezas. Pinochet, Carrillo y Franco, compartiendo una Ley de Amnistía, unos delitos de genocidio que se aplican de acuerdo al origen del viento, unas querellas arrojadas a la papelera y otras tratadas con mimo y delicadeza de madre primeriza. Sobra explicar de nuevo los motivos de la más que flagrante prevaricación del Capitán Planeta, ese que, hoy por hoy, podemos considerar ex juez oficialmente, un castigo que llega tarde aun siendo temprano. Pocos lo recordarán como el juez que le perdonó la vida a los dictadores de izquierdas; ese que hizo aquel sonoro ridículo con el ácido bórico y del que hasta los medios más zurdos hicieron sangre; que llegaba en helicóptero a los registros de la Operación Nécora, aquella que sentó a cincuenta personas en el banquillo y que, como hileras de hormigas, fueron abandonando la Audiencia Nacional tal y como llegaron; que ordenó el asaltó al buque Privilege convencido de que portaba cinco toneladas de droga, con un ejército de los GEO, un buque de la Armada, un helicóptero del Ejército del Aire y veinte agentes del servicio de Aduanas, sin hallar un sólo gramo de cocaína; ese que goza de un bosque de más de dos mil árboles a las afueras de Jerusalén con su propio nombre, después de que, empeñado en alcanzar el Nobel de la Paz a base de castigar a Israel, le aconsejaran en el Consejo Mundial Sionista que le diera la vuelta a la tortilla si de verdad quería tal premio, pasando por arte de birlibirloque a ser un auténtico admirador de Israel; ese que trató de meter en la cárcel a Kissinger y González para después gastarse cinco mil dólares invitándolos a cenar; ese que, tras perseguir a ETA hasta el punto de cerrar por primera vez en democracia un periódico, se unió al bando de los genuflexos hasta declarar durante los Diálogos Trasatlánticos que había que contemplar la entrega de Navarra al País Vasco y el derecho a la autodeterminación; ese que escondió en el cajón los papeles del Caso Faisán y apartó a la Guardia Civil del mismo para no estorbar en el «proceso de paz» de Zapatero; ese a quien la Comisión de Calificación del Consejo General del Poder Judicial le dejó claro cuando aspiró a ser Presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que «carecía de preparación» al no haber actuado en órganos judiciales colegiados ni poder aportar una sola sentencia dictada en este tipo de tribunales; ese demócrata de la cruz a la bola que exclamó que «a mí todavía, en este país, no hay nadie que tenga cojones para quitarme el puesto de presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional». Todo esto, y más, es el legado que nos deja Fernando Baltasar Garzón Real.
Un juez que lo quiso ser todo: hombre-bala y cañón; elefante y domador; el payaso de las bofetadas, el tonto y también el listo y espigado. Al final, lo que queda no es más que un pobre ejecutivo circense, experto en esa vida nómada, gitana, de ir con la música y la carpa de puerto en puerto, de pueblo en pueblo, ganándose las sonrisas de pequeños y grandes con sus números de prestidigitación y sus paseos por la cuerda del funambulista. Acabada la fiesta, destensadas las cuerdas, desarboladas las carpas multicolores, enjauladas las fieras, y en carretera las caravanas, no queda más que la nada: un solar de albero y matojos donde un día se representó una función sin otra finalidad que la de entretener. Esa, y no otra, es la nada del Circo de Garzón. El juez que se sirvió de la justicia para hacer política, y de ésta para hacer teatro de barraca. Las luces se han apagado. Hasta la próxima feria, Dios mediante.
A miles de kilómetros de distancia, las cosas eran muy otras. En Madrid, desde que la Audiencia Nacional pasara por la pila bautismal y se autocolocara la mitra real por la cual se convertía en una suerte de Tribunal Universal por el que podrían procesar al mismísimo Dios una vez dejara sus labores de gobernanza, se tomaron muy en serio la posibilidad de aplicar justicia allende los mares hasta poner entre rejas a los distintos genocidas del globo, siempre que la pata de palo estuviera anclada a su miembro derecho. En 1996, la Unión Progresista de Fiscales interpuso una denuncia en el Juzgado de Guardia de Valencia contra Augusto Pinochet Ugarte y un rosario interminable de generales y responsables políticos y militares. Detrás de la denuncia estaba el abogado socialista valenciano Joan Garcés, presidente de la Fundación Presidente Allende, cirineo de Salvador Allende mientras éste vivió. En poco tiempo, la denuncia demudó en querella criminal hasta acabar en la Audiencia Nacional. Allí, el instructor Manuel García Castellón incorporaría al auto el Informe Rattig, eje de coordenadas de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, además de remitir una comisión rogatoria para solitar información de la Junta Militar. Fue entonces cuando el otrora ingeniero hidráulico, Eduardo Frei, y ahora segundo Presidente de la recién alumbrada democracia chilena, envió a Torres Silva a ponerle sobre la mesa a Fungairiño los riesgos que suponían para los cimientos democráticos del país, aún húmedos, el hecho de sacudir el recuerdo y la memoria de los muertos de la dictadura. La presencia de Torres Silva en la Audiencia Nacional no trascendió en importancia más allá de la que le otorgan las vacas del campo al paso de los trenes: visto y no visto.
Fue entonces cuando apareció, Tizona en alto, nuestro Cid Campeador a lomos de su caballo: Fernando Baltasar Garzón Real, Juez Instructor del Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional. Descontento con el trabajo realizado por su compañero Manuel García Castellón, decidió, junto al palafrenero de Allende, Joan Garcés, ejecutar una maniobra más propia de trileros a fin de engañar con la bolita a sus superiores en la jerarquía judicial y hacerse con el caso Pinochet, viendo que Castellón no arañaba el auto lo suficiente como para poder procesar al provecto Augusto. El ardid utilizado por Garzón consistió en desglosar el sumario en tres piezas separadas hasta investigar el Plan Cóndor, donde entibaría la investigación sobre los crímenes llevados a cabo por el ex dictador Pinochet. Así, una vez robado el sumario a su compañero de armas, García Castellón, comenzó a trenzar querellas criminales, testimonios y adhesiones al proceso de instrucción como la Fundación Salvador Allende o la Agrupación de Detenidos y Desaparecidos de Chile. El malabarismo no pudo salirle más a la carta. Sin embargo, a 14.000 kilómetros de distancia de Madrid, en pleno Chile, a alguien se le volvió pura lava la sangre de sus venas al enterarse de la noticia. «¿Se habrá visto mayor robo?», sentenció el juez Juan Santiago Guzmán Tapia con el desconcierto de quien ve cómo le roban sus propias joyas para arrojarlas a una piara de cerdos.
Y es que, por entonces, el bueno de Guzmán Tapia llevaba ya instruidos más de cincuenta mil folios, enlazando como cuentas de abalorios testimonios de familiares y denuncias del Informe Rattig, e incluso deteniendo y procesando al número dos de Pinochet, el general Arellano Stark y cincuenta y nueve militares, con el objetivo de escalar hasta la cima del Everest de la Junta Militar y cazar al ex dictador Augusto Pinochet. Ocurría, además, que los denunciantes de Garzón eran los mismos que tiempo atrás declararon ante Guzmán Tapia. Garzón, con su estilo de Barbarroja, había decidido saltarse a la pídola las más elementales normas de ética jurídica, violando el principio de territorialidad por el cual la autoridad competente en la instrucción de una causa es el juez natural de donde se han cometido los delitos, así como ignorando a sabiendas que una persona no podía ser procesada dos veces por los mismos hechos. El paroxismo del despropósito se alcanzó cuando el propio Guzmán Tapia pudo comprobar que el sumario de Garzón reproducía textualmente folios enteros de las declaraciones al juez chileno y la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Así, Garzón no sólo prevaricaba al por mayor al atribuirse competencias que no le correspondían, al tiempo que le pisaba la manguera a su compañero Manuel García Castellón, sino que la labor del rutilante juez de l Audiencia Nacional no iba más allá de pasar por la fotocopiadora y choricearle el trabajo a Guzmán Tapia, un juez de raigambre aristocrática y orgullosamente de derechas que se propuso sentar en el banquillo a la Junta Militar de Chile al completo, incluido el ex dictador Augusto Pinochet.
Al poco tiempo, el juez Baltasar Garzón, orondo como un odre de vino, albos los cabellos y con sus quevedos de cerca, se sentaba delante del ordenador en su despacho de la Audiencia Nacional y redactaba una orden internacional de busca y captura contra Pinochet, sabedor de que acababa de aterrizar en Londres, lo que, para un ducho en la caza mayor como Garzón con más pertrechos que puntería, suponía la oportunidad de su vida para hacerse la foto con los honores de Capitán Planeta y aparecer en la misma como el juez más famoso del Universo. Para ello -recordaría Fungairiño- esperó a que la Audiencia Nacional estuviera vacía, un fin de semana, «sin dictar orden de detención ni procesarle antes ni nada». Se trataba de llegar y besar al Santo. O demonio, tanto monta.
Tres días después, entre exhortos a Interpol y Scotland Yard, Augusto Pinochet era detenido en el hospital donde le operaron. A Garzón no le podían relucir más sus colmillos de ofidio. La presa estaba atenazada bajo el cepo tendido. Sólo faltaba montarlo en un avión y enviarlo a la Audiencia Nacional para ser procesado en lo que supondría el primer triunfo de la Justicia Universal impuesta por un tribunal especial español como era la Audiencia Nacional. Sin tomarle declaración siquiera como ordena la Ley de Enjuiciamiento Criminal, comenzó a articular los resortes necesarios hasta que, después de quinientos días de idas y venidas, quiebros y requiebros, e incluso aparecer en la Cámara de los Lores cual paladín justiciero, finalmente, en marzo de 2000, el Gobierno de Tony Blair, considerando que «a sus ochenta y cuatro años, su salud está quebrantada y las razones humanitarias deben prevalecer sobre cualquier cosa» decidió no extraditarlo a España para escarnio y recreo de un Juez ególatra con una vanidad que a duras penas cabría en el Taj Mahal, y optó por enviarlo a Santiago de Chile como se envía a las suegras-sayones: sin billete de vuelta. Allí, Guzmán Tapia conseguiría que le levantaran la inmunidad parlamentaria al arrugado anciano, a fin de sentarlo en el banquillo; pero poco o nada le duró el sortilegio. La Corte de Apelación decidió sobreseer el proceso contra el ex dictador por razones humanitarias y carecer de un discurso coherente. Sin embargo, Guzmán Tapia, cual Ave Fénix, resurgió de sus cenizas sin trapisondas ni malabarismos como ya hiciera Garzón, sino con la Ley en la mano, hasta conseguir sentarlo en el banquillo por la Operación Cóndor. Sentarlo, sólo eso. No era más lo que pedía la sociedad chilena para un anciano de noventa años inválido, en silla de ruedas y con la mente perdida por el desagüe de los años. Y así fue. En diciembre de 2006, Augusto Pinochet se desinflaba como un globo de helio abandonado hasta fallecer. La Justicia Divina, a modo de Ordalía, decidiría su destino en el Más Allá. Mientras, en el Más Acá, Juan Salvador Guzmán Tapia se llevaba la corona de laureles de haber sido el único juez del mundo capaz de sentar en el banquillo a esa lastimera y lastimosa caricatura de sí mismo que era ya por entonces Augusto Pinochet. No lo sentó ninguno de los jueces belgas, suizos o de otros tantos países que trataron de sentarlo. Ni mucho menos lo consiguió Baltarsar Garzón, quien trató de tocar la flauta antes de tallarla al abrir uno de sus macrosumarios ebrios de ideología. Claro que las cosas parecían hallarse en las antípodas de la realidad a la luz de los distintos comentarios y valoraciones que suscitaba el súperjuez de Torres entre la fauna mayor y menor de admiradores de la izquierda española, pues no dejaban de ver en Garzón el gran triunfador de la Justicia Universal, fruto de un acuciante astigmatismo ideológico, claro está. Y fue él, el propio Garzón, quien se dedicó a vender su historia, como sacada de un cuento de los Hermanos Grimm, a 100000 dólares la conferencia, repitiendo una y otra vez la misma ponencia, con esa autosatisfacción de Pigmalion adorando su propia obra. Muerto Pinochet, el balón estaba ahora en el tejado de casa. Y como cada cosa tiene su momento y los nabos en adviento, Garzón vio el momento de juguetear con el pasado nuestro a fin de seguir imponiendo su cosmovisión de buenos y malos. Franco y Carrillo volverían a los telediarios.
En 1977 se aprobó la Ley de Amnistía en nuestro país a fin de cerrar las heridas del pasado más reciente y mirar hacia el futuro. La revancha no cabía ni moral ni jurídicamente en nuestro ordenamiento jurídico y civil. De igual que Argentina y Chile, España tenía su Ley de Punto Final. Con todo, en diciembre de 1998, la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas de Paracuellos del Jarama presentó una querella criminal contra Santiago Carrillo, el Partido Comunista de España, el PSOE y el Estado español. Según el texto, en virtud del artículo 134 del Código Penal, el delito de genocidio no prescribía nunca, por lo que exigían la investigación y juicio a Carrillo. A lo que añadía que «lo hacemos con fundamentos ratificados por el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Aspiramos a que de forma análoga se aplique el delito contra los genocidas a Santiago Carrillo, aun no existiendo la norma a aplicar en el momento de ocurrir los hechos, ya que tampoco figuraba en el derecho positivo español cuando ocurrió el Golpe de Estado de Chile». Lo que venían a pedir era, lisa y llanamente, que se aplicara la misma vara de medir a todos los genocidas, fueran de izquierdas o de derechas, sin distinción de colores. El escrito, entre otras cosas, subrayaba con trazo grueso que los crímenes de Paracuellos, cometidos en tan sólo tres días, superaban a los de toda una dictadura militar como la chilena, operativa durante años. Además, de igual que ya ocurriera con los distintos autos chilenos, la querella de la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama contaba con el peso moral, y no sólo testimonial, de cientos de familiares de las víctimas. Por esas macabras casualidades de la vida -causalidades, diría Jung- o alineación de los astros y constelaciones, la querella cayó en el Juzgado Central de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional o, lo que es lo mismo, en manos de Baltasar Garzón. La casualidad iba más allá de lo anecdótico por dos razones bien diáfanas: primero, porque darle a Garzón un caso de crímenes de tonalidad escarlata era como darle a un perro una caldera de cabezas de pescado, sabiendo de antemano que ni la olería; y, en segundo lugar, porque evitaban precisamente ese juzgado, ya que la neutralidad de Garzón quedaba más que en cuarentena al haber sido miembro del PSOE en el año 1993, como Secretario de Estado durante el Gobierno de González, cuando la querella iba dirigida subsidiariamente contra el mismo Partido Socialista Obrero Español al que el ahora juez perteneció. Pero como no sabemos si se convirtió antes el capullo en rosa o la rosa en capullo, lo que siguió a la presentación de la querella dejó claro que al juez Baltasar Garzón no le interesaban las víctimas, sino el color de éstas, y que nunca, desde que volvió a enfundarle la toga tras su paso por el mundo de la política, dejó de hacer aquello que realmente le mueve y que no es otra cosa que eso mismo: pura política garbancera.
En poco menos de tres folios despachaba el bueno de Garzón la querella contra Santiago Carrillo y compañía, al no acreditarse la personalidad jurídica de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama. Lejos de permitirle a su equipo de abogados que sacara la caja de herramientas y puliera los posibles defectos formales, el juez Garzón añadía, para escarnio y vergüenza de la Asociación, que dicho fallo «vicia irremediablemente la acción intentada y la querella debe rechazarse ad limine ya que, por otra parte, los querellados individuales no especifican el tipo de acción que pretenden ejercitar, particular o popular, por lo que carecen de capacidad jurídico-popular. [...] Por lo demás, no teniendo carácter de parte los que presentan el escrito al concurrir defectos insubsanables, no existe la posibilidad de darles entrada por la vía del recurso». Añadía, además, a fin de cauterizar el asunto de Paracuellos, que se disponía a «dejar constancia de la mala fe procesal y del abuso de derecho y fraude de ley en la formulación de la querella». Al poco tiempo, la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, presentó una recusación contra Garzón al entender que «es notorio y conocido que fue candidato número dos por la lista del PSOE por la circunscripción de Madrid, y al ser el PSOE uno de los coquerellados debe abstenerse de instruir la causa al tener amistad o enemistad manifiesta con cualquiera de las partes». Presentaron también un recurso de apelación contra el auto de inadmisión de la querella, al no haber dado el plazo preceptivo de diez días para subsanar los defectos existentes, yendo tal rechazo frente a cualquier intento por remediarlo contra la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Sin embargo, Garzón acabó por hacer oídos sordos para no resolver el recurso ni elevarlo a la sala, quedando acreditada su mala fe y su naturaleza prevaricadora. Pero como el mal siempre tiene un paso más por delante, Garzón, tras la insistencia de los abogados de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, sacó su trabuco y disparó como zuavo atrincherado contra ellos. Según él, los fusilamientos de Paracuellos estaban ya amnistiados por la Ley de Amnistía de 1977. Del mismo modo, añadía que el término genocidio no apareció hasta 1944, recordando que no se podría juzgar retroactivamente, pese a que en Nuremberg y Tokio se aplicó en 1945 y 1947, de igual que la Audiencia Nacional ya lo hizo con Pinochet en 1998 por crímenes cometidos en 1978. Es decir, se daba la paradoja, teñida de vileza, de que el mismo juez que trató de sentar a un dictador de derechas saltándose la Ley de Amnistía de su país y aplicando retroactivamente la doctrina Núremberg contra los delitos de genocidio, se pasaba por el Arco del Triunfo la querella que buscaba, punto por punto, muerto por muerto, lo mismo, exactamente lo mismo, solo que respecto a un grupo de asesinos de izquierda. Se demostraba así el maniqueísmo lancinante que estaba dispuesto a aplicar Baltasar Garzón en su lucha contra los crímenes contra la humanidad y las violaciones de los Derechos Humanos. La pregunta era: ¿Se trataba de algo puntual a fin de cubrir las vergüenzas del que fuera su partido o estaba dispuesto a tratar con la misma paternal indulgencia a las distintas dictaduras en activo siempre que fueran de izquierdas? La respuesta estaba en el aire.
A finales de 1998, la Fundación Nacional Cubano Americana, al alimón con la Fundación de Derechos Humanos de Cuba, presentó una querella criminal en la Audiencia Nacional por la muerte de nueve personas, al tiempo que acusaban al régimen cubano de haber aniquilado a 18.000 personas desde su instauración, en enero de 1959, y de las cuales 800 eran españolas. La querella pedía el procesamiento de Fidel Castro, Presidente de Cuba; Raúl Castro, Vicepresidente y Ministro de Defensa; Osmay Cienfuegos, Ministro de Turismo; y Carlos Amat, Embajador de Cuba en Ginebra, recordando, claro, que tanto Fidel como los otros tres querellados formaron parte del aparato represor del castrismo. Según los firmantes de la querella, el castrismo atentaba contra la Declaración Universal de Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966; la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio; y la Convención contra la Tortura.
Pese a semejante rosario de atropellos totalitarios, el juez Garzón no tuvo pasión ni devoción por resarcir las heridas de los 18.000 asesinados por el castrismo ni restaurar el honor y la dignidad humana de los más de 2.500 presos políticos que en el momento de la denuncia reconocía Amnistía Internacional, en el cuarto país del mundo con mayor población penal, con cien mil presos repartidos entre las cerca de doscientas cincuenta cárceles del régimen. La demanda de la Fundación Nacional Cubano Americana cayó en manos del Juzgado de Instrucción Número 2 de la Audiencia Nacional, la cual fue despachada con el desdén de aquel que pica billetes a las puertas del vagón del tren. El tribunal sentenciaba que «España no es competente para juzgar a jefes de Estado ni de Gobierno en activo». Todo ello pese a que el Convenio para la Represión de la Tortura incluía a Jefes de Estado y funcionarios en activo. Pero no fue la única denuncia arrojada a papelera, ya que el juez Baltasar Garzón hizo lo propio con las muchas querellas presentadas en su juzgado por las distintas asociaciones cubanas, las cuales fue encestando una por una en el cubo policromado como si del mejor Reggie Milles se tratara. Quedaba así claro que el afán justiciero del jiennense requería dos condiciones previas para salir al campo de batalla con adarga y espada listo para desarmar tiranos: la primera, ser de derechas; y en segundo lugar, tener un pie en el otro barrio. El cubano sólo cumplía la segunda. Y tal era su grado de seguridad e impunidad que llegó a sentenciar cual Guevara en flor: «soy revolucionario y moriré siéndolo». Por lo que así sería. El 31 de mayo de 2006, el tísico revolucionario Fidel Castro le pasaba las llaves de la Isla a su hermano, Raúl Castro, convirtiéndose en el nuevo Jefe de Estado de la Isla de Cuba. Nada cambiada, salvo una cosa: Fidel Castro ya no era Jefe de Estado en activo. Como al niño que explota el dolor de muelas durante una semana para no ir al colegio, a Garzón se le acabaron las excusas y los salvoconductos para no imponer su afamada Justicia Universal en la Isla de Transilvania. Era el momento oportuno para aterrizar con una ristra de ajos en una mano y una estaca de madera en la otra a fin de atrapar a ese Vlad Tepes inválido y arrugado como una pasa de Corinto que tanto seguía haciendo sufrir. Pero lo que era por entonces mera hipótesis que serpenteaba por los pasillos de los órganos judiciales, acabó por convertirse en teoría cabal y empírica. A saber: Garzón sólo estaba dispuesto a ponerle el cascabel a los felinos de derechas. Para él, la sangre derramada, los niños huérfanos, las viudas condenadas al dolor y la ausencia, la violación de los Derechos Humanos así como la falta de libertad, sólo eran dignos de atender cuando los llevara a cabo un ancianito en retirada -o fallecido- y con mano diestra. De nada importaban las continuas denuncias de Human Rights Watch o el Consejo de Relatores de Derechos Humanos de Cuba, con presos embadurnados en excrementos para no ser violados, como sí hacían con muchas de las mujeres, mientras otros eran encerrados y torturados en jaulas con el famoso método Shakira -como denuncia el CRDHC- consistente en atar al preso con sus miembros retorcidos por el cuerpo en posiciones imposibles. Agua de borrajas. Fidel Castro seguiría gozando de su retiro caribeño con la conciencia tranquila, como si hubiera sido el mismísimo Fray Bartolomé de las Casas caribeño y no un asesino liberticida.
Atrincherada entre Camerún, Gabón y el Congo, se halla la minúscula Guinea Ecuatorial, el país más corrupto del Mundo después del Congo, según el FMI. Un país que invierte el 1% en sanidad, pese a recibir 3.000 millones de dólares por la explotación petrolífera, de los cuales más del 90% acaban en la cuenta personal del octavo hombre más rico del mundo: Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial desde 1979, tras el Golpe de Estado que derrocó a su propio tío, Macías Obiang, y cuyas elecciones dizque democráticas viene ganando desde entonces con el 99,5% de los votos emitidos. A Teodoro Obiang no sólo se le atragantó el poder de su tío, sino sus propias vísceras. De él se dice que se come a sus opositores políticos, su tío Macías incluido, de acuerdo a ciertos rituales religiosos de Guinea, Congo, Nigeria o Camerún, impuesto por hechiceros y brujos que creen que al alimentarse de los rivales se adquiere la fuerza y sabiduría de éstos. A Obiang se le atribuyen más de cien crímenes contra adversarios políticos, al margen de la plúmbea represión llevada a cabo contra el pueblo guineano, uno de los más pobres de Africa. Obiang enlaza directamente con la ristra interminable de dictadores africanos que, desde la descolonización, vienen imponiendo el famoso «socialismo africano» de los Nyerere, Kenyatta, Nkrumah, Sekou Toure y compañía.
Escondido en Toledo se hallaba el periodista y líder del opositor Partido del Progreso de Guinea Ecuatorial, quien ratificó la teoría del canibalismo del Presidente de Guinea Ecuatorial. «Si un día me muero y mi cadáver lo llevan a Guinea para darme sepultura, sé que mandará desenterrarlo para comerme, y no precisamente a la parrilla, sino crudo», dijo el opositor del Ed Gein africano. Por ello, sabedores de la imposibilidad de exigir justicia en su propia tierra, el letrado Fernández Goberna dio el aldabonazo a las puertas de la Audiencia Nacional para exigir Justicia Universal. El bueno de Goberna ya sabía cómo se las gastaban los chicos de la Audiencia, pues tiempo atrás mantuvo un duelo a espadas con los jueces de la misma después de que le denegaran por activa y por pasiva las distintas querellas presentadas contra el vecino Hassan II, responsable de la muerte y desaparición de 60.000 personas. Al igual que con Fidel Castro, la razón del juez Garzón fue la de la inmunidad de Hassan II como Jefe de Estado en activo. Por ello, el rey alauí pudo ser enterrado en 1999 sin habérselas visto con esa Audiencia Nacional que nada tenía de audiencia y poco de nacional, pues era más importante imponer justicia a 14.000 kilómetros de distancia que en la propia España y su patio trasero, Marruecos.
Así que, con estas cartas en la baraja, se dispuso Fernández Goberna a denunciar a Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, Presidente de Guinea Ecuatorial; Teodorín Nguema Obiang, ministro de Bosques e hijo del Obiang canibal; Armengol Ondo Nguema, tío de Teodorín y director general de la Seguridad Nacional; y al ex ministro del Interior, Julio Ndong Ella Mongue, acusados todos ellos de genocidio. El caso cayó en el Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, templo de Baltasar Garzón. La razón para proceder al archivo de la denuncia fue la de siempre: «Al menos uno de los denunciados es jefe de Estado y goza del derecho a la inmunidad». Al menos uno. Fernández Goberna, agotado de ver cómo Garzón interpretaba las leyes según soplara el viento, recurrió el auto de archivo alegando que «nos oponemos a que la figura de Obiang se emplee como paraguas que abarque a otros para amparar un delito de genocidio, de torturas y de desaparición de personas, delito éste último que no prescribe, pues cada día que la persona desaparecida sigue sin dar señales de vida y sus familiares y amigos continúan con su búsqueda, el delito en lugar de desaparecer, se renueva». Garzón, haciendo suyo el pensamiento de Maquiavelo de estar «dispuesto a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal, caso de necesitarlo», metió sus pies en el tiesto del mal a fin de seguir medrando social y profesionalmente a fuerza de perseguir las dictaduras diestras y no tocar las zurdas, esas a las que tanto se les acariciaba el lomo desde occidente. Por tanto, acabó por hacer una pelota de papel con el recurso de Fernández Goberna y anotarse otro triple en su papelera. La familia Obiang, una de las más sanguinarias del último siglo de Africa, seguiría haciendo fortuna en la pequeña Guinea mientras parasitaba a una población de apenas un millón de habitantes que sobrevive con menos de dos dólares al día.
En junio de 2006, Marcos Carmona, presidente de la Comisión Permanente de Derechos Humanos, presentó una denuncia contra ex dirigentes sandinistas, entre ellos el por entonces presidenciable Daniel Ortega. Las acusaciones, de genocidio y crímenes de lesa humanidad contra indígenas misquitos, abarcaban un total de 64 asesinatos, 13 torturados y 15 desaparecidos. Por entonces, el embajador de Nicaragua, Reinaldo Velázquez, ya le había sacado los colores al juez Garzón, al preguntarle públicamente en la Organización de Estados Americanos, en Washington: «Señor Garzón, ¿debemos esperar de usted que persiga con el mismo celo que lo hizo con los militares argentinos y chilenos a otros violadores de derechos humanos, como Fidel Castro en Cuba o Daniel Ortega en mi país, Nicaragua, dos individuos que han atropellado los derechos humanos desde hace décadas y están condenados por las Naciones Unidas y la Corte Iberoamericana?». Como la escena final de una película tantas veces vista, las razones esgrimidas por el charrán de Garzón para no hacerse con el caso ya podemos presuponer cuáles fueron. Y así fue. El Capitán Planeta también se negó a impartir justicia en el país centroamericano.
«Soy un hombre conocido por su sentido del humor, pero me da la sensación de que ahora afronto la vida de otra manera, como un enfermo que se ha curado, pero al que se le tuerce el gesto con las bromas. Porque todo esto ha dolido mucho [...] Yo no le guardo rencor a nadie, pero le debo una experiencia como esta a Baltasar Garzón». Quien así hablaba no era una víctima de ETA, ni del castrismo, ni un resurrecto desenterrado en Guinea Ecuatorial por Teodoro Obiang para hacer hamburguesas con él. Se trataba de Miguel Durán Campos, abogado y empresario bilbaíno que presidió la ONCE y Telecinco, entre otras. Ciego desde los once años, era más que conocido por su sentido recto de la justicia, sus brillantes exposiciones y un carácter alegre y vivo. Hasta que se le cruzó en el camino el juez Baltasar Garzón dispuesto a pasarle por encima como si de una manada de bisontes americanos se tratara. Era 1998 y Garzón le acababa de imputar un delito de fraude fiscal. De la noche a la mañana, a Miguel Durán le embargaron sus bienes, le pidieron catorce años de cárcel, cien millones de fianza y otros cien de multa. «Con cuarenta años que tenía y con una trayectoria dicen que brillante... Estaba en la flor de la vida y, de golpe y porrazo, vienen unos sheriffs justicieros y...». Siendo Garzón el patrón del barco, no costaba imaginarse el desenlace. Después de diez años de procesos, cien mil folios instruidos, una familia destrozada y un honor arrugado como una aljofifa de limpiar ventanas, la Sección Primera de lo Penal de la Audiencia Nacional absolvió a Miguel Durán Campos de todos los delitos de los que se le acusaba. El sumario, instruido por el juez Baltasar Garzón, aseguraba que Durán y siete empresarios más elaboraron «un entramado jurídico-empresarial ficticio» para encubrir la violación de las leyes de televisión privada por las cuales una empresa extranjera no podía tener más del 25% del total de la empresa española, acusando a Finnivest, cuyo accionista principal era la ONCE, de poseer el 80% de Telecinco. El fin de Garzón no era otro que el de elaborar uno de sus macrosumarios arrimándose al árbol que más sombra mediática pudiera darle. Vanidad de vanidades. Así, hilvanó el Caso Telecinco hasta llegar a Silvio Berlusconi, acusado de seis delitos fiscales y otros seis de falsedad documental, para quien pedía veinte años de cárcel. Sin embargo, la presa se le escapó de entre las manos como se escapa un puñado de arena, ya que en 2001 fue nombrado Primer Ministro de la República de Italia, adquiriendo así la inmunidad parlamentaria y por lo cual el proceso quedó suspendido. Cinco años después, pese a seguir siendo miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo Europeo, Garzón levantó la suspensión a Berlusconi por el caso Telecinco. Nada que ver con el dictador Castro, Santiago Carrillo y la ristra interminable de asesinos de izquierdas, a quienes, bajo el paraguas de la inmunidad, cubrió hasta que, abandonado el cargo presidencial, los dejara escapar como quien devuelve al río a la trucha recién pescada. A Berlusconi, empresario y político orgullosamente de derechas, no pensaba soltarle el anzuelo de la boca. Lejos de justificar sus tropelías, caso de existir, lo que quedaba claro era el doble rasero de Garzón, al presumir encantado de sí mismo ante los medios de haber sido el único juez capaz de hacer declarar por partida doble al mismísimo César Berlusconi, mientras un buen puñado dictadores de izquierdas se iban de naja. Una vez hecha la foto, lo de menos fue la justicia. Igual que nada importaba el daño causado a inocentes como Miguel Durán o López de Coca. Silvio Berlusconi volvió a la política, a sus velinas y a su fanfarronería burda del lechero que deja de ordeñar vacas por que aprende a hacer quesos.
Años después, al juez Garzón le abrieron tres procesos distintos, acusado de prevaricarión y haber cometido un delito de cohecho impropio. La Sala de pleno del Tribunal Supremo decidió apartar a Garzón durante once años por prevaricar al autorizar las escuchas del Caso Gurtel. La sentencia, plagada de referencias a los Derechos Humanos que el juez de Torres violó, dejaba claro por unanimidad que un personaje de esa ralea no cabía en un mundo como el de la Justicia ya que, precisamente, el fin no ésta no es otro que el de hacer valer y respetar las normas de un Estado de Derecho. La sentencia exponía que Garzón se valió de métodos más propios de los regímenes totalitarios, además de recordar que a la verdad no se puede llegar a cualquier precio, obviando que en un Estado de Derecho, hasta el mismísimo Monstruo de Amstetten tiene derecho a una defensa justa. Con el tiempo, de nuevo la sala del Supremo exoneraba a Garzón por el caso de los cobros del Santander, advirtiendo que los delitos de cohecho habían prescrito, pues pasaron los dos años preceptivos desde la última denuncia, pero dejando claro que el delito existió. «Una censurable estrategia de persuasión», añadía el auto de inadmisión, lo que no hacía sino ensanchar el ojo de la aguja por el que colar al orondo Garzón, ya que el delito de extorsión -que es lo que se sustrae del auto que existió- no prescribía hasta tres años después. Pero aceptando pulpo como animal de compañía, no quedó otra que acatar. Pendiente quedaría por resolver el asunto del franquismo, el más ruidoso. Nada que decir. Visto lo visto del pasado más reciente del juez Garzón, cada uno podrá resolver sus propias dudas y afianzar sus certezas. Pinochet, Carrillo y Franco, compartiendo una Ley de Amnistía, unos delitos de genocidio que se aplican de acuerdo al origen del viento, unas querellas arrojadas a la papelera y otras tratadas con mimo y delicadeza de madre primeriza. Sobra explicar de nuevo los motivos de la más que flagrante prevaricación del Capitán Planeta, ese que, hoy por hoy, podemos considerar ex juez oficialmente, un castigo que llega tarde aun siendo temprano. Pocos lo recordarán como el juez que le perdonó la vida a los dictadores de izquierdas; ese que hizo aquel sonoro ridículo con el ácido bórico y del que hasta los medios más zurdos hicieron sangre; que llegaba en helicóptero a los registros de la Operación Nécora, aquella que sentó a cincuenta personas en el banquillo y que, como hileras de hormigas, fueron abandonando la Audiencia Nacional tal y como llegaron; que ordenó el asaltó al buque Privilege convencido de que portaba cinco toneladas de droga, con un ejército de los GEO, un buque de la Armada, un helicóptero del Ejército del Aire y veinte agentes del servicio de Aduanas, sin hallar un sólo gramo de cocaína; ese que goza de un bosque de más de dos mil árboles a las afueras de Jerusalén con su propio nombre, después de que, empeñado en alcanzar el Nobel de la Paz a base de castigar a Israel, le aconsejaran en el Consejo Mundial Sionista que le diera la vuelta a la tortilla si de verdad quería tal premio, pasando por arte de birlibirloque a ser un auténtico admirador de Israel; ese que trató de meter en la cárcel a Kissinger y González para después gastarse cinco mil dólares invitándolos a cenar; ese que, tras perseguir a ETA hasta el punto de cerrar por primera vez en democracia un periódico, se unió al bando de los genuflexos hasta declarar durante los Diálogos Trasatlánticos que había que contemplar la entrega de Navarra al País Vasco y el derecho a la autodeterminación; ese que escondió en el cajón los papeles del Caso Faisán y apartó a la Guardia Civil del mismo para no estorbar en el «proceso de paz» de Zapatero; ese a quien la Comisión de Calificación del Consejo General del Poder Judicial le dejó claro cuando aspiró a ser Presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que «carecía de preparación» al no haber actuado en órganos judiciales colegiados ni poder aportar una sola sentencia dictada en este tipo de tribunales; ese demócrata de la cruz a la bola que exclamó que «a mí todavía, en este país, no hay nadie que tenga cojones para quitarme el puesto de presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional». Todo esto, y más, es el legado que nos deja Fernando Baltasar Garzón Real.
Un juez que lo quiso ser todo: hombre-bala y cañón; elefante y domador; el payaso de las bofetadas, el tonto y también el listo y espigado. Al final, lo que queda no es más que un pobre ejecutivo circense, experto en esa vida nómada, gitana, de ir con la música y la carpa de puerto en puerto, de pueblo en pueblo, ganándose las sonrisas de pequeños y grandes con sus números de prestidigitación y sus paseos por la cuerda del funambulista. Acabada la fiesta, destensadas las cuerdas, desarboladas las carpas multicolores, enjauladas las fieras, y en carretera las caravanas, no queda más que la nada: un solar de albero y matojos donde un día se representó una función sin otra finalidad que la de entretener. Esa, y no otra, es la nada del Circo de Garzón. El juez que se sirvió de la justicia para hacer política, y de ésta para hacer teatro de barraca. Las luces se han apagado. Hasta la próxima feria, Dios mediante.
lunes, 6 de febrero de 2012
GARZÓN Y LA PUERTA DE BARBA AZUL
Como en el cuento popular Barba Azul, en el que el berrendo barbudo le advierte a su mujer que no abra la puerta que esconde los cadáveres de sus anteriores esposas y que, naturalmente, ésta acaba abriendo, cabría advertirle de igual a todos esos corderitos con más canas que decoro que andan balando por las calles de nuestro país a razón de los juicios a Garzón, que no se prestasen a abrir la cancela del patio trasero del franquismo y demás causas abiertas, pues corren el riesgo de darse de bruces con una auténtica sentina. Claro que ya sabemos lo que ocurre cuando se le advierte al crío que no meta los dedillos en el enchufe: no dejará de hacerlo hasta ver sus falanges negras como hollines de chimenea. Y como resulta que la vejez es una infancia con conciencia de muerte, que dijera el pobre Joaquín de Unamuno, en esas andan los nostálgicos abuelitos, jugando como niños a buenos y malos a falta de zanjas y hormigoneras que contemplar.
Lo visto a lo largo de estas últimas semanas por parte de los alabarderos sindicalistas y los ya conocidos abajofirmantes -con la consabida columna del IMSERSO haciendo racimo- viola las más elementales normas de higiene intelectual y sentido cívico. Un retorno a Atapuerca sin billete de vuelta, un ramoneado de meninges, un brochazo sepia sin gotelé ni artificios estéticos. Pura caverna sin luces. Y es que la principal diferencia entre el mundo de Mowgli y un Estado de Derecho moderno es que, en el primero, prevalece la ley de la selva y, en el segundo, la Ley a secas, sin adjetivos ni aderezos mayores. Por ello, atacar indiscriminadamente a salas completas del Tribunal Supremo llamándolas «franquistas», tal y como venimos contemplando semanas atrás, no deja de ser cuando menos sintomático y nos perfila el tipo de sociedad al que aspira semejante tropa de drungarios, oxidados como viejos soldaditos de plomo recién salidos del trastero.
Comenzaron abriendo salvas de cañón a raíz del primero de los juicios a Garzón, el referente a las escuchas ilegales a los abogados de imputados en la trama Gürtel mientras se entrevistaban con sus clientes en los locutorios de prisión. Unas escuchas que la Ley sólo contempla bajo supuestos de terrorismo y con autorización de un juez, por la inexcusable razón de que puede existir un riesgo para la vida de terceras personas. Pero ocurre que Garzón, como San Cristóbal, se halla encomendado desde las alturas a cumplir esa suerte de misión divina por la cual ha de llevar sobre sus hombros el peso del mundo, con sus vicios y pecados, a fin de vadear el río aun tanteando las piedras y conducirnos a la otra orilla, la santa y proba. Y así, tropezando con sus propios vicios y charcos, se echó sobre los lomos, cual acémila de carga, plomizas gavillas de cizaña, prostituyendo derechos y garantías a fin de coger con las manos en el maíz a quienes se disponían a esconder las ganancias del pillaje bajo una piedra allá por los Alpes suizos. Un hecho que le llevó a tropezar con el rabo durante el juicio, reconociendo, primero, que había ordenado las escuchas como medida profiláctica y, segundo, que de nada sirvieron, puesto que se encargó de pasarlas por el tamiz para que los derechos a la defensa no se viesen vulnerados. Algo que los propios policías negaron, al dejar claro que no se les dio ningún tipo de instrucción respecto a la criba que tendrían que realizar con las grabaciones. Es por ello por lo que Jose Antonio Choclán, abogado de Correa, llegó a apostillar durante su intervención que «la Ley no permite relativizar los derechos constitucionales de los ciudadanos en función de quiénes son o de la gravedad de los delitos que se le imputan», que es lisa y llanamente lo que hizo el juez de Torres. Y es que el bueno de Garzón, además de compartir con el Bien lo mismo que el chile con el merengue, es torpe como una gallina atada. Ya puestos a reconocer que es capaz de violar la Ley si de atrapar a una legión de chorizos horteras se trata, ¿qué mejor manera de persuadirlos y hacerlos cantar que recurriendo a las astillas de cáñamo bajo las uñas y demás métodos chekistas? Si el fin justifica los medios, pues hasta el fin con ellos. Sin embargo, y según parece, el resto de compañeros de gremio no lo ve tan así. Ni cheka ni Gran Hermano. La Santa Ley en la mano para todos por igual, como si de las tablas de Moisés se tratara. Es por ello que se le acusa de prevaricación y delito contra las garantías constitucionales, al negarle el derecho a una defensa justa a los acusados en una burda y garbancera aplicación de la justicia de Peralvillo.
Pero como el vicio alimenta al vicio, en menos de una semana se vio de nuevo sentado en el banquillo por la que es su auténtica perdición glotona: el dinero. La segunda de las causas abiertas contra el juez Baltasar Garzón fue la referente al cobro de «generosos patrocinios» de bancos y empresas que «habían sido testigos o imputados en procedimientos instruidos por el propio Garzón». De esta manera, haciéndose valer de su condición de juez, se enriqueció personalmente de manera indirecta a través de los patrocinios que reclamaba para sus seminarios en la Universidad de Nueva York. Entre las empresas y bancos se encontraban el Banco Santander, BBVA, Endesa o Repsol. Según el juez Marchena, el bandolero Garzón rebosó sus escarcelas con más de dos millones y medio de dólares. Además, subraya con trazo grueso que no sólo se enriqueció a través de los patrocinios cobrados indirectamente al clásico estilo «mamá, dame un euro para el pan y cincuenta céntimos me los gasto en gominolas», sino que también cobró a través de retribuciones en especie. Tal es el caso del pago de la matrícula de su hija en la Escuela Internacional de las Naciones Unidas, por un importe de más de veinte mil dólares y que el Banco Santander, cual Médicis, puso a disposición del Centro Rey Juan Carlos, adscrito a la Universidad de Nueva York. Por ello, se le acusa de cometer un delito de cohecho impropio.
Con todo, resulta que el Tribunal Supremo anda convertido en una suerte de Dicasterio Fascista empeñado en condenar a Garzón y apartarlo de la judicatura. Fue, sin embargo, la sala de pleno y uno de sus buenos amigos, Luciano Varela, impulsor de la plataforma progresista Jueces para la Democracia, quienes sentaron al otrora dueño y señor del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón. Y es éste juicio, el referente a la causa contra el franquismo, el que más que cualquier otro ha puesto en pie de guerra a los abuelitos nostálgicos y montoneros de la izquierda de la izquierda. El clímax llegó cuando más de seis mil personas se manifestaron sobre el anfelio del Supremo, entre gritos, gañidos, rebuznos y relinches de todos los colores, pero siempre con ese rebozo cavernícola y atávico del que juega a la guerra sin guerra. Dos cosas quedaron claras por encima de todas. Por un lado, que en el momento que la justicia no le peina las canas a los allí atrincherados ni los invita a una sesión de sauna y masaje tántrico, todos, es decir, todos y cada uno de los jueces que se pronuncien en contra de su voluntad, automáticamente son arrastrados al muladar de los apestados, convertidos en siervos de la gleba franquista. Y por otro lado, que tal y como advirtiera Malraux, «aquel que ha trabajado en hacer la revolución ya no puede dedicarse a otra cosa en su vida». Lo de los revolucionarios de chichinabo allí alzados lo ratifica, al tiempo que demuestra el maniqueísmo tan anacrónico que muchos siguen siendo capaces de portar sobre su espalda. O con nosotros o en nuestra contra. No cabe más, por más que la Ley sea diáfana en este sentido concreto.
Y es ésta, la Ley, la que los jueces andan dispuestos a aplicar con escrúpulo y mimo de reparador de relojes. Una Ley que otros muchos arrojan por la borda por un simple criterio de rentabilidad ideológica a fin de ganar, mirando por el retrovisor, lo que en su día se perdió y cuyas heridas ya se encargaron de cerrar sus propios camaradas con la Ley de Amnistía de 1977, de la que nada más y nada menos que Marcelino Camacho llegó a decir: «[...] Nosotros, precisamente, los comunistas que tantas heridas tenemos, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Hemos pedido amnistía para todos, sin exclusión del lugar en el que hubiera estado nadie». Una Ley que suscribieron desde Carrillo a La Pasionaria, pasando por Benegas, Triginer o Arzallus, hasta completar los 296 congresistas que votaron a favor de pasar página y caminar de la mano hacia una Transición democrática medianamente higiénica y salubre.
Ocurre, sin embargo, que la maldad solo es superada por la estupidez. Y sólo bajo el paraguas de la estupidez más mala y la maldad más estúpida se puede tratar de abrir una Causa General contra una etapa ya cerrada -que no es otra cosa lo que buscó Garzón- a fin de reabrir las heridas. No obstante, puestos a sacar las palas y cepillos de arqueólogo, sería conveniente sacar a la luz algunas de las criaturas que el propio Garzón enterró con sus manos. Nos vamos hasta finales de la década de los noventa. La Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, en el que se llevaron a cabo entre dos mil y cinco mil fusilamientos, niños incluidos, presentó una querella criminal contra uno de sus responsables, Santiago Carrillo, quien por entonces, como ahora, se dedicaba a la noble tarea de pasearse por la SER y otros medios dando clases de Historia y Política, mientras se fumaba sus tres paquetes de Ducados. La querella, como es previsible e incluso justificado, fue rechazada por Garzón, aludiendo a que «no puede dejarse de llamar la atención frente a quienes abusan del derecho a la jurisdicción para ridiculizarla y utilizarla con finalidades ajenas a las marcadas en el artículo 117 de la Constitución Española y los artículos 1 y 2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, como acontece en este caso [...], los preceptos jurídicos alegados son inaplicables en el tiempo y en el espacio, en el fondo y en la forma a los [hechos] que se relatan en el escrito y su cita quebranta absolutamente las normas más elementales de retroactividad y tipicidad». Obvio. Los delitos, caso de existir, estarían amnistiados en base a la Ley de Amnistía, la cual impide que se juzguen delitos con intencionalidad política anteriores a diciembre de 1976.
Ya en 2006, distintas asociaciones de recuperación de la memoria histórica presentaron una serie de denuncias exhortando a la Justicia que investigase la desaparición de personas durante la Guerra Civil y la Dictadura. El juez Baltasar Garzón se encargaría de las diligencias previas, quien al poco tiempo dejó el caso enterrado en el cajón hasta que las distintas asociaciones le devolvieron el zurriagazo. El juez Luciano Varela, no obstante, recalcó que «la investigación criminal debe iniciarse dentro de la jurisdicción ordinaria por el juzgado de instrucción territorialmente competente». Tiempo después, en junio de 2008, Garzón encendería la mecha del procedimiento a sabiendas que el Ministerio Fiscal le advirtió de su falta de competencia para investigar los hechos denunciados. Los ministerios del Interior y Defensa, el Archivo Histórico Nacional, el Archivo General de la Guerra Civil, la Abadía del Valle de los Caídos, la Delegación de Patrimonio Nacional en San Lorenzo del Escorial y el Centro Documental de la Memoria Histórica fueron requeridos para identificar y localizar a las personas desaparecidas, todo ello sin haber asumido aún la competencia para la investigación, por lo que, lisa y llanamente, se puso la venda antes que la herida.
Finalmente, en octubre del mismo año, arrogancia de arrogancias, el juez Garzón decidió asumir su competencia en la investigación de los crímenes del franquismo, afirmando que «existió un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos» que podrían calificarse como delitos de lesa humanidad. Pero sabedor de que ello no le bastaría para que la Audiencia Nacional se arrogara la competencia, tendió un puente flotante entre los crímenes del franquismo y su origen en el Golpe de Estado de 1936, como delito contra la forma de Gobierno y ante lo cual sí tendría competencia la Audiencia Nacional. Un ejercicio de hilanderas y tejedoras que podría llevarnos hasta Covadonga y juzgar por tanto a los sarracenos si quisiéramos. Y tan mal estuvieron trenzadas las hebras que Varela no tuvo más remedio que advertirle que el delito de lesa humanidad no podia ser aplicable, al estar sólo aplicable desde 2004, por lo que tendría que juzgar retroactivamente, lo que en un juez es tanto como prevaricar con intención clara y firme de hacerlo. Añadía, además, que «la prescripción en los delitos permanentes opera desde que se elimina la situación ilícita, por lo que, una vez liberada o asesinada la persona, el delito prescribe». Finalmente, subrayaba Luciano Varela lo que, sin lugar a dudas, se convertiría más adelante en la columna vertebral del futuro juicio a Garzón: «la Ley de Amnistía es plenamente aplicable en estos juicios». Mate ahogado, que diríase en el ajedrez.
Y es que la asociación Manos Limpias presentó una querella contra Garzón al considerar que prevaricó negligentemente que sí fue admitida a trámite. Tan es así que es por ello por lo que hoy se halla sentado en el banquillo del Tribunal Supremo, al cometer una prevaricación como la Catedral de Burgos con nocturnidad, alevosía, allanamiento de morada y tantos agravantes como existan en el globo. Vamos, que fue a por lana y volvió trasquilado. La simiente de toda esta maraña de desmanes e interpretaciones subjetivas de la ley vigente se halla en el hecho mismo de admitir una denuncia vía penal, es decir, mediante una querella criminal, lo cual conduciría inexorablemente, cualesquiera que fuese el ardid utilizado, a violar la Ley de Amnistía o tratar de juzgar retroactivamente. El colmo del ridículo llegó cuando Garzón, durante la vista oral del pasado lunes, llegó a declarar con su voz de eunuco y esa pose hierática del que se sabe por encima del bien y del mal que las detenciones y asesinatos cometidos durante el franquismo fueron «simples hechos delictivos». Garzón, cayendo en el esperpento, demostró que lo que mal empieza, mal acaba. La metedura de pata, consciente o no, hizo que muchos de los medios de comunicación se troncharan a mandíbula batiente a la mañana siguiente, pues conocido era el afán del juez Garzón por hacer una Causa General del franquismo sin desmochar su intencionalidad política. Tanto es así, que en su auto de 2008 recogió que su competencia para instruir la causa se hallaba en la «desaparición forzada y eliminación física de personas por motivos políticos e ideológicos»; pero ahora, por Abracadabra y cuerno de unicornio, los crímenes del franquismo se convierten en «simples hechos delictivos». De igual que ocurre con el que pisa un chicle, que más mancha conforme más intenta caminar y despegárselo, le ha ocurrido al súper juez de Torres, cayendo de barrizal en barrizal por vulnerar a sabiendas la Ley establecida. Al negar el carácter político a fin de esquivar la Ley de Amnistía, ocurre que sólo le quedaría como agarradera el delito de lesa humanidad que, como ya se ha denunciado, implicaría juzgar retroactivamente -pecado capital- al estar tipificados como tales únicamente los delitos cometidos a partir de 2004. Por más que corra la liebre, una vez escondida entre las zarzas, solo es cuestión de esperar a que salga con las orejas gachas y dispuesta a entregarse. Y en esas anda.
Claro que los abuelitos nostálgicos, así como el artisteo y el resto de la claque política siempre seguirán viendo en el juicio a Garzón una cacería contra quien, simplemente, quiso desenterrar a los padres o abuelos de unos familiares que, evocando al corazón y los sentimientos, se ganaron al resto de asociaciones y masa social, olvidando que las leyes no entienden de entrañas ni almíbar, por suerte. Un mundo, el de las leyes, que han tratado de convertir los artistas en un auténtico campo de Agramante, con esa manifestación en la que el poeta Luis García Montero finalizó recitando un poema por él escrito en el que casi que lloraba, mientras las plañideras se desgarraban las vestiduras, y que nos decía: «porque son malos tiempos / porque los tribunales / se han sentado a cenar en la mesa del rico». Broma macabra, cuando quien de verdad pasó el cepillo por la parroquia de los ricos fue el mismo Garzón cuya figura lustran, al igual que todos esos artistas bañados en oropeles y sindicalistas de profesión que se dejaron la voz en los alrededores del Supremo. Ya puestos a recurrir a la poesía, podrían haber acertado con mayor elegancia de recurrir a uno de nuestros grandes de verdad, Quevedo, y su soneto A un juez de mercadería: «[…]El humano derecho y el divino / cuando los interpretas los ofendes, / y al compás que la encoges o la extiendes, / tu mano para el fallo se previno. / No sabes escuchar ruegos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos. / Pues que de intento y de interés no mudas, / o lávate las manos con Pilatos / o, con la bolsa, ahórcate con Judas». Puestos a abrir la puerta que esconde los cadáveres y las pestes del pudridero, como la esposa de Barba Azul, pues saquemos hasta la canción.
Lo visto a lo largo de estas últimas semanas por parte de los alabarderos sindicalistas y los ya conocidos abajofirmantes -con la consabida columna del IMSERSO haciendo racimo- viola las más elementales normas de higiene intelectual y sentido cívico. Un retorno a Atapuerca sin billete de vuelta, un ramoneado de meninges, un brochazo sepia sin gotelé ni artificios estéticos. Pura caverna sin luces. Y es que la principal diferencia entre el mundo de Mowgli y un Estado de Derecho moderno es que, en el primero, prevalece la ley de la selva y, en el segundo, la Ley a secas, sin adjetivos ni aderezos mayores. Por ello, atacar indiscriminadamente a salas completas del Tribunal Supremo llamándolas «franquistas», tal y como venimos contemplando semanas atrás, no deja de ser cuando menos sintomático y nos perfila el tipo de sociedad al que aspira semejante tropa de drungarios, oxidados como viejos soldaditos de plomo recién salidos del trastero.
Comenzaron abriendo salvas de cañón a raíz del primero de los juicios a Garzón, el referente a las escuchas ilegales a los abogados de imputados en la trama Gürtel mientras se entrevistaban con sus clientes en los locutorios de prisión. Unas escuchas que la Ley sólo contempla bajo supuestos de terrorismo y con autorización de un juez, por la inexcusable razón de que puede existir un riesgo para la vida de terceras personas. Pero ocurre que Garzón, como San Cristóbal, se halla encomendado desde las alturas a cumplir esa suerte de misión divina por la cual ha de llevar sobre sus hombros el peso del mundo, con sus vicios y pecados, a fin de vadear el río aun tanteando las piedras y conducirnos a la otra orilla, la santa y proba. Y así, tropezando con sus propios vicios y charcos, se echó sobre los lomos, cual acémila de carga, plomizas gavillas de cizaña, prostituyendo derechos y garantías a fin de coger con las manos en el maíz a quienes se disponían a esconder las ganancias del pillaje bajo una piedra allá por los Alpes suizos. Un hecho que le llevó a tropezar con el rabo durante el juicio, reconociendo, primero, que había ordenado las escuchas como medida profiláctica y, segundo, que de nada sirvieron, puesto que se encargó de pasarlas por el tamiz para que los derechos a la defensa no se viesen vulnerados. Algo que los propios policías negaron, al dejar claro que no se les dio ningún tipo de instrucción respecto a la criba que tendrían que realizar con las grabaciones. Es por ello por lo que Jose Antonio Choclán, abogado de Correa, llegó a apostillar durante su intervención que «la Ley no permite relativizar los derechos constitucionales de los ciudadanos en función de quiénes son o de la gravedad de los delitos que se le imputan», que es lisa y llanamente lo que hizo el juez de Torres. Y es que el bueno de Garzón, además de compartir con el Bien lo mismo que el chile con el merengue, es torpe como una gallina atada. Ya puestos a reconocer que es capaz de violar la Ley si de atrapar a una legión de chorizos horteras se trata, ¿qué mejor manera de persuadirlos y hacerlos cantar que recurriendo a las astillas de cáñamo bajo las uñas y demás métodos chekistas? Si el fin justifica los medios, pues hasta el fin con ellos. Sin embargo, y según parece, el resto de compañeros de gremio no lo ve tan así. Ni cheka ni Gran Hermano. La Santa Ley en la mano para todos por igual, como si de las tablas de Moisés se tratara. Es por ello que se le acusa de prevaricación y delito contra las garantías constitucionales, al negarle el derecho a una defensa justa a los acusados en una burda y garbancera aplicación de la justicia de Peralvillo.
Pero como el vicio alimenta al vicio, en menos de una semana se vio de nuevo sentado en el banquillo por la que es su auténtica perdición glotona: el dinero. La segunda de las causas abiertas contra el juez Baltasar Garzón fue la referente al cobro de «generosos patrocinios» de bancos y empresas que «habían sido testigos o imputados en procedimientos instruidos por el propio Garzón». De esta manera, haciéndose valer de su condición de juez, se enriqueció personalmente de manera indirecta a través de los patrocinios que reclamaba para sus seminarios en la Universidad de Nueva York. Entre las empresas y bancos se encontraban el Banco Santander, BBVA, Endesa o Repsol. Según el juez Marchena, el bandolero Garzón rebosó sus escarcelas con más de dos millones y medio de dólares. Además, subraya con trazo grueso que no sólo se enriqueció a través de los patrocinios cobrados indirectamente al clásico estilo «mamá, dame un euro para el pan y cincuenta céntimos me los gasto en gominolas», sino que también cobró a través de retribuciones en especie. Tal es el caso del pago de la matrícula de su hija en la Escuela Internacional de las Naciones Unidas, por un importe de más de veinte mil dólares y que el Banco Santander, cual Médicis, puso a disposición del Centro Rey Juan Carlos, adscrito a la Universidad de Nueva York. Por ello, se le acusa de cometer un delito de cohecho impropio.
Con todo, resulta que el Tribunal Supremo anda convertido en una suerte de Dicasterio Fascista empeñado en condenar a Garzón y apartarlo de la judicatura. Fue, sin embargo, la sala de pleno y uno de sus buenos amigos, Luciano Varela, impulsor de la plataforma progresista Jueces para la Democracia, quienes sentaron al otrora dueño y señor del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón. Y es éste juicio, el referente a la causa contra el franquismo, el que más que cualquier otro ha puesto en pie de guerra a los abuelitos nostálgicos y montoneros de la izquierda de la izquierda. El clímax llegó cuando más de seis mil personas se manifestaron sobre el anfelio del Supremo, entre gritos, gañidos, rebuznos y relinches de todos los colores, pero siempre con ese rebozo cavernícola y atávico del que juega a la guerra sin guerra. Dos cosas quedaron claras por encima de todas. Por un lado, que en el momento que la justicia no le peina las canas a los allí atrincherados ni los invita a una sesión de sauna y masaje tántrico, todos, es decir, todos y cada uno de los jueces que se pronuncien en contra de su voluntad, automáticamente son arrastrados al muladar de los apestados, convertidos en siervos de la gleba franquista. Y por otro lado, que tal y como advirtiera Malraux, «aquel que ha trabajado en hacer la revolución ya no puede dedicarse a otra cosa en su vida». Lo de los revolucionarios de chichinabo allí alzados lo ratifica, al tiempo que demuestra el maniqueísmo tan anacrónico que muchos siguen siendo capaces de portar sobre su espalda. O con nosotros o en nuestra contra. No cabe más, por más que la Ley sea diáfana en este sentido concreto.
Y es ésta, la Ley, la que los jueces andan dispuestos a aplicar con escrúpulo y mimo de reparador de relojes. Una Ley que otros muchos arrojan por la borda por un simple criterio de rentabilidad ideológica a fin de ganar, mirando por el retrovisor, lo que en su día se perdió y cuyas heridas ya se encargaron de cerrar sus propios camaradas con la Ley de Amnistía de 1977, de la que nada más y nada menos que Marcelino Camacho llegó a decir: «[...] Nosotros, precisamente, los comunistas que tantas heridas tenemos, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Hemos pedido amnistía para todos, sin exclusión del lugar en el que hubiera estado nadie». Una Ley que suscribieron desde Carrillo a La Pasionaria, pasando por Benegas, Triginer o Arzallus, hasta completar los 296 congresistas que votaron a favor de pasar página y caminar de la mano hacia una Transición democrática medianamente higiénica y salubre.
Ocurre, sin embargo, que la maldad solo es superada por la estupidez. Y sólo bajo el paraguas de la estupidez más mala y la maldad más estúpida se puede tratar de abrir una Causa General contra una etapa ya cerrada -que no es otra cosa lo que buscó Garzón- a fin de reabrir las heridas. No obstante, puestos a sacar las palas y cepillos de arqueólogo, sería conveniente sacar a la luz algunas de las criaturas que el propio Garzón enterró con sus manos. Nos vamos hasta finales de la década de los noventa. La Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, en el que se llevaron a cabo entre dos mil y cinco mil fusilamientos, niños incluidos, presentó una querella criminal contra uno de sus responsables, Santiago Carrillo, quien por entonces, como ahora, se dedicaba a la noble tarea de pasearse por la SER y otros medios dando clases de Historia y Política, mientras se fumaba sus tres paquetes de Ducados. La querella, como es previsible e incluso justificado, fue rechazada por Garzón, aludiendo a que «no puede dejarse de llamar la atención frente a quienes abusan del derecho a la jurisdicción para ridiculizarla y utilizarla con finalidades ajenas a las marcadas en el artículo 117 de la Constitución Española y los artículos 1 y 2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, como acontece en este caso [...], los preceptos jurídicos alegados son inaplicables en el tiempo y en el espacio, en el fondo y en la forma a los [hechos] que se relatan en el escrito y su cita quebranta absolutamente las normas más elementales de retroactividad y tipicidad». Obvio. Los delitos, caso de existir, estarían amnistiados en base a la Ley de Amnistía, la cual impide que se juzguen delitos con intencionalidad política anteriores a diciembre de 1976.
Ya en 2006, distintas asociaciones de recuperación de la memoria histórica presentaron una serie de denuncias exhortando a la Justicia que investigase la desaparición de personas durante la Guerra Civil y la Dictadura. El juez Baltasar Garzón se encargaría de las diligencias previas, quien al poco tiempo dejó el caso enterrado en el cajón hasta que las distintas asociaciones le devolvieron el zurriagazo. El juez Luciano Varela, no obstante, recalcó que «la investigación criminal debe iniciarse dentro de la jurisdicción ordinaria por el juzgado de instrucción territorialmente competente». Tiempo después, en junio de 2008, Garzón encendería la mecha del procedimiento a sabiendas que el Ministerio Fiscal le advirtió de su falta de competencia para investigar los hechos denunciados. Los ministerios del Interior y Defensa, el Archivo Histórico Nacional, el Archivo General de la Guerra Civil, la Abadía del Valle de los Caídos, la Delegación de Patrimonio Nacional en San Lorenzo del Escorial y el Centro Documental de la Memoria Histórica fueron requeridos para identificar y localizar a las personas desaparecidas, todo ello sin haber asumido aún la competencia para la investigación, por lo que, lisa y llanamente, se puso la venda antes que la herida.
Finalmente, en octubre del mismo año, arrogancia de arrogancias, el juez Garzón decidió asumir su competencia en la investigación de los crímenes del franquismo, afirmando que «existió un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos» que podrían calificarse como delitos de lesa humanidad. Pero sabedor de que ello no le bastaría para que la Audiencia Nacional se arrogara la competencia, tendió un puente flotante entre los crímenes del franquismo y su origen en el Golpe de Estado de 1936, como delito contra la forma de Gobierno y ante lo cual sí tendría competencia la Audiencia Nacional. Un ejercicio de hilanderas y tejedoras que podría llevarnos hasta Covadonga y juzgar por tanto a los sarracenos si quisiéramos. Y tan mal estuvieron trenzadas las hebras que Varela no tuvo más remedio que advertirle que el delito de lesa humanidad no podia ser aplicable, al estar sólo aplicable desde 2004, por lo que tendría que juzgar retroactivamente, lo que en un juez es tanto como prevaricar con intención clara y firme de hacerlo. Añadía, además, que «la prescripción en los delitos permanentes opera desde que se elimina la situación ilícita, por lo que, una vez liberada o asesinada la persona, el delito prescribe». Finalmente, subrayaba Luciano Varela lo que, sin lugar a dudas, se convertiría más adelante en la columna vertebral del futuro juicio a Garzón: «la Ley de Amnistía es plenamente aplicable en estos juicios». Mate ahogado, que diríase en el ajedrez.
Y es que la asociación Manos Limpias presentó una querella contra Garzón al considerar que prevaricó negligentemente que sí fue admitida a trámite. Tan es así que es por ello por lo que hoy se halla sentado en el banquillo del Tribunal Supremo, al cometer una prevaricación como la Catedral de Burgos con nocturnidad, alevosía, allanamiento de morada y tantos agravantes como existan en el globo. Vamos, que fue a por lana y volvió trasquilado. La simiente de toda esta maraña de desmanes e interpretaciones subjetivas de la ley vigente se halla en el hecho mismo de admitir una denuncia vía penal, es decir, mediante una querella criminal, lo cual conduciría inexorablemente, cualesquiera que fuese el ardid utilizado, a violar la Ley de Amnistía o tratar de juzgar retroactivamente. El colmo del ridículo llegó cuando Garzón, durante la vista oral del pasado lunes, llegó a declarar con su voz de eunuco y esa pose hierática del que se sabe por encima del bien y del mal que las detenciones y asesinatos cometidos durante el franquismo fueron «simples hechos delictivos». Garzón, cayendo en el esperpento, demostró que lo que mal empieza, mal acaba. La metedura de pata, consciente o no, hizo que muchos de los medios de comunicación se troncharan a mandíbula batiente a la mañana siguiente, pues conocido era el afán del juez Garzón por hacer una Causa General del franquismo sin desmochar su intencionalidad política. Tanto es así, que en su auto de 2008 recogió que su competencia para instruir la causa se hallaba en la «desaparición forzada y eliminación física de personas por motivos políticos e ideológicos»; pero ahora, por Abracadabra y cuerno de unicornio, los crímenes del franquismo se convierten en «simples hechos delictivos». De igual que ocurre con el que pisa un chicle, que más mancha conforme más intenta caminar y despegárselo, le ha ocurrido al súper juez de Torres, cayendo de barrizal en barrizal por vulnerar a sabiendas la Ley establecida. Al negar el carácter político a fin de esquivar la Ley de Amnistía, ocurre que sólo le quedaría como agarradera el delito de lesa humanidad que, como ya se ha denunciado, implicaría juzgar retroactivamente -pecado capital- al estar tipificados como tales únicamente los delitos cometidos a partir de 2004. Por más que corra la liebre, una vez escondida entre las zarzas, solo es cuestión de esperar a que salga con las orejas gachas y dispuesta a entregarse. Y en esas anda.
Claro que los abuelitos nostálgicos, así como el artisteo y el resto de la claque política siempre seguirán viendo en el juicio a Garzón una cacería contra quien, simplemente, quiso desenterrar a los padres o abuelos de unos familiares que, evocando al corazón y los sentimientos, se ganaron al resto de asociaciones y masa social, olvidando que las leyes no entienden de entrañas ni almíbar, por suerte. Un mundo, el de las leyes, que han tratado de convertir los artistas en un auténtico campo de Agramante, con esa manifestación en la que el poeta Luis García Montero finalizó recitando un poema por él escrito en el que casi que lloraba, mientras las plañideras se desgarraban las vestiduras, y que nos decía: «porque son malos tiempos / porque los tribunales / se han sentado a cenar en la mesa del rico». Broma macabra, cuando quien de verdad pasó el cepillo por la parroquia de los ricos fue el mismo Garzón cuya figura lustran, al igual que todos esos artistas bañados en oropeles y sindicalistas de profesión que se dejaron la voz en los alrededores del Supremo. Ya puestos a recurrir a la poesía, podrían haber acertado con mayor elegancia de recurrir a uno de nuestros grandes de verdad, Quevedo, y su soneto A un juez de mercadería: «[…]El humano derecho y el divino / cuando los interpretas los ofendes, / y al compás que la encoges o la extiendes, / tu mano para el fallo se previno. / No sabes escuchar ruegos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos. / Pues que de intento y de interés no mudas, / o lávate las manos con Pilatos / o, con la bolsa, ahórcate con Judas». Puestos a abrir la puerta que esconde los cadáveres y las pestes del pudridero, como la esposa de Barba Azul, pues saquemos hasta la canción.
lunes, 23 de enero de 2012
DEL PERDÓN A LAS TAMBORRADAS
Escribió el gigante Jung que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. Y con vida vivida no se refería a esas excursiones a Egipto en régimen de gorra de visera blanca y pantalones cortos de cazador de mariposas; ni se refería a tostarse la piel hasta acabar como granos de café bajo unos rayos de Sol de esos que arañan como espinas de zarzal; ni a uno de esos cruceros horteras que rotulan el Mediterráneo, simple cresta de la ola. A lo que se refería era al fondo, allí donde se mezclan los bajos instintos y la razón, el alma y las entrañas, la miel y la hiel. Ese viaje al centro de uno mismo, al corazón de un Dédalo siempre irresoluto, como uno de esos laberintos de Reims o Amiens.
A Irene Villa le arrancaron las dos piernas en nombre de las ideas. Una bomba lapa le estalló con doce años, mutilando también a su madre, María Jesús González. Con el correr de los años, la buena de Irene se dedicaría de lleno a explorar esa vida vivible que reclamaba Jung. «Si quieres ser feliz durante un día, odia. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona», dijo con esa santimonia suya que le caracteriza. Lejos de respirar por la herida y sacar fuera toda la bilis habida en sus entrañas, obsequió con la indulgencia plenaria a los que quisieron acabar con su vida y la de su madre. Una vida que se halla más cercana a la de Santa Teresa que a la de una ya más que consolidada periodista y escritora. Pero hay más.
Desde mayo, diez víctimas de ETA se han acercado a la cárcel donde se apolillan los que un día mataran a sus esposos, padres o hermanos, al socaire de los programas de encuentros restaurativos del Ministerio del Interior. Víctimas frente a verdugos, cara a cara, sin medias tintas ni taquígrafos. A herida abierta. Los testimonios que recoge el diario El Mundo hielan la sangre, anudan las entrañas, cortan la garganta. «Tú me robaste la adolescencia [...] Yo era alegre y ahora soy una persona triste. Yo era vital y ahora vivo sin fuerzas... Yo ya no soy yo. Soy otro. Y te digo una cosa... Que no me gusto», le dice la víctima al asesino de su padre, mientras éste mengua, como un charco bajo el Sol. Otra víctima de ETA, la hija de un Guardia Civil asesinado, no puede más que con un lacónico y herido «me has jodido la vida». Según un testigo de los encuentros en la cárcel, los asesinos apenas pueden sostener la mirada escudriñadora de sus víctimas. Desarbolados como un velero herido, saben el daño irreparable que han causado. Ya no hay armas ni sentimiento de pertenencia a la tribu con el que engrandecer su apocada figura. Sólo unos ojos que centellean al cruzarse, al igual que dos piedras de sílex que chocan entre sí. «Lo que más siento es no tener a mi compañerito del alma conmigo, que ahora me falta», dice con voz temblorosa la viuda de Jesús Mari Pedrosa, concejal del PP asesinado. A lo que añade: «A mí lo que me mueve es mi fe. Soy muy devota del Sagrado Corazón de Jesús. Pensé: 'Ese chico ha sido muy malo. Si ahora quiere ser bueno, le tengo que ayudar'. Le dije: 'Con esa carita, nadie diría que tienes el haber que tienes'. Gracias a mi fe, el odio no está en mí. Puedo haber sentido rabia, impotencia, puedo haberme hecho preguntas sin respuesta... Pero odiar, no». Un odio enlarvado que sí mantuvo durante años Juan Manuel García Cordero, hijo del delegado de Telefónica García Cordero. Sus palabras retratan el difícil pulso con el que muchas de las víctimas tienen que convivir hasta que encuentran ese hilo de Ariadna que les salve del odio y el rencor. Y ese hilo no es otro que el perdón. «Tras la muerte de mi padre, mi primera fase fue la del odio, un odio nítido, con deseos de venganza. El odio te destruye, te hace daño, lo impregna todo, es terriblemente militante, hay que estar odiando las 24 horas del día, durante años. Así que me di cuenta de que ese odio me estaba destruyendo a mí». Cuenta que el día en que habló con el terrorista que acabó con la vida de su padre, lo primero que hizo nada más salir a la calle fue sentarse sobre el bordillo berroqueño del portal y suspirar, embargado por una sensación de alivio y paz interior al conocer el arrepentimiento del asesino. De repente, se elevó por encima de sí mismo, como en uno de esos Rompimientos de Gloria de las pinturas renacentistas en los que los serafines aparecen por elevación en un plano superior.
Pero ocurre que nunca es fácil descansar en ese punto exacto de reconciliación con uno mismo, allí donde el odio demuda en perdón, paz y tranquilidad. Existe una moneda de cambio, un tributo a exigir al asesino que no siempre está dispuesto a pagar: el arrepentimiento. Son pocos los presos etarras que, aun sin buscar beneficios penitenciarios, se reencuentran consigo mismos tratando de limpiar el sucio reflejo que el espejo les devuelve. La inmensa mayoría se agarran como hienas a su pasado terrorista, pues no ven en sí mismos asesinos, sino activistas políticos, guerreros sin soldada que en su caleidoscópica visión del mundo vasco, optaron por sacrificar su propia vida y humanidad por el tiro en la nuca.
El pasado jueves, el Ayuntamiento de San Sebastián convirtió el día de la ciudad en un infame acto de homenaje a los presos etarras durante la clásica Tamborrada. Lejos de las dolorosas escenas vividas entre las víctimas y los asesinos en Nanclares de Oca, en las que esos que se reían como conejos tras los asesinatos reprimían ahora las lágrimas, la festividad de San Sebastián mostró el lado más desacomplejado del terrorismo, con ese rebozo de provocación y triunfalismo que no hace sino convertir en vergüenza cada uno de esos cetros y escaños que los proetarras ocupan en ayuntamientos y Congreso. Es esa la prueba de la parafina que evidencia cómo sin el arrepentimiento personal del verdugo, el terrorismo no se desprende de su propia naturaleza criminal, sino que, al contrario, la enarbola, la justifica, la engalana. Cada una de estas ceremonias alegres y triunfales es una nueva derrota del Estado de Derecho y un nuevo disparo en la sien de nuestros resortes civiles y políticos. La resolución de un conflicto de esta ralea pasa, irremisiblemente, por ese duelo casi espiritual entre víctimas y verdugos, cara a cara, donde el arrepentimiento despeja el odio y abraza el perdón. Y un perdón pura y estrictamente amurallado tras lo personal, no a fin de obtener beneficios penitenciarios ni réditos políticos. Esa es la única salida posible: la humana. Allí donde el dolor y el arrepentimiento muestren con toda su crudeza a las generaciones venideras que matar ha sido en balde.
Las víctimas, con su perdón y con su sufrimiento, son el auténtico espejo en el que mirarnos, el músculo cardiaco de una sociedad podrida. Son ellos quienes nos enseñan a beldar la paja del trigo, a fin de aliviar el peso de nuestras alforjas. Y ningún lastre tan pesado y difícil de aventar como el del odio y la revancha. Ellos lo hacen a diario, redimiéndonos con su perdón a toda la sociedad. Su grandeza, lisa y llanamente, nos hace pequeños cada vez que miramos a otro lado. Y por cada una de las afrentas y castigos que les regalamos, todos retrocedemos, hasta que, al fin, alcancemos el punto de no retorno. No podemos olvidar que el agua, cuando llega al mar, ya no puede mover molinos. Y como aspas de molino se erigen en Durango las fotos de la vergüenza: esos retratos de aquellos asesinos que, lejos de arrepentirse, nos doblegan con su orgullo asesino. Perdonar no es olvidar, ni mucho menos aceptar el escarnio. Así no.
A Irene Villa le arrancaron las dos piernas en nombre de las ideas. Una bomba lapa le estalló con doce años, mutilando también a su madre, María Jesús González. Con el correr de los años, la buena de Irene se dedicaría de lleno a explorar esa vida vivible que reclamaba Jung. «Si quieres ser feliz durante un día, odia. Si quieres ser feliz toda la vida, perdona», dijo con esa santimonia suya que le caracteriza. Lejos de respirar por la herida y sacar fuera toda la bilis habida en sus entrañas, obsequió con la indulgencia plenaria a los que quisieron acabar con su vida y la de su madre. Una vida que se halla más cercana a la de Santa Teresa que a la de una ya más que consolidada periodista y escritora. Pero hay más.
Desde mayo, diez víctimas de ETA se han acercado a la cárcel donde se apolillan los que un día mataran a sus esposos, padres o hermanos, al socaire de los programas de encuentros restaurativos del Ministerio del Interior. Víctimas frente a verdugos, cara a cara, sin medias tintas ni taquígrafos. A herida abierta. Los testimonios que recoge el diario El Mundo hielan la sangre, anudan las entrañas, cortan la garganta. «Tú me robaste la adolescencia [...] Yo era alegre y ahora soy una persona triste. Yo era vital y ahora vivo sin fuerzas... Yo ya no soy yo. Soy otro. Y te digo una cosa... Que no me gusto», le dice la víctima al asesino de su padre, mientras éste mengua, como un charco bajo el Sol. Otra víctima de ETA, la hija de un Guardia Civil asesinado, no puede más que con un lacónico y herido «me has jodido la vida». Según un testigo de los encuentros en la cárcel, los asesinos apenas pueden sostener la mirada escudriñadora de sus víctimas. Desarbolados como un velero herido, saben el daño irreparable que han causado. Ya no hay armas ni sentimiento de pertenencia a la tribu con el que engrandecer su apocada figura. Sólo unos ojos que centellean al cruzarse, al igual que dos piedras de sílex que chocan entre sí. «Lo que más siento es no tener a mi compañerito del alma conmigo, que ahora me falta», dice con voz temblorosa la viuda de Jesús Mari Pedrosa, concejal del PP asesinado. A lo que añade: «A mí lo que me mueve es mi fe. Soy muy devota del Sagrado Corazón de Jesús. Pensé: 'Ese chico ha sido muy malo. Si ahora quiere ser bueno, le tengo que ayudar'. Le dije: 'Con esa carita, nadie diría que tienes el haber que tienes'. Gracias a mi fe, el odio no está en mí. Puedo haber sentido rabia, impotencia, puedo haberme hecho preguntas sin respuesta... Pero odiar, no». Un odio enlarvado que sí mantuvo durante años Juan Manuel García Cordero, hijo del delegado de Telefónica García Cordero. Sus palabras retratan el difícil pulso con el que muchas de las víctimas tienen que convivir hasta que encuentran ese hilo de Ariadna que les salve del odio y el rencor. Y ese hilo no es otro que el perdón. «Tras la muerte de mi padre, mi primera fase fue la del odio, un odio nítido, con deseos de venganza. El odio te destruye, te hace daño, lo impregna todo, es terriblemente militante, hay que estar odiando las 24 horas del día, durante años. Así que me di cuenta de que ese odio me estaba destruyendo a mí». Cuenta que el día en que habló con el terrorista que acabó con la vida de su padre, lo primero que hizo nada más salir a la calle fue sentarse sobre el bordillo berroqueño del portal y suspirar, embargado por una sensación de alivio y paz interior al conocer el arrepentimiento del asesino. De repente, se elevó por encima de sí mismo, como en uno de esos Rompimientos de Gloria de las pinturas renacentistas en los que los serafines aparecen por elevación en un plano superior.
Pero ocurre que nunca es fácil descansar en ese punto exacto de reconciliación con uno mismo, allí donde el odio demuda en perdón, paz y tranquilidad. Existe una moneda de cambio, un tributo a exigir al asesino que no siempre está dispuesto a pagar: el arrepentimiento. Son pocos los presos etarras que, aun sin buscar beneficios penitenciarios, se reencuentran consigo mismos tratando de limpiar el sucio reflejo que el espejo les devuelve. La inmensa mayoría se agarran como hienas a su pasado terrorista, pues no ven en sí mismos asesinos, sino activistas políticos, guerreros sin soldada que en su caleidoscópica visión del mundo vasco, optaron por sacrificar su propia vida y humanidad por el tiro en la nuca.
El pasado jueves, el Ayuntamiento de San Sebastián convirtió el día de la ciudad en un infame acto de homenaje a los presos etarras durante la clásica Tamborrada. Lejos de las dolorosas escenas vividas entre las víctimas y los asesinos en Nanclares de Oca, en las que esos que se reían como conejos tras los asesinatos reprimían ahora las lágrimas, la festividad de San Sebastián mostró el lado más desacomplejado del terrorismo, con ese rebozo de provocación y triunfalismo que no hace sino convertir en vergüenza cada uno de esos cetros y escaños que los proetarras ocupan en ayuntamientos y Congreso. Es esa la prueba de la parafina que evidencia cómo sin el arrepentimiento personal del verdugo, el terrorismo no se desprende de su propia naturaleza criminal, sino que, al contrario, la enarbola, la justifica, la engalana. Cada una de estas ceremonias alegres y triunfales es una nueva derrota del Estado de Derecho y un nuevo disparo en la sien de nuestros resortes civiles y políticos. La resolución de un conflicto de esta ralea pasa, irremisiblemente, por ese duelo casi espiritual entre víctimas y verdugos, cara a cara, donde el arrepentimiento despeja el odio y abraza el perdón. Y un perdón pura y estrictamente amurallado tras lo personal, no a fin de obtener beneficios penitenciarios ni réditos políticos. Esa es la única salida posible: la humana. Allí donde el dolor y el arrepentimiento muestren con toda su crudeza a las generaciones venideras que matar ha sido en balde.
Las víctimas, con su perdón y con su sufrimiento, son el auténtico espejo en el que mirarnos, el músculo cardiaco de una sociedad podrida. Son ellos quienes nos enseñan a beldar la paja del trigo, a fin de aliviar el peso de nuestras alforjas. Y ningún lastre tan pesado y difícil de aventar como el del odio y la revancha. Ellos lo hacen a diario, redimiéndonos con su perdón a toda la sociedad. Su grandeza, lisa y llanamente, nos hace pequeños cada vez que miramos a otro lado. Y por cada una de las afrentas y castigos que les regalamos, todos retrocedemos, hasta que, al fin, alcancemos el punto de no retorno. No podemos olvidar que el agua, cuando llega al mar, ya no puede mover molinos. Y como aspas de molino se erigen en Durango las fotos de la vergüenza: esos retratos de aquellos asesinos que, lejos de arrepentirse, nos doblegan con su orgullo asesino. Perdonar no es olvidar, ni mucho menos aceptar el escarnio. Así no.
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