miércoles, 25 de agosto de 2010

PLATERO Y LOS MUYAHIDINES


Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. No cuesta imaginárselo retozando bajo las enormes higueras y recibiendo los traviesos brevazos de Rociíllo en su lastimero hociquito, como cañonazos de almíbar y miel; o mirando por el rabillo del ojo a la nerviosa Diana, la perrita gris que asoma su pequeña cabeza de entre las patas de Platero mientras descansa a la sombra; o bajando al pobre canario muerto al jardín junto a los demás niños, como un miembro más de la enlutada escuadra benjamín. Y es que Platero, tan torpe y juguetón, es uno más. Hasta huye de los burros y los hombres de Moguer. ¿Habrá en el mundo alguien más como él?, se pregunta su amo mientras juega Platero a romper los espejos del arroyo con sus cascos sin herrar.

A miles de kilómetros, allá por las quimbambas, una caravana con menos arboladura que el Santísima Trinidad recibiendo bolazos y palanquetas, anhela encontrar un buen puñado de plateritos llorosos y hambrientos. Una caravana repleta de almas mustias que buscan alimentar sus raíces ya secas con las lágrimas del que sufre. Llevan alimentos. También medicinas; pero por encima de todas las cosas portan sus galeras una sed infinita de llenar sus vidas a cambio de las espinas de los demás. Ignoran el peligro. Es más: lo desprecian. Sus furgonetas llevan como estandarte una solidaridad que todo lo puede a modo de Lábaro Santo. Barcelona Acció Solidaria.

Saben que Malí, Níger, Chad, el lomo de África, es de por sí un nido de campos de entrenamiento de futuros muyahidines y Mauritania uno de sus principales focos de acción desde hace años. No importa. No atienden a recomendaciones ni a señales de peligro. Humo de paja. También saben que entre bueyes no hay cornadas, y ellos, tan progresistas, tan antiimperialistas, tan quítame las manos de encima, Mr. Danger, casi que se sienten jugando en casa. Quieren salir en la foto. Cabría suscribir las palabras de Unamuno respecto a los separatistas y comunistas españoles: «La única petición clara es que quieren ser guapos. Y la majeza es una endemia muy española». Pleno al quince, pues presumen de comunistas y separatistas a partes iguales. Sueñan con ser casanovas.

Así las cosas, y como el peligro no entiende de azares sino de oportunidades, se plantan en Noviembre de 2009 con su caravana en una de las carreteras más peligrosas de la zona. Como ratones víctimas de su propia ratonera, son presa fácil en una emboscada orquestada por un grupo de terroristas de AQMI. Y adiós muy buenas. Alicia Gámez, Albert Vilalta y Roque Pascual han sido cogidos, que diríase jugando al escondite. Los fardos de quincalla y alimentos que les rodeaban demudan en acollonantes Kalashnikovs y gumías.

Pero de poco importa. La buena de Alicia es puesta en libertad al tiempo ya que, según un comunicado de Al Qaeda, ha sido convertida al Islam. Algunos medios, considerando que ser muyahidín no encuentra necesariamente plena equivalencia con la idiotez, tasan la conversión en torno a los dos millones de euros. Como gallinas marcadas con la calza en la patita, saben los terroristas que en España se paga a tocateja. Así, Albert y Roque respiran más que tranquilos, ya que en Madrid mueve los hilos todo un Príncipe de la Paz que deja como trapo de fregar al mismísimo Godoy.

Nada tenemos que ver con los gabachos, pues éstos tiran a matar, como demostraran en la operación franco-mauritana en la que acabaron con la vida de seis terroristas pertenecientes a la célula que asesinó a un rehén británico y otro francés, o en el secuestro de un yate galo por parte de los piratas somalíes que, tras coger el maletín del rescate, fueron recibidos con disparos en el entrecejo a manos del ejército francés que los aguardaba en la orilla haciéndoles caer como moscas a cañonazos. Y recuperando la bolsa, claro está. De igual cabe mencionar idénticos rescates a buques americanos por parte de la Armada de los EE.UU o secuestros en tierra. O Reino Unido. O Israel. O Australia… Pero distinta suerte se corre en este rabo de Europa por desollar. Los pedagogos de la Corte asumen que la mejor manera de entibar a un niño consentido y cabrón es darle todas las golosinas que se le antojen al primer rebuzno de cambio. ¡Y a calderadas! No importa que tengan frente a ellos auténticos morlacos terroristas y no al pobre de Platero. No importa que la prensa internacional y más en concreto la argelina bramen ante la genuflexión de España, por la cual se violan las convenciones firmadas entre los países del Sahel con las que se comprometían a no negociar con grupos terroristas. Nada de eso importa. Yendo más lejos, olvidan que el Príncipe de la Paz es capaz de ofrecerle un banquete a los terroristas a cambio del inmediatismo de las medallas. Todo él, tan escarlata y separatista, sueña con ser guapo.

Dicho y hecho. Siete millones, baño de flashes y viento en popa hasta Barcelona. Ni muestra de resarcimiento, ni orejas gachas, ni siquiera vergüenza en los lacados ojos de Albert y Roque. Más al contrario, se sienten héroes. Ahora más que nunca. Toda España sabe que sus bravuconadas no fueron más que pura estupidez, jugar a meter los dedos en el enchufe. El periodista y escritor Antonio Pérez Henares contaba ayer en Veo7 cómo se las gastaron los miembros de Barcelona Acció Solidaria cuando fue en 2007 junto a otro grupo de periodistas a cubrir las operaciones de la caravana, con sus irresponsabilidades y desprecios por almudes. Y de aquellos polvos, estos lodos. Acció Solidaria ya ha dicho que la mejor manera de homenajear a los secuestrados es hacer otra caravana solidaria. Olvidan que quien busca el peligro en él perece. Quizás tengan que salir al encerado a escribir con tiza que los terroristas no son serafines y la próxima vez se encuentren probablemente con la degollina en lugar de la libertad.

Pero ni por esas. Seguirán creyendo que a la llamada dulce de “¿Platero?” correrá éste hacia a ellos con no sé qué trotecillo alegre, en no sé qué cascabeleo ideal… No quieren aprender que lo más parecido a Platero que hallarán por esos campos arriscados será no sé qué extraña fauna que más bien pasaría por el famoso burro dinamitero de la Guerra. Y es que entre la leva filantrópica se agarra la máxima del son tontos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen. En efecto, hay capullos que no quieren ser rosas.

Y mientras tanto, a continuar alimentando la Hidra del terrorismo gracias a las irresponsabilidades de la cuadrilla altruista que no ve juego más entretenido que el de prenderle fuego al avispero.


lunes, 16 de agosto de 2010

DOPAJE: ¿LEGALIZACIÓN Y LIBERTAD? (II)


El pensador danés Soren Kierkegaard recurrió en su obra Temor y temblor a la figura arquetípica de Abraham, quien hallándose en el ocaso de sus días junto a su anciana esposa imploraba a Dios que le concediera una descendencia. Al tiempo, llegaría el pequeño Isaac como llega el salmón a la montaña: a contracorriente. Sin embargo, el mismo Dios que permitió con su Gracia el alumbramiento de un hijo a la abuelita estéril, obligaría a Abraham a matar a Isaac como muestra de Fe. Se batían así a lanzadas en el corazón de Abraham la Ética y la Fe. ¿Asesinato o sacrificio?

Convertido el Movimiento Olímpico en Deidad de nuevo cuño, se lanzan de igual los distintos miembros del COI al gollete del dopaje como ángeles custodios de una Fe intocable. Una nueva modalidad de fideísmo transmutado. La Razón queda a años luz de nuestros pies. Pura pasión ciega. Según el Comité Olímpico Internacional, se establecen tres dogmas de Fe que hay que seguir a pies juntillas y con esparadrapo en la boca, y por los cuales el dopaje es la Bestia a batir. A saber: daña la ética del deporte; es perjudicial para la salud del deportista; y menoscaba el principio de igualdad de oportunidades. Todo muy dulce y paternal; pero ¿vulnera de verdad el dopaje los tres preceptos del COI o son ellos quienes se encargan de menoscabar la integridad del deporte con su hipocresía? ¿Prima la Ética o la Fe ciega?

Que el dopaje daña la ética del deporte es difícil de aseverar, pues desde sus orígenes han caminado de la mano. Ya en el Siglo III a.C los griegos recurrían a extractos de plantas en pociones, así como distintos mejunjes con los que recubrían sus cuerpos. Los precolombinos, por su parte, masticaban hojas de coca y estricnina, mientras que los nórdicos eran fieles a los hongos alucinógenos. Desde entonces y hasta nuestros días, los distintos deportistas han recurrido a todo tipo de sustancias y artificios que le ayuden a conseguir la corona de laureles. Pero todo ello va, según el COI, contra el espíritu olímpico. El filósofo Paul Singer, en un artículo publicado en la revista El Tiempo, defendía que el deporte no tiene sólo un espíritu, pues «las personas hacen deportes para socializar, para mantenerse en forma, para ganar dinero, para hacerse famosa, para evitar el aburrimiento, para encontrar el amor o por pura diversión». Es por ello que quienes hacen del deporte su forma de vida debieran poder elegir cualquiera de las vías posibles en base a su voluntad y libertad, marcando así una línea que separara el romanticismo del deporte amateur del arriscado campo de batalla profesional donde se juega la Gloria. Asimismo, recurría Paul Singer en su artículo al Profesor de Bioética Julian Savulescu, que dirige el Centro Uehiro de Ética Práctica de la Universidad de Oxford, quien aboga por legalizar el dopaje siempre que no perjudique la salud del atleta. Terreno espinoso, no obstante, pues el deporte es perjudicial en sí mismo, como se verá más adelante. En idénticos términos se expresó hace años Samaranch, quien declamara que no debería prohibirse el dopaje cuando mejorara el rendimiento deportivo, sino cuando éste pusiera en peligro la salud del deportista. En este orden de cosas y con el aceita caliente en la sartén, disponerse a hacer la tortilla sin cascar los huevos se antoja harto complicado.

De acuerdo al propio COI, dopaje es «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados, o la presencia en el organismo del atleta de una sustancia o la prueba de la aplicación de un método que figure sobre una lista adjunta al Código Antidopaje del Movimiento Olímpico». De esta manera, casi que parece arbitrario que el COI prohíba las inyecciones de eritropoyetina y en cambio permita el entrenamiento a gran altura. Podrá argüirse con gesto circunflejo: ¡es que el uno es artificial y el otro es natural! Y en ese preciso instante se abriría el telón dejando entrever al fondo una enorme cámara hipóxica. ¿Por qué razón se les permite a los atletas dormir con sus mascarillas en la boca limitando la concentración de oxígeno del aire cuando el fin no es otro que el de aumentar artificialmente la producción de la EPO? ¿No raya la obscenidad semejante contradicción? La definición del COI remarca con trazo grueso las palabras sustancias y métodos; pero en la práctica parece perseguir sólo la sustancia. ¿Por qué esa obsesión con los compuestos químicos? ¿Todo lo natural es beneficioso y todo lo químico es dañino? Como escribiera Henry Miller, médico, biólogo e investigador de la Universidad de Standford, resulta tramposo y pueril semejante juego de buenos y malos cuando todas las cosas, tanto naturales como sintéticas, se componen de productos químicos, incluyendo nuestro propio cuerpo. En la dosis está el veneno. Yendo más lejos, existen multitud de productos naturales en los que, aun teniendo los mismos efectos que los sintéticos, son desconocidos sus riesgos para la salud dada la ausencia de investigaciones científicas serias. Es por ello que en Estados Unidos la FDA –Administración de Alimentos y Drogas– esté tratando de remover ciertos productos que, como en el caso de la efedrina, se cuelan en el mercado por el ojo de la aguja gracias a que son puestos a la venta como productos dietéticos aun sin tener valores nutricionales, por la sencilla razón de que los controles son mucho más permisibles y laxos en ese terreno.

Así, siguiendo con la efedrina –estimulante de moda en el deporte–, en los Estados Unidos y resto del mundo se ha colado en el mercado nutricional como añadido del «ma huang, Chinese ephedra, ma huang extract, ephedra, ephedrine alkaloids, ephedra sinica, ephedra extract, ephedra herb powder, epitonin o ephedrine». Sin embargo, el COI advierte que todos ellos pueden provocar por igual un positivo en un control antidopaje al tiempo que desfilan por el mercado como productos totalmente inocuos. De hecho, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles un deportista japonés dio positivo al ingerir una infusión de efedra o ma huang y ginseng. Según los reportes hechos a la FDA, sólo en dos años diez personas murieron a causa de la efedrina en sus distintas variantes, diecisiete acabaron con lesiones permanentes, diez con hemiplejía… Todo ello gracias a ese mercado abierto e incontrolado por el que se cuelan los productos naturales como si de algodón de azúcar se tratara, especialmente a través de internet. ¿Por qué no exigirles los mismos controles que a los productos sintéticos? ¿No sería conveniente cerrar o abrir el círculo por igual? O mejor aún: ¿no sería más lógico implementar unos programas de dopaje asistido por médicos que conocieran los efectos tanto positivos como negativos de la sustancia y en base a ellos el deportista eligiera de acuerdo a su libertad? Dado que los contramaestres del COI luchan con gran brío contra el dopaje en defensa de la salud del deportista, sería conveniente dar un paso al frente y cruzar el Rubicón con todas sus consecuencias a fin de acabar con la clandestinidad y los mercados negros.

Sin embargo, la Tramoya del COI tiene mucho que ver con el trilero que engaña a ajenos mientras guiña el ojo a su compinche de trampas particular para que se arrime algún valiente y doble así la apuesta. Palmadas en la espalda entre ellos mismos y las agencias antidopaje, mientras se dan un baño de contrariedades hirientes. Azotainas a diestro y siniestro, capuletos y montescos; pero ¿quién mira por la integridad del boxeador sonado? ¿Acaso no deja este deporte graves secuelas físicas y psicológicas en quienes lo practican? ¿Y todos esos alpinistas que se quedan en muñones después de ver cómo se congelan sus dedos? ¿Y el descenso de glóbulos blancos por debajo del mínimo que sufren muchos buceadores debido a la mezcla que respiran? A falta de razonamientos serios, que prime la farfolla y el desvarío. El filósofo Claudio Tamburrini, del Centro de Bioética de Estocolmo, dijo que el deporte dejó de ser salud hace tiempo. Y es que además de los boxeadores que terminan como granos de trigo pasados por la rueca, hay que considerar las muchas lesiones que sufren los atletas al retirarse, como en el caso de Carl Lewis, quien padece una artritis de tres pares de narices debido al exceso de entrenamiento que soportó durante años. Y no es el único. Yendo más lejos aún, se encuentran los problemas psicológicos. Según los estudios de Ricardo de la Vega y Francisco García Ucha, «los deportistas retirados muestran que las reacciones emocionales pueden ser muy diversas al proceso de inserción en la vida cotidiana. Ocurren reacciones de ansiedad, depresión y hasta síntomas psicosomáticos. Es decir, aparecen enfermedades orgánicas, metabólicas o funcionales que afectan al ex deportista». ¿Interviene el COI en la libertad individual de ese deportista que asume el riesgo que implica para su salud la alta competición y el exceso de entrenamiento? ¿Obstaculiza el ascenso al alpinista que pone su vida al límite al ascender hasta los seis mil metros de altura? Todos actúan en base a su propia libertad, sacrificando una cota de su salud por el inmediatismo de los records y la gloria. Dado el afán policiaco del COI y la preocupación por la salud de sus querubines, podría crear una Brigada de Control del Entrenamiento y la Competición –sintagmas que tanto gustan a los burócratas– en beneficio de una salud homogeneizada y…¡adiós, cordera! ¿Absurdo, verdad? Pues así de absurdo es el hecho de preocuparse por la salud de un deportista que recurre a sustancias prohibidas más de lo que él mismo llega a preocuparse. Liberticidio sin más.

Por otro lado, olvidan los mandamases del COI que la espada corta en ambos sentidos. Acotar la libertad individual, aún persiguiendo un supuesto beneficio, puede tener el efecto contrario al deseado. En el terreno del dopaje se perfila poco a poco un futuro aún más difícil. Y es que cuando se cierra una puerta se abre una ventana: el dopaje genético. Término que, por otra parte, ya ha sido definido por la propia Agencia Mundial Antidopaje como «el uso terapéutico de genes, material genético y/o células que tienen la capacidad de aumentar el rendimiento deportivo». En el caso de la EPO recombinante, al tratarse de una sustancia semisintética, puede ser detectable en los controles antidopaje rutinarios. ¿Pero qué ocurre cuando se traslada al dopaje genético? En ese caso, «se inserta el gen de la EPO en el músculo junto con un switch genético que lo activa cuando los niveles de oxígeno muscular son bajos, lo que lleva a un aumento endógeno de la EPO indetectable por los métodos de control normales» Aviso a navegantes. Tanto es así que hace tres años un entrenador alemán, Thomas Springstein, fue arrestado después de intentar adquirir Repoxygen. Según los laboratorios británicos Oxford BioMedica –quienes trabajan en el desarrollo del producto–, se han superado las fases preclínicas y se hallan ya trabajando en la fase clínica. El Repoxygen es un virus que opera como transporte del gen de la EPO y un controlador de los niveles de oxígeno. En el momento que se produce una escasez de oxígeno, el Repoxygen activa el gen de EPO inyectado y comienza a producir una legión de glóbulos rojos. Se consigue así la cuadratura del círculo. El COI y la AMA, en busca de la entelequia y el mundo ideal de Hansel y Gretel en base a la Fe ciega, consiguen que laboratorios y deportistas abran todas las ventanas de la casa olímpica cansados de llamar a la puerta. Y por ahí se colarán. Se cuenta que en los albores de la EPO llegó ésta al mundo del deporte a través del mercado negro antes que a los hospitales. Sirva de precedente.

Y es que por querer hacer el bien terminan redoblando el mal. La supuesta igualdad de oportunidades que enarbolan se ve desmochada gracias a sus malabarismos hipócritas. Lejos de aceptar que la igualdad de condiciones y oportunidades quedan a años luz del deporte por puras arbitrariedades de la Madre Naturaleza, optan por engordarlas. Ya dijimos que las condiciones biológicas de un corredor de fondo de Etiopía no son las mismas que las de un madrileño; pero podemos tirar del hilo cuanto queramos hasta encontrar desigualdades. Según un estudio de la Universidad de Howard, los records mundiales de velocidad tienen sus derechos de autoría mayormente en manos de atletas negros debido a que «tienden a tener miembros más largos con menos circunferencia, lo que aumenta la altura de sus centros de gravedad, mientras que los asiáticos y blancos tienden a tener torsos más grandes, por lo que su centro de gravedad es más bajo» Y no solamente las encontramos en beneficio de los velocistas. De acuerdo a los trabajos realizados por la Unidad del Ejercicio de la Universidad de Ciudad del Cabo, los corredores de fondo africanos poseen «una mayor actividad enzimática oxidativa a nivel muscular, un retraso en acumular lactatos en sangre y una mayor capacidad para prolongar la fase final del esfuerzo antes de alcanzar la fatiga» Son todas ellas las desigualdades que ayudan a rebajar esas centésimas que diferencian al velocista de élite del mediocre o al fondista keniata del esloveno. Paul Singer lo llamó la lotería de la genética.

Es por ello que resulte ridículo que el COI se empeñe en perseguir las desigualdades a fin de sembrar un bosque en el que ningún árbol destaque por encima de otro cuando el deporte encierra de por sí desigualdades en cuanto a condiciones, posibilidades, resultados y, además, medios. ¿O es que no repara el organismo internacional –o Casa Cuna Olímpica– que los medios de que disponen los atletas estadounidenses no son los mismos que aquellos que tienen a su alcance los namibios? Y no sólo en cuanto a equipamiento y materiales, sino también en centros de alto rendimiento, equipos de investigación, avances médicos, etc. Con estas cartas sobre la mesa, ¿por qué razón el COI habría de negarme la posibilidad de conseguir químicamente las mejoras que el Señor Azar no me ha otorgado? ¿Acaso no soy único y exclusivo poseedor de mi cuerpo? Las desigualdades no lo son exclusivamente por exceso, sino también por de-fec-to. Es por esta razón por la que la lucha no debiera centrarse sólo a pie de pista, en centros de alto rendimiento o desarrollando nuevos materiales, sino que el deportista debería tener pleno derecho con todas las de la ley a que, en base a su propia libertad, determinado laboratorio le ayudara a suplir los agujeros negros de su arquitectura fisiológica y genética. Quizás Marion Jones no necesitara el THG para ganar de igual que Lance Armstrong no tuviera que haber recurrido a la EPO para conseguir los siete Tours de Francia. El bueno de Lance quedó cuarto con doce años en una prueba de natación de 1500 metros donde se enfrentaba a competidores de todo Texas, mientras que Jones tenía su marca entre las veinte más destacadas del mundo con quince años. En el caso de Lance Armstrong, los médicos Ger Bongaerts y Theo Wagener ya escribieron en la revista Medical Hypotheses un artículo titulado: Gluconeogénesis hepática incrementada: el secreto del éxito de Lance Armstrong. Según los médicos «se trata de la capacidad del hígado de sintetizar la glucosa y así obtener energía para la acción muscular. Y, más importante en este caso, también la de remover el ácido láctico (producido por el trabajo muscular y responsable del dolor y el cansancio, además de los calambres) y convertirlo precisamente en glucosa. Ésta es la clave interna, metabólica, del éxito de Armstrong, ya que al remover el ácido láctico no sólo evitaba sentir el cansancio sino que también obtenía una energía extra para sus esfuerzos» ¿Lotería genética? Es bastante probable.

Hace pocos días publicaba Moisés Naím un artículo de prensa titulado La necrofilia de las ideas. Criticaba así el amor ciego por las ideas muertas, la pasión desbordada hacia las causas perdidas. Sea quizás esa misma necrofilia de las ideas la que invada a los prebostes del COI en su lucha por una batalla perdida ya en sus orígenes. Pero en esas seguirán: coleccionando cadáveres con rigor de taxidermistas en beneficio de su propia Guerra Santa contra el dopaje mientras que en su Santa Sede crecen los casos de corrupción como hongos después de la lluvia. Y es que, como concluyera el propio Naím, «el amor es ciego y el amor por ideologías que además ayudan a mantenerse en el poder no es solo ciego, sino también muy conveniente»

sábado, 7 de agosto de 2010

DOPAJE: ¿LEGALIZACIÓN Y LIBERTAD?



Todos hemos tenido en nuestra infancia y primera juventud un ayer que quiso ser mañana, un pasado a medio camino entre el quiero y el no puedo. Una epopeya inconclusa. Un Ulises braceando por alcanzar una Ítaca que no llega. Pertenezco a una generación de héroes caídos. Miles de manzanas podridas se consumen alrededor. Un auténtico cementerio de elefantes. Entre todas esas historias, quizá fuera la de Marion Jones la que más pústulas en el alma levantara. Lo tuvo todo. Una juventud procaz, un carisma deslumbrante, un futuro dolorosamente prometedor, un paso firme y, en virtud y beneficio mediático, una belleza de insobornable sencillez. Todo un rosario de grandezas. Y así, como la paloma mensajera levanta primero el vuelo para después dirigirse a su destino, fue alzándose sobre sí misma hasta volar de hectómetro en hectómetro rumbo a la Gloria.

Con tan sólo quince años, mientras millones de jóvenes peleaban por competir en algún circuito nacional, obtuvo una marca que la situó entre las veinte más destacadas del mundo. Como murallas de Jericó cayendo al toque de las trompetas, Marion Jones veía cómo las paredes de acero del cronómetro iban sucumbiendo a su paso por arte de birlibirloque. Atenas, Sevilla, Sídney, Edmonton. Verla llorar de alegría subida al podio con su medalla al cuello mientras sonaba un imponente himno de los Estados Unidos que a todos nos hacía norteamericanos por unos segundos, sin duda helaba el aliento; pero más aún nos hacía caer de hinojos ante quien iba dibujando sobre el tartán la silueta de una Leyenda viva. Nadie en tantos años silenció de esa manera un estadio de cuarenta mil almas con su sola presencia. Nadie acaparó tantos flashes sobre los tacos de salida. Nadie congeló la sangre durante poco más de diez segundos como ella lo hizo. Y nadie cruzó la línea de meta con una sonrisa como la suya redimiendo de la derrota a sus adversarias. Una sonrisa que a partir de 2003 se convertiría en estertor de muerte.

Fue su entrenador Trevor Graham quien envió una jeringuilla con un esteroide hasta entonces desconocido a la Agencia Antidopaje de los Estados Unidos. Al tiempo se supo que se trataba de una droga de diseño bautizada como THG, sintetizada específicamente para no ser detectada en los controles antidopaje. Poco tiempo antes había caído su marido, el lanzador de peso C.J. Hunter, esa mole bóvida y chulesca que ninguna madre de bien querría para su vestal. Pero la Reina del Ébano empezó a levantar sospechas tras el escándalo de su esposo. Meses después se divorciaría para dar paso a una nueva relación con el velocista Tim Montgomery. Sin embargo, poco a poco se iban perfilando las sombras de un Averno que condenaría a Jones a sufrir su particular castigo de Sísifo. El escándalo de los laboratorios BALCO tomaba forma. Víctor Conte, el Sumo Hacedor de la trampa, declamó en un programa de televisión lo que ya era un secreto a voces: Marion Jones estaba en la lista negra de deportistas que habían consumido THG. De esta manera, la otrora Diosa de la velocidad cambiaba el salmón de las pistas por el gris del Dédalo de los correveidile. Un laberinto en el que los dardos furtivos le caían desde los cuatro puntos cardinales. Así las cosas, no tuvo más remedio que coger con sus manos la maza para destruir ella misma su propia efigie dorada. A finales de 2007 entonó públicamente el Mea Culpa. Las cinco medallas obtenidas en los Juegos Olímpicos de Sídney ya sólo las contemplaría en las instantáneas que colgaban de las paredes de su salón. Pero aún quedaba lo peor.

Al tiempo que moría el invierno del año 2007, se colaba por sus entrañas y su corazón la tristeza de un otoño más marengo que nunca. Fue condenada a seis meses de prisión y dos años en libertad condicional, cambiando las eternas horas de entrenamiento por 800 horas de servicio a la comunidad. «Les pido que tengan compasión como ser humano que soy», dijo entre lágrimas a las puertas de la Corte en un paroxismo de impotencia. De nada sirvió. Tomaba así santa sepultura una Leyenda.

A su alrededor, otros tantos gladiadores eran pasados por la horca: su marido Tim Montgomery, Antonio Pettigrew, Gatlin, Jerome Young y Alvin Harrison, todos ellos alumnos aventajados de Trevor Graham. Pero el mismo tsunami sacudía el equipo HSI liderado por John Smith, quien entrenara a glorias del nivel de Mo Greene y Ato Boldon. Mientras que algunas estrellas se retiraban a tiempo huyendo así de la peste, otros tantos quintacolumnistas del HSI como Torri Edwards, Larry Wade, Kelly White o Christie Gaines eran asaetados públicamente cumpliendo condena. Es, toda ella, la pavesa, los rescoldos aún humeantes de una generación perdida. Yo la vi crecer. Yo la vi morir. Con ella se iba el atletismo.

Pero no todo queda en California ni termina en las pistas de atletismo. La Historia del deporte rezuma casos idénticos en distinto espacio y tiempo. Linford Christie, Marco Pantani, Dwain Chambers, Martina Hingis, Ben Johnson, Johann Mühlegg, Paquillo, Alberto García y una ristra interminable de condenados que encuentra actualmente la anilla de metal en la figura de Lance Armstrong. Cualquiera podría decir con datos en la mano que, toda la élite olímpica, tarde o temprano, termina estando a la sombra de una más que justificada sospecha. El COI, algo así como la ONU del deporte y, por tanto, políticamente correcto hasta la saciedad, se lanza a la yugular del dopaje con la noble intención de barrer de la alfombra roja a todo aquel que tropiece con los cardos del dopaje. La principal razón que esgrimen es sus manidas letanías se halla en la base de los benjamines. Esas inocentes criaturas miméticas que siguen con fervor religioso y pasión de monaguillo a todos esos héroes que corren más rápido, saltan más alto o golpean más fuerte. Unas idolatrías que terminan desmoronándose como tótems devorados por las termitas. Así las cosas, el desencanto es la metafísica de quienes beben de la élite del deporte. Jóvenes y mayores.

Pero la hipocresía que empaña al COI y a todos los burócratas del deporte raya la vergüenza. La comodidad de esquivar el problema en lugar de agarrarlo por los cuernos. Lo primero que debe hacer el heroinómano que quiera abandonar su adicción es reconocer el problema. De igual deberían reconocer los organismos implicados el problema del dopaje no como algo aislado de unos pocos tramposos, sino como algo más homogéneo. Como quien ahuyenta tábanos, se sacuden los casos de dopaje que manchan la imagen del deporte de alta competición al arrimo de grandes mafias y deportistas que, aun conscientes de jugar al ratón y al gato, asumen dicho peligro a cambio de la Gloria. Es más, de salirles bien la jugada, muy probablemente vivan hasta el fin de sus días bañados en oropeles gracias a contratos con marcas deportivas, publicidad, programas de televisión, coloquios y todo un hontanar de recursos que pueden garantizar una vida de lo más fastuosa. ¿Quién no quiere morder semejante fruto prohibido? Y peor aún: ¿Anula el sacrificio y trabajo realizado desde niños por estos deportistas el mero hecho de ser descubiertos en un control antidopaje? ¿Es realmente una mentira hacia los demás o hacia ellos mismos al no poder hacer de cara al sol y con plenas garantías lo que desean? Distinta suerte corrieron los deportistas de la antigua Unión Soviética y Alemania Oriental. Alrededor de 10.000 deportistas fueron sometidos a un programa de dopaje institucionalizado mediante el cual eran obligados a doparse con esteroides en cantidades que triplicaron las de Ben Johnson. Caído el muro de Berlín, muchos de estos deportistas gozaron de una libertad que les era ajena por entonces para denunciar las prácticas llevadas a cabo por el Estado a fin de conseguir hacer sombra a los Estados Unidos en su lucha por demostrar la supuesta superioridad del modelo comunista. Muchos de esos deportistas llegaron a pedir que sus records mundiales fuesen anulados, como es el caso de Inés Geipel. Otras, como Heidi Krieger, pagaron un precio más alto. Hoy día se llama Andreas Kriegel debido a la cantidad de hormonas masculinas que le hicieron ingerir sin tener constancia de ello. Igual suerte corrió la Unión Soviética y posterior Rusia, quien desde entonces sigue despeñándose en cada una de las citas olímpicas en las que tiene presencia. Los rusos no saben lo que es liderar un medallero olímpico desde entonces. Es más, siguen perdiendo medallas Olimpiada tras Olimpiada, hasta el extremo de haber perdido nada más y nada menos que 20 medallas en Pekín respecto a la actuación de Atenas. Y con el dopaje en ciernes.

Un dopaje politizado y obligado el que sufrieron estos pobres corderos muesos al servicio del Gobierno que nada tiene que ver con el dopaje llevado a cabo por los atletas norteamericanos –por ejemplo– que actúan en base a su propia libertad individual. Un dopaje que, a fin de cuenta, existe sea cual sea su opción. Y, ante todo, un dopaje que está mucho más presente de lo que las cámaras terminan señalando. En este caso, el ladrón –o sea: el laboratorio– va un paso por delante de la policía –agencias antidopaje–. Muy posiblemente, los primeros pasen por la puerta de comisaría sin levantar la más mínima sospecha. Así las cosas, ¿cuál es la línea que separa el dopaje oscuro y ese otro dopaje que practican todos los deportistas a base de potenciadores de todo tipo que, a veces con el tiempo, terminan entrando en futuras listas de sustancias prohibidas? ¿Acaso no recurren todos los deportistas a ardites más o menos elaborados? ¿Anula eso el trabajo realizado a pie de pista hasta la extenuación? Todo deportista ingiere sustancias que mejoran su rendimiento y capacidad de asimilar el entrenamiento, sean sustancias químicas –legales o no– o esas otras mal llamadas naturales. ¿O es que no siguen idénticos procesos químicos las unas y las otras? ¿Todo lo químico es malo y todo lo natural es bueno? Como señalara Héctor Abad en un artículo de prensa titulado Legalizar el dopaje, tenemos el caso de los hematocritos. ¿Dónde queda la diferencia entre lo artificial y lo natural? «Es deseable que un atleta tenga un porcentaje alto de glóbulos rojos puesto que son éstos los que llevan el oxígeno de los pulmones a los músculos y el oxígeno es la gasolina del cuerpo. Al mismo tiempo, es también conveniente tener una sangre diluida para evitar trombosis. Hay una manera natural de aumentar el hematocrito: viviendo en alta montaña. Si uno se va a vivir seis meses por encima de los 3.000 metros, en un páramo de los Andes, acaba con un hematocrito de más del 50% cuando el normal a nivel del mar es del 40%. El mismo efecto que se obtiene viviendo a gran altitud se puede lograr inyectando una hormona, EPO. El método de la mudanza es permitido; el método químico, no, ni el de las autotransfusiones de sangre, pero esta decisión es caprichosa». ¿Se persigue lo químico o lo que crea situaciones de desigualdad? Quizás la línea sea más difusa de lo que parece. Es por ello que para las revistas Nature y The Lancet –dos de las revistas científicas más importantes– sea preferible legalizar el dopaje y dar cuidados médicos abiertos a todos los deportistas para prevenir los verdaderos riesgos. También llegaron a poner en duda la efectividad de los test antidopaje y el verdadero daño que hace a los atletas.

El economista austriaco Mises ya habló de las consecuencias de la intervención prohibitiva en cualquier terreno de la vida pública. Esta terminará llevando a nuevas intervenciones futuras que, en lugar de erradicar el problema, acabarán engordándolo. En el tema del dopaje, como en el de las drogas, aumentan las mafias que trafican con sustancias sintetizadas en laboratorios clandestinos al margen de los criterios de sanidad mínimamente exigibles. Es ahí donde descansa parte del problema. Sin embargo, cantidades ingentes de dinero se van por el sumidero en programas antidopaje así como controles que no detectan las drogas aún no reconocidas, como ocurriera largo tiempo con el THG. Yendo más lejos aún, mayores condiciones de igualdad proporcionarían unos programas de dopaje asistido y de acuerdo a criterios médicos. Ya no sería una lucha de buenos y malos. Sería la igualdad de condiciones en sí misma ante la que prevalecería la transparencia y la auténtica lucha en la pista cara a cara. Una igualdad que, aun contando con la entelequia de que nadie se dopara, no existiría, pues no son las mismas condiciones biológicas las de un corredor de fondo etíope que las de un madrileño del barrio de Salamanca. Lógica al cuadrado.

Para terminar y como víctima de la demagogia ramplona de burócratas sin oficio ni beneficio en el deporte real, he de decir que más desencanto supone aún para cada uno de esos niños que dicen defender el hecho de ver cómo todos sus iconos caen como peones de ajedrez a una caja vacía que los condena al olvido eterno, antes que verlos competir en igualdad de condiciones. ¿Es intelectual y moralmente más sano cantarles al oído que los Reyes Magos existen hasta que alcancen los treinta? Esa y no otra es la hipocresía ante la que serpentean como culebras de agua el COI y demás organismos competentes por no meterse en harina olvidándose de engañifas que, tarde o temprano, más daño causan a quienes dicen proteger. Doy fe.

Finalizaba su artículo Héctor Abad con un razonamiento digno de coleccionismo fetichista: «En todo caso, dicen, por muchas drogas que se tome un atleta mediocre nunca conseguirá los resultados de uno grande. No es el dopaje lo que hace de Phelps un atleta extraordinario; es una mezcla de genes que lo favorecen con una disciplina de hierro que lo han hecho entrenarse cinco horas diarias durante los últimos 15 años. Aunque quizá tampoco la disciplina sea un mérito: es posible que ésta venga escrita también en nuestros genes»